Martes 09 de abril 2024

La infancia del “Indio” en una foto

Redacción Avances 23/05/2021 - 12.14.hs

El autor del artículo encuentra una fotografía de 1952 y rememora su amistad con el niño Mario Paladino, quien años más tarde se convertiría en un gran boxeador, y que terminaría su carrera de la peor manera.

 

Mateo *

 

De vez en cuando, me zambullo en una caja grande de fotos buscando una o varias específicas, y siempre me encuentro con algunas muy antiguas. En este caso, me voy a referir a una foto con la que me topo casi siempre y me quedo contemplándola, con demasiada nostalgia. Tiene al pie la leyenda “Recuerdo escolar año 1952”, y en un rincón, cruzado, Foto Macías. Cursaba yo 2º grado en la Escuela Nº 4 Coronel Remigio Gil. A juzgar por el crespón negro, que varias alumnas y alumnos lucíamos en la solapa izquierda del guardapolvo, ya había fallecido Eva Perón. Aunque la foto es en blanco y negro, se pueden apreciar los colores variopintos de las cabecitas, que iban de los descendientes de pueblos originarios, a italianos, españoles, rusoalemanes, etc. Y vaya uno a saber cuántos cruces, que en mi caso era Castilla y Sicilia. Esta diversidad de orígenes, expresaba una clara muestra de la barriada popular que habitábamos. Hurgando en la memoria recuerdo a varios de esos apellidos. En particular quiero relatar sobre un pequeño personaje, muy morochito, en el costado, a la derecha, casi cayéndose de la foto, de quien nos hicimos muy amigos, sobre todo a partir del año 54, cuando con mi familia nos trasladamos a vivir al barrio Tomás Masson. Se trata de Mario Héctor Paladino, unos meses menor que yo, con quien compartimos muchos momentos de niñez y una parte de la adolescencia.
Lito Paladino era muy cálido y alegre, lo recuerdo siempre con su rostro sonriente. Pero también muy enojado. Me quedó para siempre, un instante durante un recreo escolar, posterior al golpe militar del 55, diciendo con vehemencia que muchos peronistas eran traidores porque se habían dado vuelta. De familia muy peronista, su hermano menor tenía como nombres Juan Domingo, y lo conocíamos en el barrio como el “Perón” Paladino.

 

Recuerdos.
Entre los recuerdos de momentos compartidos, me suelen aparecer las imágenes, siendo niños adolescentes, cuando llevábamos en un sulky, esqueletos con botellas de lavandina, que sus padres embotellaban en una pileta del patio de su casa, utilizando viejos envases de vidrio oscuro de Esperidina Bisglieri. Yo respondía a su invitación para acompañarlo a repartir en los almacenes del vecindario, muy pocos en esa época. Era divertido, cuando en tono risueño, Lito seguía el trotecito del caballo con sonidos onomatopéyicos. El comentaba que era música de origen alemán. Hoy, a tanta distancia en el tiempo, creo que tenía razón.
Sería por el año 57, quizás el 25 de mayo, en un desfile que protagonizábamos centenares de alumnos del secundario, y del cual debíamos participar obligatoriamente, marchábamos al compás del repiqueteo de un tambor. Mi asombro fue cuando ví la figura diminuta del Lito Paladino como responsable de la percusión. En algún momento que lo interrogué por su habilidad para tocar el tambor, me contestó que aprendió siendo Boy Scout. Ahí recordé, haberlo visto alguna vez, como a una hormiguita uniformada, transportando un enorme sombrero.
Comenzamos juntos en 1957, a cursar el 1° año del Nacional. Todas las mañanas yo sabía que pasaba por mi casa, y juntos transitábamos la calle Raúl B. Díaz, cruzábamos el molinete de la 1º de Mayo, para llegar al Colegio Nacional. A Lito no le gustaba en absoluto ir a la escuela secundaria. Me lo manifestaba permanentemente, con su vocabulario simple y sencillo, reflejo de su personalidad. En uno de esos días que caminábamos hacia el colegio, me hace un comentario sobre el tema, le había trasmitido a su papá que quería abandonar el colegio.
-Y qué te dijo?
-Me contestó: ¡De ninguna manera!, ¡Usted seguirá asistiendo a clase como el primer día de su apogeo! Tomá! Y Lito soltó la carcajada espontánea y contagiosa que lo caracterizaba.

 

