Miércoles 17 de abril 2024

Una historia personal y social

Redacción 17/12/2021 - 00.56.hs

Solo un poeta, y a la vez un hombre de ciencia, como Edgar Morisoli pudo acuñar esa hermosa y a la vez terrible expresión: "diáspora saladina" para hablar de la tragedia que padecieron los habitantes del oeste pampeano cuando dejaron de correr los ríos Atuel y Salado. Hace ya medio siglo que los pampeanos hicimos propio ese grito y lo convertimos en bandera para lanzarnos a la larga lucha por los ríos robados. El brutal despoblamiento humano de nuestro oeste avanzó conforme avanzaba el desierto sobre lo que hasta entonces había sido un ambiente rico en agua y en vida vegetal y animal. Pero hubo pobladores que se quedaron, resistiendo la extrema dureza de un ambiente que se volvía cada vez más hostil, y con muy pocos recursos hicieron de la supervivencia un estilo de vida.

 

Este diario acaba de publicar la historia de una de esas personas; una mujer, Luisa Miranda, quien relató su áspera experiencia vital y cómo pudo superarse a pesar de las adversidades.

 

Resulta imposible no emocionarse con su narración, que muestra la dimensión humana del sufrimiento pero también del espíritu indómito de superación; y a la vez los cambios socioculturales que posibilitaron darle cauce -nunca más apropiado el término- al torrente de inquietudes que Luisa Miranda expresaba desde su niñez. Hija de madre soltera, nacida en un humilde rancho a orillas del Salado; niña-trabajadora para ayudar a su mamá que "lavaba para afuera"; a los 15 años ya estaba casada y en poco tiempo tuvo siete hijos; su esposo murió prematuramente y la dejó al frente de una familia numerosa en la soledad de un puesto rural. No pudieron ser mayores los padecimientos y los obstáculos que la vida le impuso; pero su tenacidad la llevó a querer recomenzar, una vez criados los hijos, la escuela primaria que había abandonado en su niñez para ir a trabajar. Y luego de terminarla, empezar y concluir los estudios secundarios a sus 77 años. La fotografía que la muestra portando la bandera es una imagen poderosa de esa lucha tenaz. Que dos mujeres la flanqueen como escoltas es, también, todo un signo de estos tiempos.

 

Pero este homenaje al temple de una mujer estaría incompleto si no se menciona a la escuela pública. Porque fue la que posibilitó que Luisa Miranda pudiera educar a sus hijos en escuelas hogares y, más tarde, la que la recibiera en sus aulas. Con docentes que la guiaron y estimularon para que no se quedara solo con la primaria y se atreviera a la secundaria.

 

Cuando las y los normalistas pampeanos -en tiempos en que nacía Luisa Miranda- partían hacia las escuelas de la selva misionera, como Ricardo Nervi, hacia los confines de la cordillera patagónica, como Julián Ripa, o hacia los más remotos parajes como tantos otros, sabían que estaban protagonizando una gesta educadora que buscaba llegar hasta el último habitante del país.

 

Esa conciencia que despertó la educación pública, laica y gratuita, garantizada con la presencia activa del Estado, es lo que permitió que los y las Luisas de todo el país tuvieran la oportunidad de educarse. No hay que cansarse de hablar de esto; y menos en tiempos de ofensivas retrógradas.

 

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