Sabado 27 de abril 2024

Si se coincide con la historia

Redacción 08/09/2019 - 00.40.hs

En un libro de poemas escrito por Águeda Franco durante la última dictadura cívico militar, la intimidad se expresa en el aislamiento y el desamparo, más que en una vida de introspección, aunque éstas sean las tendencias de la lírica en un sujeto autorreferencial como es una poeta proclive a crear desde sus emociones.
Miguel de la Cruz *
La primera vez que lo leí, era un poema suelto que empezaba diciendo: Vivir en el país del desaliento/ es no terminar nunca de desangrarse. Estaba fechado en diciembre de 1976 y yo lo descubría tres o cuatro años después, en una casa de Santa Rosa, poco antes de conocer a la autora de ese poema, que se llamaba y se sigue llamando: Vivir en un país. Entonces me decía de memoria estos versos, tal como escribía mis poemas, caminando. Lo había escrito Águeda Franco, una poeta que estaba viviendo en General Pico desde hacía unos años. Me sonaba lejana, intrigante, legendaria, por los comentarios que escuchaba de ella. Se hablaba de su talento como el de otra Olga Orozco; se decía que de noche visitaba cementerios con unos amigos escritores. Me atraía su leyenda y esa caminata ritual, por su imagen gótica, de cierta languidez decadentista. Por otra parte, sentía la realidad de vivir en un pueblo y bajo una dictadura, con el poema de Águeda adentro, que terminaba y termina diciendo: Vivir en el país del desaliento/ es despertarse a morir todos los días. / Y así infinitamente. Yo cruzaba la ciudad en un suspiro. Tenía 20 años y vivía en llamas. Una pasión secreta me defendía del país que desalentaba con sólo caminarlo. La poesía era una amante insaciable.

 

Entrada al laberinto.
Águeda llega a General Pico el último día de 1974. Tiene 17 años. Viene de Buenos Aires. Ha llegado para quedarse. No tardará en escribir el libro que me ha ocupado desde el primer momento en que lo leí, coincidiendo con ese sentimiento de exilio, de estar en una ciudad pueblerina durante la dictadura. Lo llamará Laberintos antiguos, un título mítico, de andar buscando una salida. El primer poema del libro está fechado en octubre de 1975, viene de más atrás, con ella, del Buenos Aires que ha dejado. Por el título, es fácil imaginarse lo que ha quedado allá: Hay un amor perdido, se llama. Esta es su historia. La de su pasado inmediato. La de los años que vendrán. La de un lugar que le costará asimilar. La de un país que se repite.
Me faltaba leer ese libro que integraba el poema del principio y que se vinculaba a pleno con el tema tratado: el exilio interior. Desde que apareció (van a hacer 19 años, en octubre, publicado por el Fondo Editorial Pampeano en el año 2000) lo he tenido a mano, entre los que me son entrañables y siempre necesarios. Cinco de los primeros poemas están fechados y señalando una circunstancia de lugar que dice: "en la ciudad enterrada", como se lee debajo de cada fecha. La autora explica en el prólogo que así se llamaba en un principio 'este manojo de palabras': "poemas de la ciudad enterrada".

 

Las fechas, una época.
Si se siguen los poemas de cerca, uno tras otro, como una historia, se advierte que el dolor madura la voz silenciosa de la escritura. Se va condensando. Es un drama en aumento. Si los primeros poemas son confesionales, hablan de amigos, de rituales, de un pasajero, de un perseguido, desde la mitad del libro la oscuridad, la niebla y la elegía definen paradójicamente un estilo de ritmos fluidos, nunca empastados por la densidad de las imágenes y las metáforas, en versos como: Yo no sé qué buscaba/ cuando crucé los campos arrasados/ como una sonámbula tardía/ y avancé más allá de las tinieblas/ olfateando el abismo/ hundiéndome en arenas olorosas. Se nota que es una poesía capaz de encontrar las palabras justas en un impulso, de un solo envión, sin extraviarse en la visión nocturna de la que se nutre, como las raíces de la oscuridad. Es la marca de una época naciente que traerá noche a la conciencia. Por eso las fechas de los poemas mensuran el tiempo en que transcurrió la dictadura. Sí, las fechas le dan precisión de una época y unidad a la obra.

 

