Martes 16 de abril 2024

La Maga: "Formulario rosado"

Redaccion Avances 14/11/2022 - 11.00.hs

La Maga hoy nos ofrece “Formulario rosado”, cuento urbano de José Navarro, autor pampeano nacido en 1954. Algunos sabrán de él por su actividad profesional de veterinario, como egresado de la UNLPam que es. Otros, por su presencia en el escenario cultural.

 

José Luis Navarro *

 

Sin dudas muchos más identifiquen a José Navarro, atinadamente, con un libro increíble: “Viaje por el Salado”. José Luis es el autor del relato editado en 2014, pero también es uno de los tres protagonistas de la travesía inverosímil de navegar un río que ya en este punto forma parte del mito pampeano: río intermitente que brilla o se pierde en las grietas terrosas, como ocurriría alguna vez con la ciudad legendaria de “El Dorado”. (**)

 

Formulario rosado

 

Me decidí a pagar, sin hacer ningún reclamo, una multa injusta que dos “zorras” me hicieron en el centro. Me resultaba mucho más práctico pagar aquel papelucho rosado que ponerme a pleitear con la municipalidad. Eso es lo que pensé hasta que llegué a las cajas de cobranza; la cola era larga, deformada, iba y venía varias veces y a duras penas pude identificar el final o sea el lugar que yo debía ocupar.

 

Era tarde para arrepentirse porque ya había aplazado todo lo que podría haber hecho esa mañana.

 

Este lugar de la municipalidad cuenta con el frente vidriado por donde uno puede ver el exterior en panorámica y así entretenerse del tedio que significa el avance pesado de la fila.

 

En esos momentos el nivel de expectativa diversional baja de tal forma que un simple bichito que camine por la pared se convierte en un espectáculo atrapante. Tuve más suerte en la búsqueda de divertimento, acerté a fijar la vista en una anciana que desde la vereda de enfrente se animó a cruzar. Se trataba de la avenida Argentina que cuenta con una amplia rambla en el centro, de modo que la viejita podía cruzar la calle en cuotas. Miró a su izquierda, de donde venían los autos, lentamente fue avanzando; los conductores que acertaron a pasar en ese momento frenaron y esperaron reverentemente. Al atravesar la rambla se detuvo frente a un ceibo a contemplar las flores y por último concluyó el cruce de la avenida. No me pareció tanto el tiempo que invirtió en llegar de un lado al otro, considerando su menguada velocidad para caminar. Me sorprendió un poco que conservara el rumbo hacia el edificio municipal y no sólo eso, encaró la puerta de entrada, de vidrio, pesada, y enfiló directo a donde yo estaba. Una señora anciana, chiquita por los años y bondadosa de sólo verla. Esa gente genera una actitud de complacencia y más en mí que en cada anciana veo a mis abuelas, que no llegué a conocer. Decidida avanzó mirándome a los ojos, como para establecer contacto y con una sonrisa candorosa, como si realmente fuera su nieto, me dijo:

 

– ¿Usted no me cuidaría el lugar? Yo tengo que ir acá no más, a la lanera de enfrente.

 

– Sí, por supuesto – le contesté – vaya tranquila que yo me encargo – Mucho más estaba dispuesto a hacer por ella si me lo pidiera.

 

– Muchas gracias, que Dios se lo pague con una novia linda – me respondió con picardía y dio media vuelta para desandar el camino– no estaría mal, pensé, pero no podría llamársele novia; ya era casado.

 

La vi cruzar nuevamente y de la misma forma, y entrar al local de la lanera. La lanera, era lanera en invierno, pero en verano, yo recordaba bien que era una heladería. ¡Qué bien aprovechado el local, por más que fueran dueños!; eso se llama optimizar el uso de los recursos, pensé.

 

Allí me quedé sin saber que más mirar, pensando que yo era el último y cuando volviera la abuela debería explicarles a los que se fueran acoplando que ese lugar era de ella y yo el encargado de cuidárselo; o resignar mi puesto en su favor e ir al final de la cola por segunda vez.

 

Tengo por cierto que no es necesario inmolarse para que otras personas se complazcan. Y era el momento de probarlo. Debería ocurrir un pequeño milagro o lo que se pareciese para que yo no perdiera mi turno y la anciana tuviera el suyo. Lo pensé hasta como una cuestión lúdica.

 

Era ateo, o por lo menos agnóstico, o como mínimo, renegado contra los curas que me hicieron ir todos los días a misa durante el ciclo primario y parte del secundario.

 

Muy ateo pero sólo hasta que te llega el agua al cuello; en ese momento uno se acuerda de todo lo que le enseñaron esos mismos curas y no te alcanza la velocidad del pensamiento para pedirles a todos los santos, los ángeles y cuanto otro ser divino pueda interferir, para que actúe y regrese la armonía. El mismo Dios, como si fuera un mandadero, más de una vez es exigido para resolver rápidamente las iniquidades que construimos con tenacidad indolente. No era éste el caso, éste si ocurriera, sería un milagrito de poca monta, pero sí reconozco que ante cualquier problema, aunque no fuera tan importante, recurro invariablemente al mismo protocolo:

 

“Flaco querido, mirá en que problema me metí. Yo no tengo drama en hacer cola de nuevo si la situación me obliga, pero sé que vos podés resolverlo con media palabra, con un gesto sin terminar. Así de fácil. Y no pienses que te estoy tentando; que vos tenés que componer esto para que yo siga de tu lado. Es sabido que ya estoy jugado con vos” P.D. Si vos estás ocupado puede venir algún ayudante tuyo: ángel, santo o espíritu encarnado o des, que pueda con esto.

 

Veinte personas había atrás mío, la situación era irreversible. Yo ya estaba seguro de que la providencia debería intervenir, pero cómo. Me dispuse a no perder detalle de lo que fuera a ocurrir porque si bien en otras oportunidades me habían ayudado, siempre se presta para que algún escéptico diga que fue por casualidad. Salí de mi abstracción para ver que la abuela dejaba la lanera y comenzaba otra vez el itinerario conocido. Observé para todos lados y la cola seguía igual, la gente permanecía inmutable y yo cada vez más ansioso esperando que se abran las aguas.

 

Subió los escalones de entrada, abrió la puerta y entró.

 

Seguía sin pasar nada, todo igual. Avanzó un poco mirando la cola y tratando de ubicarme. Al verme esbozó una sonrisa y enderezó hacia donde estaba. Desahuciado pensé: “deberé hacer la cola desde el final, dejaremos la alquimia de los prodigios para otro día”. Ya a tres pasos hizo más evidente su sonrisa de agradecimiento y comenzó a hablarme. No pude atenderla porque del otro lado de la fila me tocó el brazo una empleada de la municipalidad y me dijo:

 

– Yo cobro las multas, si quiere pase por acá, donde está mi caja, usted es el único con formulario rosa – logré darme vuelta a tiempo para terminar de atender a la antigua dama que no dejaba de agradecerme.

 

Miré nuevamente a la empleada, aún incrédulo de lo que estaba viviendo, no ya por la solución de mi pequeño problema, sino por la dulzura de Briana, estudiante chilena.

 

Nuestra relación como amantes duró todo aquel año, que fue lo que tardó en recibirse y volver a su tierra.

 

Para mí, el ángel era la vieja, ¡Qué querés que te diga!

 

 

* Autor

 

** Compiladora: Gisela Colombo, docente y escritora

 

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