Viernes 12 de abril 2024

Colón y la luna roja

Redacción 14/10/2018 - 00.09.hs

De cómo Colón se salvó por gracia de la luna roja. Tal es el título del cuento en el que la escritora Gisela Colombo imagina un encuentro entre el Almirante y los nativos, días previos y durante el 26 de junio de 1504.
Gisela Colombo *
Cuenta don Hernando Colombo, hijo de Cristóforo, el Almirante, que después de la fundación de Santa María de Belén su padre estrechó vínculos con los guaymis. Durante un tiempo, la paz reinó entre visitantes y anfitriones. Aunque llegó el día en que los invasores dejaron traslucir el deseo de convertir al cristianismo hasta a las flores de Abisinia. Y cuando el saqueo dejó caer la máscara del trueque justo entre espejitos de colores, bacinillas inmundas de España y el oro bruñido por las entrañas de América, irrumpió el conflicto. La rebelión prendió entre los nativos y se extendió con tanta virulencia como la misma viruela de los barcos. Resistieron los indios y provocaron por fin la fuga del Almirante y sus hombres.
Quiso la suerte que no fuera simple la partida. Los nativos habían sabido hacer alianzas convenientes. Un ejército de moluscos venía minando la cruzada española mientras agujereaba los cascos de las naos en su voracidad maderera. "Termitas marinas" podría haberse titulado. Los indígenas fueron mejores publicistas. La plaga que ahuecó las paredes de las embarcaciones llevaba el sugestivo nombre de "Broma", como si aquellas huestes hubieran sido enviadas directamente por Madonna Natura para vindicar a las víctimas. Quien se alzó como segunda alianza de los guaymis fue la irreverencia del agua, elemento sedicioso si los hay, y también vástago de doña Natura. Ellos supieron contrarrestar los abusos castizos por un tiempo.
Así, las naves zozobraron sin remedio a pesar del bombeo permanente en las cubiertas. Los marineros pasaron horas llenando sus cubas de agua salada para devolverla al mar. Pero entretanto, la salmuera filtraba por la base carcomida y lograba cíclicamente igualar el caudal que caía por la borda. Ya llevaban perdida una carabela cuando el Almirante tomó su decisión. Debía llegar, como fuera, hasta aquella isla que la posteridad llamó Jamaica.
Una segunda nave se rindió. Se precipitó a dormir entre los peces , permeando los miles de agujeritos que la broma le había impuesto. Morían de tal guisa la "Capitana" y la "Santiago". Las naos "Gallego" y "Vizcaíno" siguieron viaje y, pese a la tormenta, depositaron a las tripulaciones en la isla el 25 de junio de 1503.
Los hermanos Pinzón pudieron ser más célebres, pero los Porras no les fueron en zaga. Se hicieron conocer muy bien por las jamaiquinas, aunque a juzgar por la resistencia de ellas, quizá con una irrupción algo invasiva. Luego penetraron también la carne de sus hombres con menos placer, valiéndose esta vez de otro tipo de vainas. Sables como aquellos que los taínos tomaban por el filo a causa del desconocimiento.

 

La inocencia, a veces, sangra.
Cuando el Almirante lo supo, ya era tarde, los indios habían retirado la provisión de alimentos y abrigo. Y estaban en pie de guerra. Los hispanos desesperaron y dejaron ver el estupor en sus rostros, que es hábito obstinado de los pobres llevar esos ojos azorados tan propios del hambre.
Cristóforo supo qué hacer. "Saber es poder", habrá pensado. Y pidió el auxilio de su Dios misericorde, quien le habló por medio de un tratado de astronomía de Regiomontano: "Eclipse lunar. Fecha: 26 de junio de 1504." El azar le había hecho cargar entre los cuadernos para bitácoras el texto "Tabulae directionum", fechado en 1465, que presagiaba el eclipse. Johann Müller von Könisberg había listado fenómenos astronómicos para décadas, incluso éste, que estaba pronto a producirse. Tal ubicuidad tuvo el auxilio providencial que el Almirante lo halló el 23, apenas unos días antes de que la luna se pintara en sangre.
Un devoto caballero como el genovés no osaría rehusar el socorro celestial. Por lo cual, convocó en embajada a los líderes indígenas que en nada podían compararse a Moctezuma, ni a figura semejante.
Más parecían pobres caciques de una civilización sin escritura ni cálculos estelares. Y por lo visto, eso eran. Porque fueron al encuentro del Almirante pero jamás lograron detectar las argucias del viejo mundo.

