Miércoles 24 de abril 2024

Poeta río, voz caudal

Redaccion 12/06/2021 - 21.03.hs

El 16 de junio del 2020, el poeta Edgar Morisoli falleció dejando una gran cantidad de talento impreso en papel y varios proyectos inconclusos. Hoy, a casi un año de su partida, lo recordamos con cariño y respeto.

 

Omar Lobos *

 

Probablemente en todos los poetas exista una correspondencia o conexión entre su voz y la poesía que escriben: la propia respiración determinando los metros y los períodos sintácticos (esto es, todo lo que hace al ritmo), el volumen natural, un tono seguro, cantarín o tímido, el propio léxico, áspero, tierno, enfático, lacónico. En todo caso, si uno presta atención, la poesía siempre tiende hacia una oralidad, al canto, pero yo aquí me refiero a una oralidad localizada, concreta, la voz humana como carne de los versos.
Edgar hablaba como sus versos hablan, al filo de la declamación, entonando alto, para espacios dilatados como los espacios pampeanos, con su buena voz, viril en el sentido de la emoción contenida y el modo de mirar sobre todas las cosas, en la tradición de la poesía épica, de la poesía canto, pero a la vez con acentos de profunda intimidad. Era un hombre serio y atento, de una amabilidad y corrección antiguas, reforzadas sin dudas en el trato de la austera gente del sur y el oeste pampeano que frecuentó en sus largos primeros años en nuestra provincia.
Había nacido en Acebal, Santa Fe, en 1930. Y cayó en La Pampa un tanto al caso, cuando buscando trabajo como agrimensor en junio de 1956 el tren «Zapalero» -incansable tren solito que hacía los viajes ida y vuelta Constitución-Zapala- lo dejó en la localidad surera de La Adela, sobre el río Colorado, con su esposa Margarita, con Juan Pablo chiquito y con Moira de un par de meses. De modo que así fue como nos lo mandó el destino, para ponerle voz a una joven provincia que de algún modo aún no había sido dicha. O por lo menos no había sido dicho su recorte esquivo a los embates colonizadores, su resistencia primitiva, originaria, es decir, la parte más difícil.
En el sur pampeano comenzaría el hechizo que le provocó esta tierra dura e ignorada, que acababa de conquistar -en 1951- su postergado estatus provincial. La costa humilde de este río del sur le ganaría a la otra, la del generoso «pago de los arroyos» de su infancia y primera juventud. Duraba en esta costa nueva el retumbar de las hachas que en el primer medio siglo habían diezmado ese bosque formidable y único del caldenar pampeano, por el que según sus palabras se sintió hechizado.

 

Angel de las hachadas: cuando llegues
con tus quillangos blancos y tu mano de lluvias a esta tierra,
mata la sal de los jagüeles, posa
tu pie de plata sobre la balanza
del obraje -complétale la carga de caldén a los chilotes-
y acércate al fogón. Allí la noche
es un regazo. Que su agreste dulzura
cobije para siempre la libre voz que maduré a su amparo.

 

(fragmento de «Los fogones del sur». Salmo bagual)

 

Hay mucho de neoclásico en el tono y las imágenes de sus poemas, aunque con un léxico propio, pertinente, preciso (es decir, no un léxico importado de otros registros), muchas palabras halladas en las cosas mismas, guardadas en el hablar paisano o bien en diccionarios casi olvidados de nuestro castellano (los glosarios son de rigor en cada libro de Morisoli), y un respeto íntimo y profundo hacia todo aquello que su verso toca. No son versos fáciles de decir.
Desde Salmo bagual, su primer libro, publicado parcialmente en 1957 y en edición definitiva en 1959, la voz de Edgar cantó a la tierra de la que se enamoró y transitó largo y tendido. Su labor de topógrafo lo llevó por los rincones más marginados y primitivos, donde habían sido arrinconados los despojados de la conquista del desierto y la paisanada pobre, donde hasta el río había sido robado (y fue un gran militante por la causa de los ríos provinciales), pero él vio sin embargo la infinita hermosura, y se empeñó en buscar su cifra. Nos cantó tan alto esa hermosura que todos vimos entonces que esta tierra era efectivamente hermosa. Eso es la justicia poética.

