Lunes 15 de abril 2024

Barrio de las Ranas

Redacción 11/12/2016 - 00.24.hs

Roberto Paglia* - Roberto Paglia -Palmer en el ambiente artístico- integró uno de los más famosos conjuntos del folklore argentino: Los cantores de Quilla Huasi. Hoy reside en España, y aceptó contar sus recuerdos para publicar en Caldenia
Me llamo Jorge Roberto Paglia, nací en General Pico, La Pampa el 24 de Septiembre de 1931, en una casita del Barrio de las Ranas, atrás de las vías. La Pampa era entonces una gobernación, todavía no provincia, lo mismo que otras. El gobierno de la República designaba un gobernador por un período determinado, no había elecciones aún. En esos años estaba el gobernador Duval.
El gobierno central proveía de todo lo necesario para el funcionamiento de la Gobernación, destinaba fondos para educación, sanidad, comedores escolares, ropas y calzados para los alumnos de familias pobres (que eran abundantes). Los maestros eran casi todos de San Luis, bien pagados y buenos educadores. El Barrio de las Ranas tenía calles arenosas, como casi todo el pueblo; barrio de obreros, muchos de ellos ferroviarios y pequeños comerciantes: carniceros, almaceneros que proveían de las primeras necesidades a la heterogénea población que allí vivía, en casitas de las mismas condiciones, mejores y peores, de material o de chorizo y adobes. Digo heterogénea porque los habitantes del barrio eran inmigrantes de distintos países llegados casi todos poco después de la fundación del pueblo, en 1905. La mayoría eran españoles, muchos de ellos salmantinos; italianos, también algún polaco, y de algunos otros países europeos Mi madre, Soave Paglia, era una de aquellos inmigrantes, italiana llegada con su numerosa familia a Argentina a finales del siglo XIX. También vivían muchos criollos, descendientes de aquellos y paisanos de lejana ascendencia mezclada con sangre aborigen.
El barrio era más largo que ancho, unas diez cuadras al costado de las vías, por 3 de ancho hacia el sur; desde el molino harinero Fénix, hasta antes de la Rural, casi en el comienzo del campo, donde había algunas chacras y pequeñas quintas, (huertas).

 

Barrio e infancia.
La casita en donde nací, estaba pegada a una capillita a la que iba un sacerdote los domingos a oficiar la misa, confesar y dar la comunión. También, durante la semana, algunos muchachones vagos entraban clandestinamente en ella para hacer travesuras, algunas dañinas. Creo que a raíz de eso fue que la quitaron. Me lo contaron cuando fui más grande. Mi madre era lavandera y planchadora, tanto a domicilio como en casa. Vivíamos con ella cuatro hermanos: Adela, la mayor; Sara, Arturo y yo. El otro hermano, Carlos, vivía desde chico en Buenos Aires con unos tíos paternos. Después nos mudamos a otra casita más al sur, en lo que llamaban La loma, vecina o perteneciente a don Capretta, carpintero italiano de numerosa familia. De allí, recuerdo vagamente dos cosas, la primera, a mi madre cocinando algo frito y ver saltar la grasa salpicando los diarios que había puesto en la pared para que no se manchara, y la segunda, jugando con mi hermano Arturo alrededor de un brasero donde estaba una cacerolita con leche a punto de hervir, tropezar en ella y quemarme la pierna, y a mi madre teniéndome en sus brazos para consolarme. Me enteré, porque ella me lo contó después, que me curó con una pasta que hizo con huevo cocinado. Me quedó solamente una pequeña marca como cicatriz.
Después nos mudamos a una pieza y cocina en la esquina de 18 y 25, en la misma edificación vivía la familia de don Santiago Mateo, castellano serio y de poco hablar.

 

Fríos y calores.
Como muchas viviendas de ese tipo, no había cuartos de baño, solamente un excusado al fondo del patio, donde estaba el gallinero. Nos bañábamos adentro de la pieza en un fuentón, (barreño) de los que usaba mi madre para lavar la ropa. La pieza tenía una ventana que daba a la vereda, piso de tierra, y una especie de cielo raso hecho con la tela de bolsas de harina cosidas y blanqueadas con cal que evitaban que las gotas de humedad que se formaban por la condensación de las respiraciones de los cinco que dormíamos allí por el frío del techo de zinc, cayeran sobre nosotros. Eran años de grandes sequías, veranos ardientes e inviernos de fuertes heladas. Se congelaba el agua de los fuentones y la bomba de extraerla, se protegía cubriéndola con una bolsa de arpillera, porque se ponían duras por el hielo que se formaba dentro de ella.
En las camas, nos abrigábamos -además de con las cobijas, frazadas, etc.-, echándonos encima la ropa que nos quitábamos. Nos poníamos, para aliviar el frío, ladrillos calentados envueltos en trapos en los pies, y también botellas de ginebra de barro cocido vacías, con agua caliente y bien tapadas para lo mismo. A veces mi madre ponía alguna frazada de un cliente para nuestra cama, (yo dormía con ella), y, en una oportunidad que se fue a entregar una ropa a un cliente, jugando, no recuerdo si a ser peluquero), con una tijera, dejé algo pelada a una frazada que pertenecía a un señor Sánchez, un vecino jubilado que le había dejado para lavar. Cuando mi madre volvió, y la vio, casi me sacude, menos mal que don Sánchez lo entendió como lo que era, una travesura de niño y se lo tomó a risa.

