Domingo 24 de marzo 2024

La llave: cuento de hace un tiempo

Redacción 28/05/2016 - 11.06.hs

Saúl H. Santesteban *
A la vez creaba una densa nube en el interior del vehículo, que luego, al depositarse, metamorfoseaba colores, haciendo oscuros los rostros y más claras las cabelleras, pintando de canas las jóvenes testas. La finísima arena pampeana entraba en generosa cantidad por los mil intersticios de un carrozado ya visitante asiduo de talleres de chapa.
El bailoteo de cabezas tenía sus mudanzas. Cuando el pozo era de tales dimensiones que se extendía con exceso en todo el ancho de la huella, el eco era un movimiento vertical que, en las ocasiones más violentas, aproximaba o hacía tocar los cráneos contra el tapizado del techo. Pero lo más común era la falta de coincidencia de los desniveles que tomaba las ruedas derechas y las izquierdas. Entonces, en muy coordinada expresión coreográfica, se producía el ladeo lateral de las cabezas, que por esa misma simultaneidad involuntaria generada desde allá abajo, no chocaban entre sí.
En los laterales, colgadas sobre las puertas traseras y sujetas de sus ganchos por el cristalizado hasta casi el tope, tres perchas a cada lado, cubiertas con sendas fundas de tono diverso, contenían el traje “pintón” de sus viajeros: los cinco músicos y el chofer. Allí también se advertía la serie de accidentada topografía de la carretera, en un constante vaivén de perchas que recordaban los antiguos relojes de péndulo y que oficiaba sin proponérselo, de muy fiel “pozómetro”.
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El pavimento había quedado atrás. La ruta 35 con su asfalto fue dejada en un cruce que señalaba, con el camino transversal de tierra, el itinerario a seguir para llegar a destino. Era común esto a otras travesías. La Pampa presentaba muy escasas vías terrestres con la cubierta bituminosa que termina, partiendo de Santa Rosa, apenas siete kilómetros al norte, pero de cota más alta que la ciudad; 20 kilómetros al este, que no alcanzaban a enlazar a Anguil, y el viejo camino a Toay. Hacia el sur  torciendo luego al oeste, 50 kilómetros pavimentados que anudaban en ese trayecto a sólo dos localidades: Ataliva Roca y General Acha. Todo el resto del sistema circulatorio, desde las arterias representadas por las rutas nacionales, las venas de las provinciales y los vasos capilares de los caminos vecinales, ofrecían su superficie natural, de una tierra muy suelta  en épocas de sequía y algo afirmada pero moteada con charcos variados, y hasta infranqueables en tiempos lluviosos.
La penuria de arenales, pozos o charcos era común a esta farándula musiquera que, como tantas otras, se lanzaba hacia los pueblos para amenizar el “Gran Baile Popular” del club o la cooperadora escolar pueblerina. Pero la costumbre no se había transformado en filosófica resignación, las maldiciones solían intercalarse en la charla, cuando los movimientos del camino se acentuaban.
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El Flaco, que ocupaba la parte central del asiento trasero, flanqueado por el Negro y Caíto, cortando una prolongada pausa del coloquio, aventuró:
–Nos acercamos a un pueblo.
–¿Vos hiciste esta camino antes?, le preguntó Villa.
–No, pero ya vas a ver.
La carretera, bordeada por caldenes y, allá enfrente cortada por un campo de monte, no dejaba ver signo alguno de población cercana; pero luego de una curva a la derecha y enseguida otra a la izquierda, la vista de algunas casas, que se hicieron más numerosas metros después, denunciaron la certeza del pronóstico. Y allí apareció el pueblo, con su estación ferroviaria a la izquierda de la senda y su edificación ordenada en catastral damero extendiéndose a la derecha.
-¿Cómo adivinaste?, interrogó Villa, que viajaba también en el centro pero del asiento delantero.
-Muy fácil, cuando el camino empeora mucho, es que hay una municipalidad cerca, sentenció el Flaco en nada loable referencia a la acción reparadora de los entes comunales.
-De aquí tenemos todavía ocho leguas, apuntó el taxista, para mayor bronca del pasaje.
Cerca, a menos de cien metros, ora adelante ora atrás, se desplazaba el otro fordcito, que transportaba al resto de los músicos. Exteriormente no se distinguían ambos vehículos. La mayor diferencia existía en que uno presentaba una giba más aerodinámica, constituida por el enfundado contrabajo atado al portaequipaje. El segundo V8 veíase con una joroba irregular de bordes angulosos con el bombo de la batería y otros bultos poliédricos como el equipo amplificador, valijas con accesorios y un sinfín de bultos que colmaban la superficie de la baca.
Cuando el tema del camino ya era una agobiadora redundancia, surgía el inagotable anecdotario de tantos bailes y fiestas animados a lo largo de años. El comentario de las novedades tanguísticas. Y allí venia la unánime admiración a Troilo y el acostumbrado “cuando se muera el gordo se acaba el tango”; o la entusiasta referencia a D’Arienzo para el que entendía el “gotan” como expresión no técnica; o la siempre repetida cada día (“estás tocado”), de Piazzolla o Rovira, los sostenedores del barroquismo en la expresión popular argentina.
