¿Justicia imparcial debajo de una cruz?
Con su reciente decisión de negarse a retirar símbolos religiosos católicos de las oficinas judiciales, el Superior Tribunal de Justicia ha venido a reiterar una preocupante tendencia a ignorar la vigencia de los tratados internacionales sobre derechos humanos que obligan al país y comprometen su responsabilidad internacional. El fundamento de esta negativa reposa en que, según la interpretación del STJ, la exhibición de íconos católicos no violaría la libertad de cultos, y sería coherente con el sostenimiento de esa religión por parte del Estado argentino.
Sin entrar a discutir este dudoso argumento, lo cierto es que existen otros derechos fundamentales -además de la libertad religiosa- que se ven afectados por esta manifestación sectaria. El principal es, desde luego, el derecho de todo ciudadano de acceder a un servicio estatal de justicia imparcial, consagrado no sólo en la Constitución, sino también en varios tratados internacionales a los que el país ha adherido y erigido como integrantes de su orden constitucional.
¿Qué garantía de imparcialidad podría tener, por ejemplo, un testigo de Jehová que presentara su objeción de conciencia ante un tribunal de manifiesta orientación católica? ¿Qué decir de algún integrante de los pueblos originarios, cuyos ancestros fueron masacrados en nombre de la religión cristiana? ¿Qué confianza podría tener en un juez que exhibe ostensiblemente su pertenencia a ese culto?
Entre los íconos católicos, los crucifijos plantean una situación bastante especial, dado que -independientemente de su valor simbólico para los cristianos- es insoslayable que desde su propio origen, esos artefactos eran instrumentos de tortura y muerte. La crucificción representaba una forma particularmente cruel de aplicar la pena de muerte, ya que el condenado podía pasar varias horas de atroz sufrimiento antes de fallecer. Incluso en países que todavía toleran la pena de muerte -como los Estados Unidos- se prohíbe su aplicación mediante métodos que impliquen sufrimientos innecesarios para el condenado.
Para la religión católica, que durante siglos contribuyó activamente al desarrollo de la tecnología en materia de tortura -para su empleo en los tribunales de la Inquisición- podrá resultar tolerable la exhibición de estos dispositivos que con tanta crudeza representan lo peor de la crueldad humana. Pero en nuestro actual sistema jurídico, no sólo está prohibida la pena de muerte -tanto que ni siquiera una reforma constitucional podría reinstaurarla- sino que también está expresamente prohibida la tortura en todas sus formas, existiendo convenciones internacionales que se ocupan del tema en detalle.
Que un tribunal de derecho contemporáneo exhiba públicamente un símbolo de dos prácticas legalmente vedadas -como la tortura y la pena de muerte- es cuando menos un contrasentido. Si a ello se le agrega que esa exhibición no es meramente decorativa, sino indicativa de una ideología que regiría los actos judiciales, la situación es directamente preocupante.
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