Martes 16 de abril 2024

Ya no es tiempo para ingenuidades

Redacción 08/09/2022 - 08.12.hs

Lo que hay que revisar es por qué los procesos de cambio y progreso que los sectores populares tardan años en madurar, con gran esfuerzo y sangre derramada, terminen borrados por la derecha de un solo plumazo.

 

JOSE ALBARRACIN

 

La frustante experiencia vivida este domingo tras el plebiscito que se pronunció por el rechazo a la nueva constitución nacional de Chile, debería servir como un llamado de atención a las fuerzas progresistas del continente. Que casi dos tercios de los chilenos hayan votado en contra de cambiar la constitución heredada de la dictadura de Augusto Pinochet, apenas tres años después de la estallido social que demandó el quiebre de ese "status quo" político, tiene explicaciones varias, como también varios responsables. Lo que no puede hacerse, en este análisis, es volver a caer en la ingenuidad de subestimar al poderoso enemigo que se enfrenta, ni a los medios espurios con los que este se las arregla para mantener sus privilegios.

 

Democracia.

 

No hay dudas de que el referéndum es una herramienta formidable de democracia directa. Sin embargo, su empleo en casos como el chileno debería ser revisado. Una cosa es consultar la voluntad popular, para que se pronuncie por sí o por no respecto de un tema puntual y concreto. Y otra muy distinta es plebiscitar un texto constitucional, de enorme complejidad, que si se desmenuzara en su contenido, norma por norma, probablemente hubiera arrojado resultados muy diversos. En el sistema argentino, sin ir más lejos, la reforma constitucional no debe ser plebiscitada, y para definir su contenido basta la voluntad de los convencionales que fueron electos a tales fines por el voto popular.

 

Como se planteó la cuestión tras los Andes, la elección terminó funcionando como un voto a favor o en contra del flamante gobierno asumido este año, que -más allá de su impericia y su inexperiencia- claramente no puede ser responsabilizado al cien por ciento por la crisis económica que heredó, agravada además por los efectos de la pandemia.

 

No hay cómo ocultar lo catastrófico del resultado. Incluso, desde las formas democráticas, esta elección tuvo mayor legitimidad que las habituales en Chile, ya que el voto fue obligatorio. Y cabe preguntarse de dónde saldrán las energías para iniciar un nuevo proceso de reforma constitucional, malogrado como ha sido el impulso que se arrastraba desde la pueblada de 2019.

 

Fake.

 

Esto no quiere decir que los sectores conservadores hayan ganado limpiamente. Como ya resulta habitual, el clima electoral se vio ampliamente contaminado, hasta prostituido, por las noticias falsas que se propagaron tanto en redes sociales, como en los propios medios de comunicación, hasta los más tradicionales y "respetables".

 

La lista de mentiras a la que se sometió al electorado es interminable, incluyendo el peligro de que se instaure el comunismo, se incauten los bienes de los ciudadanos, se establezca una dictadura de los pueblos originarios, o se autorice a las mujeres a abortar incluso hasta poco antes del momento del parto.

 

Ese discurso caló hondo, hasta entre los sectores más vulnerables, y más necesitados de adquirir nuevos derechos como los que les garantizaba el texto ahora rechazado. Que incluso en la población carcelaria -que votó por primera vez- se haya acompañado el resultado general, resulta desalentador.

 

El nuevo texto sólo obtuvo el favor de los votantes en algunos pocos distritos urbanos de Santiago y Valparaíso. Del otro lado, el rechazo fue abrumador entre los votantes del extremo norte del país -donde campea la fobia contra los inmigrantes bolivianos o peruanos- y en el sur patagónico, donde está muy extendido el rechazo a los reclamos de los pueblos originarios mapuches. Un ítem político tóxico, de muy reciente importación en la Argentina.

 

Esfuerzo.

 

Lo que hay que revisar es cómo resulta posible, que los procesos de cambio y progreso que los sectores populares tardan años en madurar, con enormes esfuerzos y con sangre derramada, terminen borrados por la derecha, literalmente, de un sólo plumazo. En Chile parece haber colaborado una cuestión de "timing", ya que al momento de votarse el domingo, se había licuado buena parte de la energía popular que impulsó la reforma, menguada tanto por la pandemia, como por el desencanto con las nuevas autoridades.

 

Viene al recuerdo el caso colombiano en 2016: tras más de seis décadas de guerra civil, y miles de víctimas fatales, un trabajoso acuerdo de paz obtenido entre el gobierno y las organizaciones guerrilleras, cayó derrotado en un plebiscito que -como en Chile- estuvo precedido de una campaña electoral plagada de falsas noticias y apelaciones al miedo.

 

En Argentina no fue un plebiscito, sino un DNU, el que de la noche a la mañana destruyó por completo la reforma mediante la cual las fuerzas populares, tras años de debate y creatividad, habían suplantado la ley de medios de la dictadura, por un texto democrático y plenamente constitucional, que garantizaba la libertad de expresión y evitaba la formación de monopolios en el campo de la comunicación masiva.

 

El gobierno chileno ha acusado el golpe, ha introducido cambios en su gabinete, y ha convocado a una nueva ronda de diálogo para retomar el camino de la reforma, respetando la voluntad popular. Le queda un enorme esfuerzo y un tiempo considerable por delante. Haría bien en no caer en la ingenuidad de suponer que sólo con las buenas intenciones podrá desmontar la férrea estructura de privilegios que las clases acomodadas se garantizaron en la actual constitución, escrita con la sangre de las víctimas de la dictadura.

 

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