 

El vecindario.
Recuerdo a los vecinos del barrio y a los chicos y muchachos con quienes jugaba. En un ranchito vecino, vivían los Olguín y Don Frías, un criollo que tocaba la guitarra; enfrente, en otro ranchito, Doña Lya Racedo y los Torrilla: don Prudencio y doña Secundina, los padres, y los hijos: el Ramón, (Tatita); el "Aspita"; el Segundo, "Carancho" o "Cuervo"; El "Turco" o "Turquía", y la Paulina, única mujer, morocha, delgadita y con un aire delicado. Los muchachos eran hábiles hombreadores de bolsas de cereales en los galpones del ferrocarril, tanto estibando como cargando las grandes chatas tiradas por muchos caballos y alguna mula a veces, que transportaban esas bolsas, las de trigo hasta el Molino harinero Félix, que estaba al costado de las vía del ferrocarril, en el barrio Oeste, o de Ferro. Anualmente se iban los muchachos con Paula incluida, en una chata grande al sur de la provincia de Santa Fe, "a juntar máiz", como se decía entonces: a cosecharlo. Recuerdo en una ocasión que llegaron de regreso con Paula muy enferma, a Alfonsito, su novio que los esperaba: bajándola de la chata en brazos; no se me borró nunca esa escena, ella acurrucadita y él casi llorando; fue como una despedida de ambos, porque ella se marchó para siempre muy pronto...Pasado mucho tiempo él pudo superar su dolor y rehacer su vida, sentimentalmente.

 

Juegos y travesuras.
A la vuelta de nuestra casa, sobre la 25, vivía la familia de don Macario Bernárdez, creo que ese era el apellido, que tenía dos hijos: Mario y Zulema, con quienes a veces jugaba. Los fondos de su casa, donde tenían el gallinero, daban a los del ranchito de los Olguín y don Frías, que estaban separados por un cerco de cañas, en donde hacían nidos las gallinas y ponían allí sus huevos, que nosotros, los hermanos y yo, robábamos por entre las aberturas del alambrado, y luego comíamos fritos sobre un braserito o una sartencita. Nunca nos pescaron.
Vecinos a los Bernárdez vivía, también en un ranchito, la familia Posadas, Don Demetrio y la Chola, que a veces oficiaba de ama de cría amantando a algún bebé ajeno. Los muchacho, eran de cuidado, "la piel de Judas", como diría mi madre. El mayor: Demetrio, como su padre, después el Goyo, el Miguel, creo que había un Tito, y la hermanita, María si mal no recuerdo...bonita y dulce, nada que ver con sus hermanos. Ellos me rebautizaron con distintos apodos que se les ocurrían por escucharme formular inocentes preguntas fantasiosas que a veces imaginaba, por ejemplo: " camello vuela", algo que yo me preguntaba para saber cómo viajaban los Reyes Magos por el mundo; "Moneda'e nicle" por el metal que las componían; "Diga, le encargo el pucho pá la vuelta..." a raíz de mi naciente afición a comenzar a fumar, (de allí mi apodo de siempre: "Tabaco", cuyo origen siempre ignoré) Eran traviesos como pocos...
Vecina de ellos vivía la familia de Don Julio Esperanza, después, los Casquero y don Sánchez, el de la frazada tusada. A la vuelta, la familia Zenarola, con el inolvidable jugador de Costa, Santiago, su madre, Doña Victoria y sus hermanas; Aída, Julia, Angélica y Blanca, que noviaba entonces con Tito Mendicoa, entrañable e inolvidable histórico personaje del pueblo. Enfrente: El "Chilludo" Rodríguez y familia, y en la esquina de la 20 y 25, el almacén de don José Corominas con sus hijos Tita y Tito.
En frente de la familia de los Posadas, tenía su corralón Don Bautista Aragonés, entrañable criollo carrero que se ganaba la vida con su enorme "chata" de muchos caballos. Lo recuerdo con sus bombachas y su bigote, casado con Doña Dora, tenían unos cuantos hijos: Luisito, Beto, Manuel y Miguel, tuvo otro del mismo nombre al que la fatalidad se llevó para siemore por jugar sobre la parva de alfalfa en donde comían los caballos... No recuerdo a nadie más.
Los domingos organizaba carreras de "catangas". Cochecitos armados por los chicos con tarritos vacíos, cajitas de betún y maderas que llevábamos tirados con un hilo. El circuito eran las calles y veredas del barrio, y los premios, algunas golosinas generosamente repartidas entre todos los participantes. En la 27 -entre 18 y 20-, vivía un hermano suyo, también carrero con unos cuantos hijos, y por allí también, la familia Casquero, tocayos solamente de los que ya mencioné, y padres de el Negro, ferroviario como su padre y entrañable amigo de siempre, telegrafista alumno del Paisano Pérez y, como éste, guitarrero y cantor.
* Músico

 

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