Domingo 24 de marzo 2024

Los sesenta como época

Redacción Avances 05/07/2020 - 13.51.hs


Las clases medias en la era desarrollista: comportamiento y acción en un contexto convulsionado. Los años sesenta y sus cambios culturales, políticos y sociales en una generación que se veía condicionada.
Mariana Annecchini *

Los ‘60 constituyeron un periodo de mutaciones culturales profundas en el que primaron el deseo de cambio social y la búsqueda de mayor autonomía respecto a los condicionamientos sociales. La ampliación de los estudios universitarios y el crecimiento económico que caracterizó este periodo en todo el mundo les permitió a los jóvenes crear una cultura propia basada en una identidad musical, el rock and roll, en una forma distintiva de vestirse, de llevar el pelo y de expresar sus opiniones. Hombres y mujeres jóvenes lograron “liberarse” del yugo familiar y aspiraron a vivir según sus propias reglas. Los cambios fueron notables en cuestiones como la moral sexual y la situación de los roles genéricos. Los jóvenes modificaron las conductas en materia de amor y relaciones de pareja. El sexo apareció asociado a una idea de mayor libertad individual y autoconocimiento y se constituyó en el vehículo de una verdadera revolución moral.

 

Las clases medias fueron un actor clave de estos años. En la Argentina de los años ‘50 y ‘80 estuvieron en el centro del proceso político, económico y sociocultural. Un ejemplo representativo de la omnipresencia que adquirieron lo constituye Mafalda, la reconocida historieta utilizada como una representación emblemática de la clase media. Las investigaciones que abordan este periodo de la historia argentina se propusieron repensar el estudio de dicho estrato social y reflexionar sobre el rol que jugó en los procesos de cambio político y cultural. Desde esta perspectiva contribuyen a matizar una serie de supuestos en torno al rol revolucionario que desempeñó dicha clase e invitan a pensar en la gradualidad y la moderación de los cambios acontecidos. En otras palabras, los nuevos estudios conciben los ‘60 no tanto como una década sino como una época convulsionada por las transformaciones sociales, políticas y culturales, pero también atravesada por las continuidades. Se proponen revisar así cuánto de novedad y cuánto de permanencia implicaron los ‘60 para diversos actores y segmentos de la cultura y la sociedad argentina. Pese a las mutaciones que afectaron la vida cotidiana, hubo también múltiples fisuras que permitirían hablar de una revolución moderada y discreta (Cosse, 2010).

 

En este escenario, los jóvenes emergieron como actores decisivos y autónomos y fueron los protagonistas estelares de esta época no sólo por su distancia de las tradiciones políticas y culturales de sus padres, sino también por su disposición a impulsar y adaptarse a los cambios. En la Argentina de los años 1950-1970 los y las jóvenes fueron uno de los actores políticos y culturales más dinámicos.

 

Jóvenes y juventud.  

 

Antes que un estadio biológico, la juventud se configuró en estos años como una categoría socio cultural que, desde la perspectiva de Manzano (2010), se constituyó en relación con la expansión de la escolarización y la cultura del consumo, entre otros procesos. Al decir de Juan Carlos Torre hasta ese entonces había jóvenes, pero no juventud.

 

Desde inicios de los 60 los jóvenes contestatarios constituyeron el motor del cambio y de las innovaciones. En este sentido, recayeron sobre ellos las esperanzas de cambio y modernización. La creación de nuevos espacios de sociabilidad, la emergencia de nuevas prácticas de consumo, la rebeldía, el desafío a los modos de interacción social y familiar fueron algunos aspectos que contribuyeron a configurar una identidad juvenil y provocaron una ruptura generacional. En Argentina, a diferencia de lo ocurrido en Europa y Estados Unidos, dicha fractura generacional se dio en un escenario caracterizado por el aumento de la represión y el ascenso del autoritarismo. Por lo tanto, no sólo se trató de erosionar las formas de relación autoritarias en el seno de la familia sino también en la cultura y en la política.   