 

A este solar antiguo que vació el exterminio,
el corazón del hombre lo graduó de paisaje;
lo ungió con su sudor;
le arrimó el alma.
A sus entrañas entregó sus muertos,
a sus vientos el grito,
al constelado imperio de sus noches la confesión y el canto.

 

(fragmento de «Oficio de semilla». Última rosa, última trinchera.)

 

El epíteto frecuente para Morisoli ha sido «el Nombrador» (en parte porque él mismo se reconoce en el humilde rito de nombrar, de arrancar al olvido, conjurar de ese mínimo modo la injusticia), pero lo que hay en verdad es un hombre que escucha, el viento, los murmullos del monte, el rumor de las aguas en el río o las acequias, la conversación pausada de los curtidos habitantes del sur y del oeste, el canto de la diuca, pajarito esforzado que canta cada día para que amanezca. Es esa la materia que transmuta en canto, y que inscribe en un más amplio destino americano (visión que tiene su cumbre en el libro-cantata El mito en armas o Anunciación de Castelli inca).
No obstante, no debemos confundirnos: el fundamento lírico parece siempre terminar por replegar el ademán extenso sobre la fibra íntima del corazón: Edgar es un poeta de la ternura.

 

Nombré para vivir. Hice morada
en la Casa del Viento, y aquí aprendí que el tiempo del Sur leuda despacio,
pero leuda seguro. Las semillas
que parecen dormidas, perdidas en el polvo de los gredales secos,
sólo esperan la lluvia. Tras la larga expiación
de ajenas culpas, aguardan el regreso
de los ríos. Yo, como todos, llevo
tatuado sobre el alma un monograma de amores y de ausencias,
que es mi cifra en el mundo. Dígalo el pensamiento,
o pronúncielo el labio o entónelo el cantar,
sólo en el nombre y por el nombre vuelven
los seres y los sueños,
esta pequeña historia de cada corazón.

 

(fragmento de «Pequeña historia». Tabla del náufrago.)

 

La influencia, la marca de la obra morisoliana sobre los y las que nacimos, crecimos o vivimos en esta tierra que él cantó bordea con un legado tan inmenso como paternal, amplificado además por las numerosas musicalizaciones que su poesía ha merecido (64 releva en su tesis doctoral la estudiosa de la música pampeana Ana María Romaniuk). Pero, más allá de la importancia inmensurable que tiene para los pampeanos, es la suya -presumo- una voz de difícil parangón en las letras nacionales, por volumen, por ímpetu, por gravitación. Ediciones en Danza recogió hace poco una Antología personal de Morisoli; en 1979, Raúl Gustavo Aguirre lo había incluido en Antología de la poesía argentina; en 2010, el Fondo Nacional de las Artes le editó una Antología poética para la serie Poetas Argentinos Contemporáneos, entre otras ediciones fuera de La Pampa.
Su obra ha sido declarada de interés cultural provincial en 2018 y ya se está trabajando en la reedición de sus cinco primeros libros. Todos libros bellos, tanto los incunables realizados por la porteña editorial Stilcograf, como los de la pampeana Pitanguá, libros que incluyen además grabados ad hoc de artistas favoritos suyos que trabajaban a partir de sus poemas estirando el libro hacia una dimensión artística más amplia. Su editor pampeano, el músico Cacho Arenas, inauguró su editorial con el volumen Obra callada, en 1993, que reúne seis libros postergados por la dictadura militar, y da un elocuente testimonio (que leo en correspondencia con lo que más arriba señalé sobre su voz): «No concebía un libro suyo que no fuera encuadernado con cosido a mano, un sistema artesanal que nunca lo defraudó. Se aferraba a la idea de libro de tamaño grande, que permitiera espacios generosos y sectores blancos recurrentes en las páginas y en general en todo el cuerpo del volumen, una prolongación en lo gráfico, probablemente, de la amplitud de su mirada del hombre, el mundo y el universo».
Poeta río, voz caudal -que el destino nos dejara un día en la puerta sur de la provincia de La Pampa (¡qué privilegio, qué regalo!)-, Edgar falleció el 16 de junio del año pasado, cuando ya todos pensábamos que era medio inmortal. Honremos su legado haciendo cantar en nuestra memoria algunos versos suyos (aunque sea un pequeño manojito de ellos, y valen incluso los versos sueltos): nos volverá su voz, y templará la nuestra.

 

* Escritor

 

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