El “Indio Paladino”.
Como era previsible, cuando terminó el año lectivo nunca más volvió al colegio. Nuestros encuentros se espaciaron. Solo nos cruzábamos fortuitamente. Yo lo veía cada vez más atlético, lejos de la personita esmirriada que había conocido. Sabía que tenía metódicos y duros entrenamientos porque quería ser boxeador, algo que sin duda le apasionaba. Con el tiempo fue creciendo su popularidad, sus éxitos deportivos lo iban catapultando hacia la fama, que ya excedía a Santa Rosa, inclusive, se lo reconocía como excelente boxeador profesional a nivel nacional. Y se fue convirtiendo en el popular “Indio Paladino”.
Durante la década de los años 60, el gremio ATE fue recuperado para la defensa de los trabajadores estatales, se lo consideraba un sindicato combativo y por lo tanto molesto para los gobiernos de esa época. Algunos malandras vinculados a los “servicios” que fueron desalojados del antiguo edificio, junto con personajes oficialistas, comenzaron a construir la filial de UPCN, con el objetivo de contrarrestar la creciente influencia de ATE. En ese contexto, salía yo del trabajo en el horario habitual, caminaba junto a decenas de compañeros por el primer piso del corredor norte del Centro Cívico, hacia las escaleras del lado oeste, y allí lo veo a Lito Paladino repartiendo panfletos, algo muy extraño. A los 20 o 30 metros, antes de llegar al pie de la escalera, ya tenía una certeza. Cuando llegué junto a él, y mientras me alcanzaba un volante, le pregunté a boca de jarro:

 

  • ¿Qué hacés Lito, no será de UPCN no?- y sonriente me responde, con su modo de hablar ligerito, y con vos media aflautada:
  • ¡Sí, de UPCN!
  • ¿Y que hacés con esta gente que no defienden a los trabajadores, y además son antiperonistas?
  • ¡Nooo vos sabés que yo no entiendo nada!, pero me dijeron que si les colaboraba me iban a reincorporar
  • ¿Y por qué te echaron?
  • ¡Por vago! Y soltó la carcajada tan espontánea y sincera que lo caracterizaba.
    Nunca me olvidé de esta escena, utilizaban su popularidad e ingenuidad política, con propósitos muy sucios.

¡Y dale Indio dale!
Durante la segunda parte de la década de los años 60, con Lito Paladino nos cruzábamos más o menos seguido, porque entrenaba en el Club Fortín Roca, y yo vivía casi pegado. Cuando esto ocurría nos saludábamos cordial y afectuosamente. Un día, y yendo yo a mi casa por la calle Centeno, me lo cruzo a Lito, con su enorme bolso y su tranco largo, que llamándome por mi nombre de pila y en diminutivo, me pregunta:

 

  • ¿Cuándo me vas a ir a ver?
  • Lito, vos sabés que no me gusta un deporte como el box, que se matan a trompadas, lo veo muy agresivo
  • ¡Nooo, pero yo no soy un tragabollos!
  • Bueno, en la próxima pelea prometo que te voy a ver
    Así fue, más o menos, el breve, y último diálogo que tuve con Lito Paladino. Semanas antes de una pelea programada en esos días con Víctor Gottifredi, un boxeador del Gran Buenos Aires, famoso por su terrible pegada y poca técnica. En una conversación en mi lugar de trabajo, sobre la mencionada pelea, un amigo y compañero de tareas, el “Gato” Felix Dadam, me propone, pasar a buscarme para asistir a la jornada boxística en el Fortín Roca, de alguna manera, quería dar un impulso a mi decisión de asistir. Así sucedió, y por la noche, estuvimos presentes en un estadio lleno, en medio de enfervorizados hinchas del “Indio” Paladino. Después de las preliminares, la pelea de fondo, muy esperada, con los cánticos fortísimos, estruendosos: ¡¡y dale Indio dale!!, ¡¡y dale Indio dale!!. Para mí, y como neófito en este deporte, los diez rounds fueron iguales. Las imágenes que guardo en mi retina son, Gottifredi tiraba enormes sablazos, como para matar un caballo, pero se perdían en el aire, debido a la impecable técnica boxística del Indio Paladino, que los iba esquivando uno a uno. La pelea fue declarada empate.
    Al poquito tiempo, se programó el desempate en el Luna Park de Buenos Aires. Esa noche los comentarios radiales, que realizaban los especialistas deportivos, coincidían en las graves consecuencias del nocaut que sufrió el Indio Paladino. Su estado era gravísimo, un golpe de la cabeza contra el piso del cuadrilátero. A la mañana siguiente, circulaba yo en bicicleta por la calle 9 de Julio hacia mi casa, y antes de llegar a la esquina del Hotel Comercio, comienza a sonar con estridencia, la marcha que caracterizaba la apertura de la propaladora de Otálora. Me quedé en la esquina un momento, esperando una noticia muy importante, como siempre sucedía en estos casos, que los altoparlantes aparecieran en horarios no habituales. El mismo Otálora, anunciaba, que en una comunicación telefónica desde Capital Federal, el Dr, Martigani, le acababa de comunicar la infausta noticia, había muerto Mario Héctor Paladino. Con mucha angustia, me quedé un momento, no sé cuánto, mirando el piso, sentado en mi bicicleta. Se había consumado la tragedia, un final anunciado, que al menos yo, presentía que podía suceder.
    Poquitos días después, nuevamente, me trasladaba a mi casa en bicicleta por el boulevard San Martín, y en sentido contrario, por el carril que va hacia él centro, una columna numerosa, con un féretro, y un enorme cartel, con la leyenda en letras grandes, que decía: “Y DALE INDIO DALE”. Contemplando con tristeza el cortejo fúnebre, pensé y pienso, “querido Lito Paladino, esto que ocurrió es profundamente inhumano, una verdadera injusticia, no merecías este final”.
  • Colaborador
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