Viernes 12 de abril 2024

Alienados por las pantallas

Redacción 28/04/2015 - 04.10.hs

Decir que la nuestra es una cultura dominada por lo visual no es ninguna novedad; la evidencia de que la imagen ha reemplazado a la lectura o la interpretación es cada día mayor y, a veces, abrumadora. Pero lo que a esta altura ya resulta evidente es que se está desarrollando un hábito social de estar atento y mirar cualquier imagen siempre que venga, claro, dentro de los aparatos y códigos que prodiga la televisión.
Al respecto se puede afirmar que ya es común la imposición de pantallas televisivas en lugares públicos, (aprovechando su mayor practicidad ahora que son planas) y la observación vale también para ámbitos privados. Hasta en algunas peluquerías -otrora refugio de la lectura popular mientras se esperaba turno- ha ganado presencia la pantalla, con el agregado que invita a la reflexión mucho menos que la revista. Lo notable es que a menudo se trata de la imagen por la imagen misma ya que no se escucha, o no se entiende, el sonido que debería complementarla. Así en algunas oficinas, consultorios o salas de espera es común ver un grupo heterogéneo de personas con la vista clavada en el aparato de TV atentos a la imagen que, hay que decirlo, generalmente es dinámica y atractiva.
Porque la mencionada es otra de las características de este hecho singular: salvo en ocasiones excepcionales (noticias de trascendencia, presentaciones políticas, eventos deportivos importantes...) siempre se trata de programas livianos, superficiales, pasatistas, rebosantes de gente que ríe y aparenta felicidad, al tiempo que regalan premios de dudosos méritos. El receptor -el televidente- los observa y abandona en cualquier lugar de su desarrollo captado por la dinámica y motivación. Tres o cuatro décadas atrás, cuando irrumpía con fuerza el medio televisivo, algunos teóricos de la comunicación arriesgaban la existencia del peligro latente de que la televisión se trasformara en el vehículo alienante por excelencia especialmente, alegaban los privatistas, si se ponía en manos del Estado. La privatización de los canales argentinos demostró que, salvo muy contadas excepciones, el criterio mercantilista basado en la captación de las audiencias (y en la consecuente facturación publicitaria) es lo que cuenta en las programaciones, relegando la calidad de los contenidos en forma ostensible.
Desde luego que no se trata de proponer que se vean exclusivamente en esas pantallas al paso las obras teatrales de Lope de Vega o el último Oscar ganado por un filme, ni tampoco presentar sesudos intelectuales que discutan sobre cuestiones filosóficas. Pero a cualquier espectador más o menos obligado, como el de los casos que aquí se consideran, seguramente le sería más provechoso ver algún documental de mensaje claro que, aunque no se vea de comienzo a final, permita captar la esencia de su mensaje. Valor y sencillez no están reñidos. Esas imágenes, tanto o más animadas que los superficiales programas de chismes o juegos, seguramente dejarán un mejor sedimento en el espíritu de los obligados espectadores, ya acostumbrados por otra parte a ese tipo de cosas en la pantalla.

 


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