 

Paralelamente a la existencia de una juventud movilizada y comprometida, programas musicales como el Club del Clan, emitido entre 1962 y 1964, buscaron despertar la idolatría de los jóvenes a través de la imagen de un cantante común y corriente, frenético y juvenil como su público. Las canciones de algunos de sus principales intérpretes, como Violeta Rivas o “Palito” Ortega, reafirmaban nociones tradicionales de género y familia al tiempo que reflejaban la existencia de otra juventud, alegre, despreocupada y conformista. En este sentido, como afirman Pujol (2003) y Manzano (2010), es central destacar que no existió una sola juventud o una “cultura juvenil”, sino más bien expresiones juveniles diferentes. Desde esta perspectiva, hablar de una “cultura juvenil” implica no sólo ocultar las diferencias sociales sino también genéricas, políticas y culturales que existieron entre los jóvenes. 

 

En la segunda mitad de 1960 el rock nacional se impuso como un movimiento auténtico, creativo, creado y sustentado por los propios jóvenes, opuesto al Club del Clan concebido como inauténtico, prefabricado y producido por adultos. De esta manera, emergía una contracultura o cultura alternativa en la que un grupo de jóvenes optaba por levantarse contra las empresas orientadas al consumo de música “joven” y contra los productos destinados a manipular el gusto de los adolescentes. Se imponían así otras formas de ser joven, al tiempo que se pasaba de la inercia a la rebeldía (Pujol, 2003).

 

La oposición al rock constituye otro de los rasgos que delataron la existencia de una sociedad conservadora. Algunos sectores de las clases medias concebían que suponía un peligro para la sexualidad juvenil y la pérdida de las “tradiciones”. Pese a que el rock se impuso en esta época como la música juvenil por excelencia, las referencias permanentes a la moral o a la histeria colectiva que generaba este tipo de música daba cuenta de los temores de los sectores más conservadores. 

 

La ampliación de la matrícula secundaria y universitaria, es otro de los aspectos que contribuyen a comprender la moderación de los cambios y a tomar ciertos recaudos al momento de hablar de una “sociedad radicalizada”.

 

El ámbito educativo.

 

La escolarización secundaria era un mundo regimentado de manera autoritaria y resistente a todo cambio. En este sentido, como afirma Manzano, la estructura curricular y el funcionamiento de la escuela media no se preparó para recibir a los “nuevos jóvenes”, quienes cuestionaron, entre otras cosas, la rutina cotidiana, la monotonía pedagógica y la disciplina estricta. Por el contrario, la minoría en expansión que se matriculaba en la universidad ingresaba a enclaves caracterizados por la emergencia de vanguardias culturales y políticas. Ahora bien, pese a que la universidad penetró en segmentos cada vez más amplios de los sectores medios y alcanzó tangencialmente a hijos de trabajadores manuales, en los ‘60 y ‘70 la expansión de la educación secundaria fue mayor que la universitaria. En este clima surgieron en 1951 las Ligas de Madres y Padres, organizaciones que “en defensa de la moral juvenil”, censuraron películas, programas televisivos y materiales impresos. 

 

Pese a la pervivencia de rasgos conservadores, en algunos sectores de las clases medias muchos varones y mujeres formaron parte, desde otros imaginarios y motivaciones, de una heterogénea y radicalizada cultura juvenil contestataria. A inicios de los ‘70 la cultura del rock constituía solo una faceta de una cultura contestataria más abarcadora. Desde las revueltas populares en mayo de 1969 que tuvieron a los estudiantes universitarios y secundarios como protagonistas, los jóvenes y la misma categoría de juventud mostraban estar politizándose.

 

Ni de izquierda ni peronistas.  

 

A fines de los ‘60 tuvo lugar un proceso de protesta social y activación política que se ocupó de cuestionar el orden social imperante. La Nueva Izquierda, conjunto heterogéneo de actores, movimientos, agrupaciones e ideas nuevas fue la protagonista de este escenario de efervescencia social y radicalización de la práctica política. Pese a la heterogeneidad de este conglomerado de fuerzas sociales y políticas donde confluían los jóvenes radicalizados, grupos que provenían del peronismo, de la izquierda, del nacionalismo, de los sectores católicos progresistas y del sindicalismo combativo, un conjunto de elementos le otorgaban cierta unidad y potenciaban su accionar. Entre ellos, la existencia de un lenguaje compartido, un estilo político común, prácticas y discursos que se oponían a la dictadura de Onganía y al “sistema” en general. Bajo estos preceptos los miembros de esta Nueva Izquierda se concibieron a sí mismos como los representantes del “pueblo” y de la “revolución”. Según Tortti (1999) a partir de este momento una amplia franja de la izquierda y de los sectores medios vinculados a la izquierda se “peronizaba” aceleradamente. 