 

Lo que oyeron de su boca debió sonar así:
-No los convoco en mi condición de autoridad entre los castellanos. No se trata de nosotros. Ni de nuestras relaciones con su pueblo, -dijo con un ritmo notoriamente pausado por darle a las Lenguas el tiempo necesario para traducir. -Hablo hoy por cuestiones sagradas. Me erijo en emisario de nuestro Santo Dios, y vengo a advertirles sucesos aciagos.
Nuestro Señor del Cielo ha rebasado su paciencia. Su enojo arribó a límites peligrosos. Las ofensas que le han hecho no merecerían indulgencia de sus dioses vengativos. ¿Por qué habría de eximirlos Él de la pena que se han echado encima?
Las mujeres que intentaban la traducción discutieron en susurros unos segundos antes de que la más joven se aventurara a poner en palabra vernácula lo dicho. Los caciques miraron inexpresivos, como si no hallaran todavía el sentido del parlamento. El Almirante continuó:
-En oración me ha revelado Nuestro Señor lo que su furia decidió. Los privará de aquí en delante de la luz del astro nocturno. Eso significa que se llevará la Luna a las Alturas invisibles, al sitio diáfano que se alza más allá de toda niebla. Y lo hará para que los impíos que faltan a la caridad y el consuelo del prójimo queden mutilados de toda guía y se sumerjan en la oscuridad cosechada por la ignominia de sus actos.
El discurso fue pronunciado con pausa hasta el final. Cristóforo habló en tono ritual, al tiempo que observaba cómo se demudaban los rostros de los tres sujetos que representaban a las tres tribus. Los mismos que se habían presentado en la tienda. Estaban tan pálidos como puede estarlo un moreno como ellos. Vio en sus ojos el horror; en sus miembros inmóviles, el estupor y la culpa. Por fin, en el más viejo creyó descubrir el arrepentimiento. Pero no dijo más. Sabía que las horas traerían las pesadumbres necesarias y el miedo epidémico.
Estos aborígenes no tenían efemérides ni mapas astrales. No había calendarios que pudieran disentir con el astrónomo alemán ni con el nuevo profeta.
No conocían tampoco los artilugios europeos de la mentira, soberana de un mundo envejecido, que llevaba olvidada la ingenuidad hacía muchos siglos. Con el peso en las espaldas , los caciques regresaron vencidos. Supieron compartir el mensaje conservando una calma endeble. Unas horas después las tres comunidades se reunían bajo las estrellas por debatir qué ofrendas podrían detener el alud que se les venía encima. Después, la comunidad completa veló y compartió el tiempo que creyeron la última visita de la Luna.
Cuando el eclipse por fin sucedió, ya se había propagado la resignación. El astro se tornó una esfera de sangre y el terror se hizo creciente. En un rapto de desesperación común, los líderes regresaron a la tienda del Almirante y cuando fueron atendidos al cabo de una espera minuciosa en su cálculo, le rogaron que hablara con Dios. Que intercediera por ellos, que pidiera clemencia para las tribus...
Y Cristóforo, fingiendo el temor de Dios y las dudas respecto a represalias que podría tomar contra él, se limitó a despedirlos, con un rictus que más bien era una mueca para no soltar carcajada.
Previendo que nadie se alejaría de allí hasta que hubiera una respuesta segura, el Almirante interpretó su escena: se encerró en soledad durante cincuenta minutos que midió con el mismo reloj de arena con el que había calculado las fases del eclipse.
Por esos granos de piedra molida supo que faltaba apenas un cuarto de hora para que el fenómeno estelar comenzara a remitir. Una vez cumplido el tiempo, salió de la tienda y con proclama solemne, anunció la buena nueva:
-Nuestro Dios, en su infinita omnipotencia concede la misericordia a vuestras tribus, con la única penitencia de que continúen ofreciendo alimento y hospitalidad a los foráneos. Y será el primer mandamiento, en adelante: No faltarás a los votos de caridad en favor de los hombres barbados, que el Señor envió como profetas a las Indias.
Una exclamación se alzó de sus bocas. Y después, el silencio litúrgico... Algunos españoles sofocaron el divertimento, porque temieron que la universalidad de la burla pudiera ser comprendida más allá de toda traducción.
El Almirante no terminaba de pronunciar sus palabras cuando los indígenas comenzaron a notar cómo el satélite de la Tierra perdía su aspecto sangriento y volvía lentamente a su estado natural.
Los gritos de júbilo de los nativos vencieron por un tiempo el temor.
En tanto que los hispanos se sonreían cómplices y aprovechaban la algarabía para encubrir las risotadas de los más ruidosos. Gozaban de ser en la contienda aquellos que habían superado la inocencia y acababan de usar el saber como un sable seguro, para hacer sangrar al cielo.

 

* Escritora

 

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