Martes 16 de abril 2024

La Maga: El duende de la luna

Redaccion Avances 11/12/2022 - 12.00.hs

En una nueva entrega de La Maga, Gisela Colombo presenta un texto de Lisa Segovia, nacida en Santa Rosa en 1971. Es poeta y formó parte del grupo “Desguace y Pertenencia”, con el cual publicó El hilo invisible, Donde el viento y Hoja de Ruta.

 

Su libro solista Restos fue premio de poesía del Fondo Editorial Pampeano en 2015. En el 2018

 

publicó Aguja vieja y en el 2021 llegó El dorso de la niebla. Pero la narrativa también le es afín. Su obra “El duende de la luna” y otros relatos recibió el Primer Premio del Fondo Editorial Pampeano en 2012. Actualmente, trabaja en una nouvelle que promete mucho también.

 

El duende de la luna

 

Los Torres fueron mis vecinos durante años. Eran raros y escurridizos. –Es que tienen el alma en carne viva – decía mi madre, con su manera de justificar los actos y actitudes de las personas. Pero los Torres eran raros y escurridizos. Se escondían dentro de su casa antes del saludo y así evitaban hasta el contacto visual con la gente del pueblo.

 

Por las noches, después del baño, mi madre cocinaba entre las brasas semillas de zapallo y hacía litros y litros de leche con harina y azúcar, (para llenarnos la panza a mí y a mis ocho hermanos). Mientras tanto, yo me instalaba en la pequeña ventana sin vidrios a observar el raro paisaje del patio de los Torres. Entres los frutales, el gallinero y el chiquero había un claro donde los últimos gansos correteaban, buscando un sitio para dormir. Y en el centro despejado, el Benjamín de los Torres, sentado, con la mirada perdida vagando por el cielo; la mano izquierda casi enterrada en la tierra, mientras que en la derecha sostenía un hilo supuestamente imaginario y con el que supuestamente remontaba la luna.

 

–Margarita, cerrá esa cortina de una vez que vamos a cenar– me decía mi madre con tono muy serio, evitando la risa que tenía entripada, porque las burlas de mis hermanos hacia los Torres eran realmente graciosas y no tenían desperdicio.

 

Sólo la lluvia detenía el paisaje del patio vecino. Yo esperaba que saliera, pero el Benjamín adivinaba las tormentas antes que se formaran y la luna quedaba, como un cometa sin viento, vaya a saber en qué lugar escondida.

 

En verano el espectáculo era aún más maravilloso. Como estábamos en vacaciones mi madre nos permitía quedarnos despiertos hasta tarde. Mis hermanos jugaban en las calles sin tiempo del pueblo, mi madre hilaba hasta altas horas de la noche en la cocina y yo la acompañaba, paradita al borde de la ventana, con los ojos absortos en el patio vecino.

 

–Margarita, ¡vas a quedar bizca! me decía mi madre. ¿Por qué no jugás con tus hermanos?

 

–Me gusta estar acá, mamá. Le decía cariñosamente como para que no me retara, y entonces seguía, con la mirada fija, observando al Benjamín de los Torres remontando la luna. A medida que el satélite se movía en el cielo, Benjamín se inclinaba a su paso.

 

Empezaba sentado, seguía recostado con los codos apoyados en la tierra y terminaba a media noche panza arriba, con la cabeza sostenida con alguna almohada improvisada.

 

Pero siempre con la mano derecha cerrada por completo, moviéndola de vez en cuando, como para que el hilo se mantuviera siempre tenso y la luna no terminara por caerse.

 

Yo lo vi durante años, hasta que la adolescencia le llegó sin reclamos, y él seguía, no importaba en qué fase de la luna, ascendiéndola hasta el centro del cielo donde ya no se desplomaría y entonces él podía ir a conciliar el sueño.

 

Pero la adolescencia le trajo mucho más que cambios en su cuerpo. Ya no pasaba inadvertida su actividad nocturna (y vaya a saber por qué) su madre tomó la determinación más nefasta. Cuando fueron a buscarlo, el pueblo entero presenció el último día que lo vimos.

 

-¡Vayan adentro! Dijo mi madre secándose una lágrima. Ya era tarde. Con lujos de detalle vi al duende de la luna con chaleco de fuerza, mirándome asustado y con recelo.

 

Ahí está la diferencia. A lo raro, a lo distinto, a lo desconocido, le ponemos una mordaza.

 

Los tratamos de “loquitos”, los encerramos en un calabozo sin rejas, sin más llaves que unas drogas que les detengan los sueños.

 

Juro que el Benjamín de los Torres era el duende de la luna y la remontaba. Y la seguirá remontando, seguramente, desde algún hospicio, donde por alguna ventana pueda sacar su mano para hacerlo.

 

Yo vi el hilo tensado entre su mano y la luna. La vi moverse cuando estiraba su brazo. La vi aparecer cuando él se detenía en el claro del patio.

 

-Margarita ¿Estás bien? Dijo mi madre mientras se llevaban al “loquito” Torres.

 

-Sí mamá- le contesté, sin dejar de mirar los ojos del duende de la luna, que me dejaba sin paisaje, y me robaba ese día un poco de mi alma, porque mi elección fue el silencio, el silencio que me dejaba del lado de los cuerdos, de lo conocido, de lo aceptable…(Lisa Segovia)

 

' '

¿Querés recibir notificaciones de alertas?