 

Uno de los principales sucesos que reflejó el accionar político de la Nueva Izquierda fue el Cordobazo. Si bien este hecho debe ser visto como parte del clima mundial de rebelión contra el sistema, en Argentina, a diferencia de otros países, la protesta evolucionó hacia una acción política de carácter masivo al articularse con la oposición que generaba el Onganiato. En este caso, como sostiene Tortti, muchos jóvenes, empujados por la situación política y por la represión, tuvieron poco margen para rebelarse sólo desde el ámbito cultural y pasaron a la militancia política.

 

Desde la perspectiva de Carassai (2012, 2014) el entusiasmo por las corrientes de izquierda no fue mayoritario sino que se concentró en una franja específica de la población: los jóvenes de clase media superior y de clase alta, los dos segmentos que más acceso a la universidad tenían. Sin embargo, desde su óptica, los jóvenes universitarios constituían una minoría social. De manera concreta, se trataba de los hijos de la generación del ‘45, de aquella clase media antiperonista, quienes, a diferencia de sus padres, tuvieron acceso a la universidad y a los círculos intelectuales y se acercaron al peronismo, rompiendo así con la ideología política de sus progenitores. En esta línea, el autor propone cierta moderación al momento de hablar de una “peronización de las clases medias” ya que, desde su concepción, no hubo un giro de las clases medias hacia la izquierda o hacia el peronismo, la gran mayoría se mantuvo en posiciones más bien centristas. En otros términos, las clases medias no se “peronizaron” ni se volcaron masivamente a la izquierda. Este argumento lo refuerza al demostrar que en marzo de 1973 dicha clase no votó al peronismo, sino que se inclinó por otras fuerzas políticas. Mientras que el movimiento peronista seguía siendo apoyado principalmente por obreros y por sectores populares no obreros. Esto explicaría el accionar de Perón, quien tras su regreso al país se lanzó al ataque de los jóvenes radicalizados e intentó conquistar a la clase media no peronista, adoptando una actitud de diálogo y conciliación con las fuerzas que la habían representado. La hipótesis de Carassai le permite explicar, además, por qué en marzo de 1976 hubo un sector de la clase media que apoyó el Golpe (Carassai, 2014).

 

Complejo y dinámico.

 

Tal como lo sugieren los nuevos estudios, los años ‘60 no coinciden con una década cronológica, sino que señalan la simultaneidad de una serie de dinámicas culturales y sociales que configuraron una época. Las clases medias fueron un actor relevante de estos años, de ahí la importancia de abordarlas como un objeto problemático, histórico y dinámico, con variaciones en su posicionamiento social y político. Es así que, pese a la formación de una cultura juvenil contestataria de clase media, que puso en cuestión el conservadurismo cultural y la represión que acompañaron las expectativas modernizadoras, la propia complejidad del objeto de estudio lleva a no perder de vista el modo en que las clases medias también fueron decisivas en la legitimación de los golpes de Estado.

 

Durante esta época podemos notar la existencia de dos vertientes al interior de las clases medias: una progresista, que sin dudas apeló al cambio, y otra conservadora, más bien cuestionadora del proceso de modernización sociocultural que tenía lugar. Desde la perspectiva de los nuevos enfoques podemos decir que la primera fue minoritaria. No obstante, no debemos subestimar el hecho de que los jóvenes fueron el síntoma de una cultura de la contestación que deben ser vistos dentro de una “era de la juventud” en la que tanto el rockero, como el militante revolucionario y la mujer moderna interactuaron y cuestionaron aspectos claves de la dinámica sociocultural en un contexto político autoritario. Los jóvenes se comprometieron en una forma sin precedentes en distintos ámbitos, en la vida estudiantil y política pero también en la formación de grupos guerrilleros. En este proceso histórico no fue menor la forma en que la dimensión de clase signó la radicalización de los jóvenes. En otras palabras, pertenecer a la clase media tuvo efectos en el posicionamiento político de ciertos segmentos de esa clase social como así también en las transformaciones culturales y del consumo que abrieron los años ‘60.

 

Parafraseando a Cosse (2014), poner de relieve el carácter problemático y construido de las clases medias implica pensar que su formación no estuvo prefijada de antemano, sino que debe entenderse como parte de un proceso histórico, en el cual un conjunto de actitudes, valores e imágenes fueron moldeando, distinguiendo y afirmando su identidad. 

 

* Dra. en Historia – Universidad Nacional de La Pampa

 

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