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La expedición se inició muy temprano, con los tallarines sabatinos aún sin digerir. Antes de las tres de la tarde ya los cascajos se habían puesto en marcha. Así que con sol muy alto aún, se ponía fin a los algo más de cien kilómetros. Tras andar por las calles del pueblo, se dio con el salón donde se haría el baile.
La estrafalaria troupe atrajo de inmediato a un vecindario que no tiene, con su muy monótono transcurrir pueblerino, muchos motivos que alteren su pachorra de todos los días. Mientras los músicos y choferes descendían sacudiendo sus ropas que exhalaban polvo como tiznes humeantes, fue aproximándose gente. Hasta una docena de chiquilines interrumpía un picado futbolístico callejero para ver a “los de la orquesta”. No faltó aún, en el improvisado cortejo, el tan común “loco” del pueblo, ese pintoresco personaje que parece formar parte del patio local; con saltos, gritos y palmas remedaba un pregonero repitiendo: “llegaron los músicos, llegaron los músicos”.
Los saludos y las preguntas, reiteradas en cada ocasión y lugar, “qué tal el viaje”, “cómo está el camino”, “llegaron temprano ¿eh?”, se fueron sucediendo con los adultos más serios.
Prontos a desatar los portaequipajes y a descargar todo el bagaje, alguien más previsor, luego de aproximarse y tantear si el picaporte de la puerta de acceso, imponía que el salón está cerrado.
-Y quién tiene la llave?
Silencio en los numerosos circunstantes, hasta que un vecino entrado en años, vestido muy sencillamente de bombacha bataraza y alpargatas, con voz sesiosa y que se aflautaba en algunos pasajes, indicó a los viajeros:
-¿La llave? Debe tenerla el presidente.
-¿Y dónde vive?-, surge la pregunta ansiosa de los viajeros .
-Bueno, mire...-, agrega el mismo informante dirigiéndose al centro de la calle y agitando los brazos para precisar mejor su información.
-De aquí derecho hagan tres cuadras. Desde allí, donde vean una casita blanca con dos paraísos al lado de la puerta, tuercen a la derecha dos cuadras, después toman una huella que los lleva derecho a una quinta con un molino entre tamariscos. Allí está el Rosendo. De no, debe hallarse en lo del cuñado, pero ahí pueden informarle donde queda.
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Siguiendo las indicaciones los dos autos toman el itinerario, cuya precisión origina a poco polémicas. El “comedido” al decir “tuercen a la derecha”, hacía indicación con su brazo izquierdo. Y era a la izquierda nomás. Corregido el rumbo, preguntando primero a un jinete que se cruzó con la caravana y luego a una rolliza vecina dedicada a lavar ropa en un fuentón cerca del alambre tejido que daba a la vereda, se pudo localizar “la quinta de Rosendo”.
El molino y los tamariscos aparecieron tras un muro de ladridos de perros de todo tamaño y color y, tras ellos, un hombre cuarentón, muy amable, que en chancletas portaba un mate en su izquierda.
La invitación a apearse no puede ser rehusada. Saludos y preguntas se renuevan. Hay un convite a “una cervecita fresca”, pero la sugerencia es declinada. “Queremos preparar todo temprano ¿sabe?”-, replicó Pirucho.
-Y bueno, vayan y luego acérquense, total es temprano-, responde el dueño de casa.
-Sí, está bien, por eso veníamos a pedirle la llave del salón.
-La llave, la llave-, musitó reflexivo el Rosendo, acompañando su dubitación con un leve rascar de sus uñas en la nuca.
-¡Ah!-, exclama casi enseguida, satisfecho de recordarlo -la tiene el secretario. Se la di la semana pasada cuando tuvieron que descargar las bebidas.
Y anticipándose a la pregunta sobre la residencia del secretario, informa muy lentamente:
-Vuelvan al pueblo, pasen frente al club, siguen por la misma calle hasta la plaza; la rodean por la izquierda, y allí nomás, otra media cuadra está la casa de él. No se pueden equivocar, tiene una verja y un portón grande verde. Golpeen, y si no les atiende insistan, porque este Gaspar es capaz de seguir durmiendo la siesta.
Fue fácil dar con la casa, pero no tan simple hacer que los recibieran. Por fin, allá adentro, se entreabrió la puerta de un hall de vidrios multicolores. Era una chiquilla quinceañera, cuya timidez natural se hizo temor cuando vio la apariencia de esa gente que llevaba encima más peso en tierra que en ropas.
Sin dejarse molestar del todo, respondió que el padre estaba jugando a los naipes en el bar de la esquina. Y allá fue el grupo, en su totalidad, cubriendo a pie el breve trayecto. Todavía no es tarde, y se puede aprovechar para un trago fresco.
Pero la cerveza o naranjada no llegaron a destaparse. Gaspar, el secretario, interrumpió una partida de chichón, pero luego de su afectuoso recibimiento y de recordar a dos o tres amigos de Santa Rosa y preguntar por su salud, los desilusionó con su respuesta sobre la llave.

