Jueves 11 de abril 2024

A la caza del lector activo

Redacción Avances 08/08/2021 - 12.00.hs

La narrativa de “La casa flotante”, por nipona que parezca, es profundamente latinoamericana en la cosmovisión que sostiene. De qué va el nuevo libro de Augusto Munaro.

 

Gisela Colombo *

 

Augusto Munaro es un escritor, poeta, traductor y periodista nacido en la Ciudad de Buenos Aires en 1980. Son muchos los títulos que lleva editados, entre los que destaca, a la hora de conocer esta nueva obra, el prometedor “Recuerdos del soñador evasivo”. “El sueño de un poema” y “Ficciones supremas” son dos de los últimos trabajos. El autor posee una trayectoria pródiga que recorre varios géneros. Domina muy bien el de la novela breve, formato al que corresponde esta nueva producción.
Recientemente se publicó en CABA una obra cuyo interés por la cultura del mundo oriental resulta característico.

 

Japón.
Si nuestro primer cronista de Indias, el mismísimo Almirante Cristoforo Colombo, como escritor inaugural del nuevo continente, llenó las páginas de su bitácora inspirándose en lecturas que ya hablaban de “Cipango”, (como nombra a Japón en su crónica) el enlace con Oriente no parece ser un capricho del exotismo modernista. Aquí el relato que publicó “Editores Argentinos” abona el listado de textos que remiten a Japón y sus excentricidades.
Pero la misma signatura que en este libro figura como declaración de derechos intelectuales califica el texto de “narrativa argentina”. Y eso es lo que es, aunque la efectividad con que construye el discurso bien nos deja la sensación de ser una traducción directa de un texto nipón. No sólo la palabra pronunciada provoca esta impresión. El comportamiento de los personajes tiene cierta indolencia oriental, una parsimonia o entrega paciente a la espera que no sabemos en qué consiste, a ciencia cierta.
Es claro que hay una mujer que se comporta como criada, pero uno se pregunta si es la misma que comparte la cama con el protagonista o no. En tal caso, tal vez sea una geisha. La clave femenina de la evocación, en cambio, será la concubina del Emperador. Nuestra imaginación intérprete podría explicarse por una infidelidad de la dama al soberano, precisamente con este hombre que vemos echado y adormilado por el humo. Como si el protagonista hubiera caído en desgracia y estuviera confinado y aguardando para huir. Todos estos argumentos posibles se disparan por medio de la naturaleza abierta de la palabra y los silencios del texto. Sin embargo, por momentos, no se trata de una prisión sino de un fumadero de opio. Un sitio que es preciso dejar. Transitarían bosques a oscuras, si lo consiguieran, pronto.

 

Casa.
Sin definición alguna sobre el espacio y los protagonistas, se hace presente esa “casa flotante”, un sitio hecho de aire que el hombre navegará como si de un río se tratara. El mismo río que la tradición filosófica identifica con la metáfora del tiempo en el decir de Heráclito. El aire para la tradición occidental representa el pensamiento y la palabra. Si dominara esa simbología, Munaro estaría hablándonos sobre la creación poética y la relevancia del universo psíquico que convive con la realidad y, en este caso, parece reñir con ella.

 

Tiempo.
El tema del tiempo, que es una de las preocupaciones mayores del discurso lírico del texto bien podría advertirnos que en el cosmos espiritual ̶ o tal vez intelectual ̶ no hay categorías empíricas de tiempo y espacio. Quizá por eso se superponen las escenas recordadas, las anheladas para el futuro con los movimientos leves de los cuerpos, del mundo material.
Por ende, los efectos del opio y cierta simultaneidad narcótica acuden. Humos, perfumes, luces y sombras, ciertos tintes de colores, las sensaciones físicas, el contacto con los propios órganos llenan el relato.
Estimulada la psiquis por la droga, el protagonista sueña, imagina y recuerda. Y, como diría Borges, citando a Schopenhauer, en los tres casos equivaldrá a la experimentación real. Tendrá la misma sustancia que si lo viviéramos con la piel.
El verdadero viaje es el que cumple el sujeto desde el sopor en que está sumergido. No son aguas sino aires viciados por humos que serpentean el cielo del cuarto.
Cuando Alejo Carpentier, en “Ensayos Selectos” postula que la Literatura Latinoamericana no sufrió un periodo barroco sino que su misma raíz es compleja, mestiza y sincrética, relaciona la identidad artística de América con el arte barroco.
Pero todo consumidor de los clásicos argentinos conoce la superación apolínea de la estética que desea dejar atrás el exceso barroco. Esa verborragia inicial prima mientras el creador aún no es dueño de voz propia. Pero, nuestros mejores exponentes literarios han dedicado sus vidas a pulir los excesos de la sensibilidad latinoamericana y a lograr que la prudencia y la mesura prevalezcan en su escritura. El poeta que adhiere a la identidad argentina es un traductor de la inconstante emoción, de la intuición y la magia, de la visión mítica de la vida, a un lenguaje comprensible por la razón. El mismo Borges ha explicitado ese trayecto de su estilo. Y en “El libro de Arena”, uno de los más tardíos conjuntos de cuentos que escribió, exhibe el equilibrio de su prosa y un despojo admirable al que todo autor refinado aspira.
Al minimalismo literario de Munaro nada le queda de barroco. La estética carece de metáforas, de imágenes poéticas y de recursos expresivos. Es lo que Nietzsche habría calificado de “estética apolínea” que equivale al equilibrio entre el sentir y el pensar binario en el que algo es verdadero o falso, real o irreal, empírico o idealista. En fin, el relato construye una simpleza que en el mundo de las artes se califica de “clásica”, como si de ella dependiera la permanencia del producto en el consumo de las nuevas generaciones.
No obstante, la narrativa de “La casa flotante”, por nipona que parezca, es profundamente latinoamericana en la cosmovisión que sostiene. Como ocurre con el idealismo borgesiano que no se cansa de sostener que es tan real la ficción, lo que leemos y escribimos, como la realidad experimentada con el cuerpo.
Así las descripciones, que poseen un plano literal amplio, y la reproducción de los dichos y diálogos resultan, por momentos, enigmáticos. Lo que hemos dicho aquí a propósito del argumento son solamente conjeturas. Así, sobre el mobiliario van cayendo las fichas de un rompecabezas complejo. Y aquí es cuando irrumpe la función de lo que Cortázar debió haber referido como “lector activo”, un co-creador convidado a completar el libro ̶ cuyo signo es la ambigüedad poética ̶ con su mirada.
Sueño, experiencia, evocación, imaginación, diálogo con los libros tienen la misma relevancia para la psiquis humana. Y no hay una respuesta general del público frente a un relato como éste. Precisamente de esa ambigüedad pende la riqueza de “La casa flotante”.

 

  • Escritora y docente
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