Domingo 07 de abril 2024

Modesto, pero no simple

Redacción Avances 08/11/2020 - 09.49.hs

El 27 de octubre de 1970, nos enteramos que el compatriota Luis Leloir había recibido el Premio Nobel de Química. Según las crónicas, este médico se vistió con calma, desayunó con los suyos y condujo su Fitito hasta el laboratorio.

 

Francisco J. Babinec *

 

La Argentina de fines de los 60 era convulsionada cada vez más por las puebladas, que habían alcanzado su pico con la insurrección obrero-estudiantil cordobesa de mayo de 1969. En mayo de 1970 fue secuestrado y asesinado el ex dictador Pedro Eugenio Aramburu, y en septiembre murieron algunos de sus captores en un tiroteo con la Policía. En junio de ese año los Comandantes de las tres Fuerzas Armadas habían desplazado de la presidencia al general Juan Carlos Onganía, que gobernaba desde 1966, para reemplazarlo con el general Roberto Marcelo Levingston, que correría la misma suerte al año siguiente. En la mañana del 27 de octubre de 1970 los argentinos nos enteramos que un compatriota desconocido fuera del mundo académico, el doctor Luis Federico Leloir, había recibido el Premio Nobel de Química. Según las crónicas, este médico graduado en la Universidad de Buenos Aires no cambió su rutina: se vistió con calma, desayunó con los suyos y condujo su Fitito hasta el laboratorio en el barrio de Belgrano. La noche previa le había adelantado la noticia un periodista que buscaba la primicia de un reportaje. Leloir aceptó los saludos y felicitaciones de sus colegas y atendió a los periodistas, pero ya sabía que su vida tranquila había terminado. En los días sucesivos nos enteramos de su modestia y frugalidad, de su silla atada con piolines (alambres en otras versiones), de su habilidad para improvisar artefactos imposibles de conseguir con los contados recursos que tenía, de su bonhomía para responder preguntas superficiales sobre el rol de la ciencia y de sus descubrimientos, y de su invención no reconocida de la salsa golf. A medio siglo, conviene mirar en detalle al hombre y sus circunstancias.

 

Los Premios Nobel.

 

Instituidos a principios del siglo XX por la Fundación Alfred Nobel para honrar la última voluntad del inventor de la dinamita, los premios se asignan a quienes más hayan hecho por la humanidad en los campos de la fisiología y la medicina, la química, la física, la literatura y la paz, estos dos últimos premios no siempre exentos de polémica; en 1969 se agregó la economía a la lista. Los nominados son elegidos con la intervención de especialistas de todo el mundo. Antes de 1970, dos argentinos habían recibido sendos Premios Nobel. En 1935 el abogado y diplomático Carlos Saavedra Lamas fue reconocido con el de la Paz por su aporte al fin de la Guerra entre Paraguay y Bolivia, y en 1947 el médico y farmacéutico Bernardo Houssay, al que el gobierno de Juan Domingo Perón había obligado a jubilarse poco antes, recibió el de Medicina por sus trabajos en fisiología humana. Ambos, como Leloir, habían estudiado en la UBA. Con posterioridad, otros dos argentinos serían galardonados. En 1980 el escultor y activista Adolfo Pérez Esquivel, que había estudiado en la Universidad de La Plata, sería premiado con el Nobel de la Paz por su lucha en defensa de los derechos humanos, y en 1984 el químico Cesar Milstein, que se doctoró en Buenos Aires pero desarrolló su carrera en Gran Bretaña, frustrado por los eternos problemas de hacer ciencia en Argentina, recibiría el de Medicina por el desarrollo de los anticuerpos monoclonales. Por sus posiciones políticas y en desmedro del reconocimiento universal de su obra, a Jorge Luis Borges le fue negado el Nobel de Literatura, que sí recayó en otros escritores latinoamericanos: el guatemalteco Miguel Asturias (1967), los chilenos Gabriela Mistral (1945) y Pablo Neruda (1971), el colombiano Gabriel García Márquez (1982) y el peruano Mario Vargas Llosa (2010). El venezolano Baruj Benacerraf y el mejicano Mario Molina obtuvieron los premios de Medicina en 1980 y de Química en 1995, respectivamente, por sus trabajos desarrollados en Estados Unidos. En Economía, el abogado Julio H. G. Olivera, profesor de la UBA, no sólo estuvo nominado sino que integró comités de selección. Tanto en ciencias como en economía, los premios suelen ser compartidos hasta un máximo de tres galardonados, y no hay póstumos. Leloir debe haber sido uno de los últimos en recibirlo sin compartirlo.

 

El hombre.

 

Leloir era el menor de cinco hijos de una familia acomodada de estancieros porteños, y nació en París en 1906. Su familia había viajado allí para que su padre recibiera atención médica, pero falleció antes de su nacimiento. Adquirió la ciudadanía argentina tras volver al país, y después de intentar estudiar arquitectura en Francia e ingresar en la Facultad de Medicina de la Universidad de La Plata, se matriculó en la UBA donde se recibió de médico en 1936, sin ser un alumno destacado. Después de un par de años en el Hospital de Clínicas y en el Ramos Mejía, se orientó a la investigación, acercándose al Instituto de Fisiología que dirigía Bernardo Houssay desde 1919, por sugerencia del marido de su prima Victoria Ocampo, el médico Bonorino Udaondo. En 1935 se doctoró con una tesis que obtuvo la máxima calificación, y partió al año siguiente a Gran Bretaña, para completar su formación bajo la dirección de Sir Frederick Gowland Hopkins, Premio Nobel 1929 por sus estudios sobre las vitaminas.