 

-Sí, es cierto, el Rosendo me la dio el viernes pasado, pero tuve que irme antes que terminaran de descargar, así que se la dejé al camionero, y no me la ha traído, ahora que recuerdo.
La casa del camionero demandó otra serie de vueltas para localizarla. Felizmente fue hallado allí.
-Bueno, antes de irme del club llegó Muñoz, que es el tesorero, y para no tener que ir a lo de Gaspar, porque estaba apurado, se la di a él.
El periplo no terminó en lo del tesorero Muñoz. De allí se continuó con la visita a la casa de los miembros de la comisión directiva en pleno sin excluir al revisor de cuentas. Cuando ya el más tranquilo de los músicos estaba dispuesto a que le aplicaran a todos los miembros de la comisión directiva del club el código penal por homicidio con premeditación y alevosía, un miembro de la subcomisión de fiestas que había tenido la llave para engalanar el salón el día anterior, les indicó:
-Se la di ayer a doña Lara. Como vive justo al lado del club, es más cómodo que la llave la tenga ella. Así, cualquiera de la comisión que quiere entrar al salón se la puede pedir sin tener que buscarla a otro lado.
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Ya era casi noche cerrada, faltaba una hora para que comenzara el baile. Había que descargar los instrumentos, instalar el equipo de amplificación, colocar los altoparlantes, retocar el piano porque, seguramente, estaría desafinado. Luego ir al hotel, bañarse, cambiarse, cenar e ir al club otra vez para iniciar la actuación. Habían quedado atrás horas de intensa búsqueda de ese pequeño trozo metálico para accionar la cerradura del local social.
Doña Lara tenía, en efecto, la llave y al entregarla y enterarse de todas las peripecias, se mostró tan afligida que hubo que hacer esfuerzos para consolarla. Más porque a media tarde, había sido la única persona de las inmediaciones que no se aproximó a la llegada de los músicos.
Esa aflicción hizo atemperar la molestia reinante. Sólo el Negro conservaba intacta toda su bronca. Y en un intervalo del baile, el dedicado para el remate de los números del sorteo de una torta, una cena fría y otras vituallas, en la mesa donde los músicos se recuperaban de la faena con un vaso de gaseosa y unos bocados que la comisión le hiciera llegar, el enfadado Negro se descargaba:
-Mirá viejo, en el próximo baile, vamos a llevar los instrumentos, los atriles, las partituras, el equipo amplificador, ¡pero guarda!, a no olvidarse traer una ganzúa.
* Periodista, ex director de La Arena.
Ilustración: Claudia Espinosa. 

 

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