Jueves 18 de abril 2024

Nunca es tarde

Redaccion Avances 11/09/2022 - 06.00.hs

Cada 11 de septiembre se celebra en la Argentina el Día del Maestro y la Maestra, en conmemoración al fallecimiento de Domingo Faustino Sarmiento, considerado el “padre del aula”.

 

Juan Carlos Martínez *

 

Mario había trabajado más de treinta años en el ferrocarril. Su vida de ferroviario la hizo como cambista en el tiempo de los ingleses. Cuando las máquinas eran alimentadas a carbón, leña y luego a petróleo. Se jubiló pocos años después de la llegada de las locomotoras eléctricas. Mario llevaba en sus venas sangre de ferroviario como la de su padre, un inmigrante italiano que trabajó como peón en la construcción de cientos de kilómetros de vías. De aquellos caminos de acero a cuya vera nacieron centenares de pueblos en la inmensa geografía de este país. Pueblos que fueron languideciendo poco a poco a partir del desguace de los ferrocarriles que comenzó en la década de los sesenta con Frondizi y terminó Menem en los noventa.

 

La madre de Mario era una gallega analfabeta que llegó a la Argentina en uno de los barcos que partieron del puerto de Vigo, como lo hizo la mayoría de los inmigrantes de España expulsados por las guerras y el hambre. La única escuela que conoció aquella mujer fue la del trabajo. Trabajar y parir hijos era en aquellos tiempos el destino de muchas mujeres. Ella tuvo ocho hijos: tres mujeres y cinco varones, de los cuales Mario era el menor.

 

Mario no se adaptaba a la nueva vida a la que le obligó su retiro de la actividad laboral. Deambulaba por el barrio como un paria sin destino, los días se le hacían interminables, pasaba horas y horas en un boliche jugando a las cartas, volvía a su casa a la hora del almuerzo, a la tarde se repetía la rutina hasta que el sol se perdía en el horizonte pampeano, cenaba con su esposa, mujer de pocas palabras y al primer bostezo otra vez a la cama a la espera del nuevo día que sería como los anteriores.

 

Cuando la monotonía de su vida y los tres atados de cigarrillos negros que consumía diariamente amenazaban con afectar su salud, el propietario de una empresa que conocía a Mario desde que era un niño le propuso trabajar como encargado del depósito de su ferretería. Tres horas a la mañana y tres a la tarde, una buena remuneración comparándola con la que percibía como jubilado, sábados y domingos descanso, quince días de vacaciones y todo lo que necesites, le dijo el amigo. –Me tiene que traer su documento–, le dijo una de las mujeres que trabajaba en la sección administrativa. –¿No lo tiene encima?–, le preguntó.

 

–No–, le respondió Mario. –Mañana se lo traigo–.

 

En aquel tiempo la gente no andaba con los documentos encima, mucho menos en los pueblos chicos donde todo el mundo se conocía.

 

Al día siguiente, Mario se dirigió a la administración y puso en manos de la empleada su documento de identidad. Cuando la mujer comenzó a tomar sus datos personales se detuvo un instante como si alguna duda la hubiese paralizado.

 

Perdón, don Mario, pero en su documento usted figura con el nombre de Carlos Felipe... no entiendo.

 

Fue entonces cuando Mario le contó a la empleada la increíble historia que había detrás de su identidad.

 

Cuando su madre estaba muy cerca de parir al último de sus hijos –tal como había hecho con todos ellos– dijo que si era mujer le pondría María y si era varón sería Mario. En ese tiempo, salvo en el caso de las familias acomodadas, las parteras atendían los partos a domicilio. ¡Varón! dijo a viva voz la mujer y a partir de ese momento Mario se sumó a la prolífera familia de los Casanelli.

 

Feliz por la llegada de su octavo vástago, Antonio, el padre de Mario –como era su inveterada costumbre cada vez que se agrandaba la familia– antes de ir al Registro Civil se fue de copas al boliche a festejar con sus amigos el nacimiento del último de sus hijos. Cuando el juez le preguntó el nombre que había elegido para el niño, el tano se rascó la cabeza, trató de ordenar sus ideas perturbadas por los efectos del alcohol ingerido en el boliche e hizo un supremo esfuerzo para recordar el nombre elegido por su mujer. Me parece que empieza con… no me acuerdo, dijo con su voz alcoholizada y sin dejar de rascarse la cabeza como si quisiera recuperar la memoria que el exceso de copas había borrado de manera preocupante. La indecisión de Antonio se prolongó unos minutos más, hasta que el juez, cargado de fastidio, le pidió con tono imperativo una decisión.