 

Al regresar se incorporó al grupo de Houssay, pero cuando este fue expulsado de la Universidad en 1943 por su posición en favor de los aliados en la II Guerra, viajó a los Estados Unidos para trabajar como investigador asociado en la Universidad de Washington con los esposos Carl y Gerty Cori, que compartirían el Nobel con Houssay en 1947. Después pasó a la Universidad de Columbia, y regresó al país en 1945 para sumarse al Instituto de Biología y Medicina Experimental, fundado en 1944 por Houssay para seguir con sus investigaciones al ser cesanteado. En 1947 pasó a dirigir el Instituto de Investigaciones Bioquímicas, financiado por el industrial textil Jaime Campomar para ayudar a su cuñado Carlos Cardini, que había quedado sin su trabajo en la Universidad de Tucumán por conflictos con su rector, el doctor Héctor Descole. En una vieja casona aledaña al Instituto de Houssay, Leloir comenzó sus investigaciones junto a un pequeño grupo de colaboradores. Cuando falleció Jaime Campomar en 1956 y se agotaron los fondos, Leloir fue tentado para irse a los Estados Unidos, pero gracias a un subsidio de los NIH (institutos de salud) pudo continuar con sus trabajos. En 1958 ambos institutos se mudaron a un edificio situado en el barrio de Belgrano, y al mismo tiempo el Instituto de Leloir se incorporó a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, que había iniciado un período de crecimiento excepcional bajo la conducción de Rolando García, con la condición impuesta por Leloir de eximirlo de dictar clases. En 1966, uno de los primeros actos del gobierno de facto fue la intervención de las Universidades, lo que fue particularmente nefasto para la UBA y sobre todo para la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Muchos docentes y estudiantes fueron apaleados y detenidos en la tristemente célebre Noche de los Bastones Largos. La consecuencia fue la renuncia masiva de profesores y auxiliares; en la UBA renunciaron 1378 docentes, un 22% del total, pero en Exactas lo hizo el 73% del plantel, incluyendo al 51% de los profesores titulares, ocasionando el desmantelamiento de grupos de investigación reconocidos. Varios docentes, entre ellos Leloir, se mantuvieron preservando sus equipos. En 1980 el Instituto se mudó a un nuevo edificio en el barrio de Parque Centenario, siempre bajo la dirección de Leloir, respondiendo a su continuo crecimiento. En la tarde del 2 de diciembre de 1987 Leloir, de 81 años, volvió a su casa después de un día de trabajo en su laboratorio; esa noche, como dice su discípulo Alejandro Paladini “de la manera tranquila que transcurrió toda su vida, nos abandonó, para entrar en la Historia”.

 

Las claves del éxito de Leloir.

 

Sus biógrafos lo muestran como un hombre modesto, lo que no quiere decir simple. En su conferencia al recibir el Nobel, decía: “Nuestro trabajo en la biosíntesis de oligosacaridos y polisacaridos comienza en 1946, no por una elección deliberada del tema sino en forma casual. Debido al fenomenal progreso de la bioquímica, nuestros primeros experimentos parecen pertenecer a la era paleolítica; pero, afortunadamente, existen también algunos muy recientes e interesantes progresos en este campo”. Pero detrás de esto había un trabajo metódico y riguroso, una lectura atenta de la bibliografía, una búsqueda de la sencillez en el trabajo experimental basada en un planteo preciso de los objetivos. Citemos de nuevo a Paladini: “Adquirió con Hopkins la disciplina característica de la ciencia inglesa. Pocos instrumentos, problemas fundamentales elegidos con cuidado y elaborados rigurosamente, habilidad manual”. Sus colegas recordaban que sus experimentos solían consistir en dos tubos, el tratamiento y el testigo. Leloir había dejado de lado su interés inicial en los ácidos grasos, en los que ya trabajaban otros grupos, para enfocarse en el metabolismo de los hidratos de carbono. Recordando sus épocas de polista, recomendaba no correr detrás de la bocha, sino anticipar dónde caería. Traducido, no hay que trabajar en los temas de moda, sino en aquellos en los cuales es posible hacer nuevas contribuciones, al precio de una mayor exigencia.

 

¿Ciencia básica o aplicada?

 

La disyuntiva aparece recurrentemente, pese a que toda la evidencia apunta a la necesidad de una ciencia básica sólida para apuntalar los desarrollos de la ciencia aplicada. En el caso de Leloir, el campo de sus hallazgos excede largamente la química, tal como lo demuestra la amplitud de las investigaciones que se desarrollan en el Instituto hoy en día, a lo que hay que sumar la formación de futuros docentes e investigadores que hacen sus tesis allí. El ejemplo mismo de Leloir, con su dedicación metódica y persistencia ante los fracasos y problemas (es famosa la caricatura en la que se representó como un náufrago que no alcanzaba el barco que simbolizaba el sacárido infructuosamente buscado). Leloir fue un hombre que tenía todo para dedicarse a lo mundano, pero prefirió el duro sendero de hacer ciencia en Argentina, trabajando incansablemente con un enorme rigor profesional. Sin dudas, eso le dio sentido y trascendencia a su vida.

 

* Facultad de Agronomía, UNLPam

 

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