 

Bueno, ponele Carlos Felipe, dijo Antonio que había llegado al Registro Civil acompañado por dos amigos que compartieron el festejo en el boliche y que harían las veces de testigos. El olor a alcohol resultaba insoportable para el juez y su secretaria y esa circunstancia aceleró el trámite que finalizó cuando Antonio y sus dos amigos firmaron con bastante dificultad el acta de nacimiento de Carlos Felipe.

 

A su regreso a casa, Antonio fue directamente al baño, se lavó la cara para liberarse de la resaca alcohólica y fue al encuentro de su mujer que en ese momento tenía en sus brazos al muchachito que ese día cumplía tres meses de vida.

 

¿Lo anotaste al Mario? preguntó la mujer mientras guardaba la partida en un armario del comedor. Como la gallega no sabía leer ni escribir, Antonio, que ya había recuperado su lucidez, contestó afirmativamente. Tuvo que mentir para salir de aquella encrucijada porque si confesaba su olvido seguramente que sería destinatario de una fuerte reprimenda.

 

A partir de ese día, soy Mario, siempre me llamaron Mario, le dijo a la empleada que siguió con suma atención su relato.

 

Sorprendida por la historia que acababa de escuchar, la empleada le hizo otra pregunta. ¿Y su madre, nunca se enteró que usted no es Mario sino Carlos Felipe?

 

Esa es la otra parte de la historia que le voy a contar. Mi madre se enteró de mi verdadero nombre cuando fue a anotarme al colegio cuando yo tenía diez años. En aquellos tiempos, muchos chicos comenzábamos el colegio a los diez, doce y hasta los quince años, sobre todo los hijos de trabajadores o de hogares muy pobres. Otros ni siquiera comenzaban el colegio porque temprano se convertían en mano de obra para ayudar a atenuar la pobreza de sus hogares.

 

Vengo a anotar a mi hijo Mario, dijo mi madre cuando, acta de nacimiento en mano, accedió al escritorio de la directora de la escuela. La docente comenzó a escribir pero se detuvo cuando advirtió que aquel chico no se llamaba Mario sino Carlos Felipe. Disculpe señora, pero su hijo no se llama Mario, se llama Carlos Felipe.

 

Mi madre reaccionó con furia, como si le hubiesen dado una bofetada en la boca. ¿Cómo me va a decir usted que mi hijo no se llama Mario, yo lo he parido, soy su madre y usted me le va a cambiar el nombre? ¡Coño, parece una broma!

 

¿Pero señora, usted no ha leído la partida de nacimiento? – deslizó la directora.

 

La mujer bajó la cabeza como avergonzada, como si se sintiera culpable de algo. Entrecruzó sus manos como si fuera a rezar, lentamente levantó la cabeza, miró a la directora con sus ojos acuosos y con voz casi imperceptible, contestó: no sé leer, señorita.

 

Un rayo de tristeza cruzó por el rostro de aquella docente, se levantó de su asiento, fue al encuentro de la mujer, le dio un abrazo, besó su helada frente y le dijo con un aire de ternura... no importa, usted tiene esa sabiduría de las personas que leen todo lo que enseña el alma humana. Yo le puedo enseñar a leer y escribir, puedo ir a su casa dos veces por semana... lo haría con mucho gusto, nunca es tarde, le dijo la directora, una docente que a lo largo de su vida había abierto muchos surcos para sembrar abecedario. Aquella maestra siempre decía que uno de los peores enemigos de la humanidad era el analfabetismo.

 

Cuando mi madre volvió a casa, ya distendida por el cálido consejo de la directora del colegio, sin reprocharle nada a mi padre por haberle ocultado el involuntario cambio de mi nombre, nos sorprendió a todos con su anuncio: voy a aprender a leer y escribir... la directora vendrá a casa dos veces por semana.

 

Un año después, aquella gallega dejó de andar por la vida a ciegas, ya no ponía el pulgar para firmar, lentamente leía las cartas que llegaban de su añorada Galicia y hasta llegó a leerles algún cuento a sus nietos.

 

Mi madre –dijo Mario– siempre recordaba aquella lejana experiencia y no se cansaba de repetir el sabio consejo de la directora de mi escuela. Fue decisivo para que ella se animara, ya de muy grande, a aprender a leer y escribir.

 

Tenía razón: nunca es tarde.

 

 

Nota del autor: Esta historia es real. Sólo es ficticia la identidad del protagonista. Vale la pena reproducirla para reivindicar el maravilloso aporte de aquellos docentes, en su mayoría mujeres, que nos enseñaron y nos siguen enseñando a leer y escribir en las escuelas públicas. Que es como alumbrar nuestras vidas para que no vivamos a oscuras.

 

* Periodista

 

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