Entre los verdugos...
Adentrándose en el libro uno puede sentir que se está en una casa. La lectura es un susurro de pies que se deslizan entre las habitaciones, debajo de una mesa. Cada poema está siendo escrito bajo la presión de una atmósfera que amenaza con volver veladura todo lo que envuelve, desde el deseo al amor, desde los seres efímeros a los que parten para no volver, desde la lluvia a los espejos. Recién cuando el libro se cierra y se lo reconoce como objeto, se advierte lo que es obvio: que fue escrito en el pasado. Mientras tanto, en las páginas, la sensación es la de estar bajo tierra, leyendo poemas que se están escribiendo en medio de una luz artificial. No se puede decir que el libro ya fue escrito, que todo es obra de otro tiempo. No, los meses, los años, las fechas, nos encierran en el texto, y la lectura se percibe clandestina, susurrada, como una llama que declina en unos últimos parpadeos, y uno puede imaginarse su halo en un vidrio, empañado por el aliento de la que está escribiendo, cuando levanta la cabeza para verse desdibujada en el reflejo y suspenderse hasta el verso que sigue, los otros versos, el final repentino. El ejemplo para ilustrar esta interpretación podrían ser unos versos del poema Frontera, en la página 19, fechado el último día de marzo de 1977, que dicen: Ruindades del invierno en los espejos congelando siluetas/ que se abren a otros mundos no esperados (...).
En todo momento las situaciones están pobladas de espectros que encarnan en lo que se sabe, pero no se ve. La misma realidad está desaparecida, no sólo los cuerpos. La dictadura proyecta su terror en un presente que será memoria, para que el miedo no sea sólo lo que se está viviendo, sino que su recuerdo persista hasta ser parte del futuro. En el poema Verdugos de la noche, las figuras de los gansos en la noche replican unas presencias sórdidas emitiendo graznidos que acechan y mortifican a quienes están al otro lado, sufriéndolos. Hacen pensar en marchas militares con sus pasos de ganso, y en los guardianes nocturnos que avisaban la presencia de extraños en las fortalezas del imperio romano. La existencia es aislamiento, está desvinculada, pierde pie, se resquiebra, tiene por metáfora a una casa que se derrumba: ¿A quién pedir ayuda? ¿Quién puede darla?/ Veletas metálicas tajean la noche. Y, por último, surge el impulso del que sobrevive y resurge con una materialidad semejante a la piedra: La casa se derrumba./ Pero mi mano dura se levanta. Sin embargo, salvo el lector, nadie puede ingresar a la zona melancólica, onírica, sublime; lo dice mientras llueve: No vengas a encontrarme mientras llueve,/ mientras la lluvia cae cielo abajo,/ mientras se trepa piel arriba/ porque me desmorono y surgen / las extrañas ciudades que conocí en el sueño.
Estos son sus ámbitos amurallados, esperando a un duende que no viene, recorrida por un escalofrío en la espalda que siente trotar las puntiagudas patas de la tropilla fría. No se refiere a un hecho en particular. Es todo lo que la rodea, el hermetismo de estar encerrada en un lugar hundido, más que chato, el de una época y de una juventud frustrada. Se lo percibe en la casa, en la lluvia y en esa mujer parturienta que es representada como una deidad primitiva, ancestral, idílica, en Elegía de fines de julio: En qué mundo estarás / en qué silencios/ desafiarás la marcha de los astros,/ serás la madre cósmica y humana/ de hijos no nacidos.

 

Al amor cósmico.
Pero ante la interrogación, la poeta se vuelve sobre ella y se responde con alguna exclamación, hablándose en el poema como ante un espejo: Qué cansada y hermosa después de haber amado./ Dulces aparecen tus senos como cavernas prominentes en la noche.../ Estás cansada ahora,/ hermosa después de haber amado,/ demasiado desnuda/ para que alguna sombra te atraviese/ o la maldad te moje. Y el final no puede ser más cósmico, como si la impronta del amante en el cuerpo femenino fuera un Atlas en sus faldas, un Cristo dormido en la Piedad de Miguel Ángel: Mujer/ en tu regazo/ se ha quedado dormido el universo.

 

La imagen de esta nota.
Ni bien vi la foto de mi hija Pilmaiquén que ilustra esta nota, reviví una tarde entrando a Pico, viendouna planta de grandes silos y galpones y como una humareda amarillenta flotando entre los eucaliptos de la ruta.Creí ver a Águeda llegando con sus familiares. La foto fue tomada en España. No importa el lugar, hay paisajes, horas del día que corresponden al clima de una época sumado a la vivencia personal. Un autoha doblado en una curva y avanza desde un fondo distante,enuna atmósfera sulfurosa del futuro, cuando el planeta sea otro. Creí ver un pasaje de novela negra, unos espíasmerodeandouna edificación enigmática, de alta seguridad. Vi el signo de una época en esta imagen que terminaba de explicar mi argumento.

 

Las viejas caretas.
Cada recuerdo está sujeto a la indefinición del presente, eso que Águeda le llama en un poema: Presentación del sitio. Corresponde a la última parte del libro. En el poema siguiente, los recuerdos forcejean con las tinieblas: aquellos quieren ir hacia atrás, pero éstas siguen convirtiendo en fantasmas los indicios de lo que pudo haber pasado. La respuesta suena a los lamentos que interroga: Repentina tristeza mientras sube la noche. Y por fin el poema se cierra con una revelación resignada, en un tono castizo, a lo Quevedo o cualquier otro del Siglo de Oro español: Silencio. No se hable,/ que desfila el misterio. La misma desolación remite a los imperios que en sus finales arrastran a la condición humana a la misma pregunta: Ha valido la pena? No hace falta mencionar cuáles son; todo está tan bien simbolizado, que con mirar las fechas basta. Por eso el poema Madreamérica podría estar demás, porque es una evocación de tipo indigenista que desentona con un conjunto sin bordes definidos ni proclamas. Poder, sometimiento, mutismo y despojo, se dicen por sí solos, por contraste. Esto se evidencia, sin dar nombres propios, con un ejemplo: en el poema de la página 32, Detrás de la careta, justo fechado en junio de 1978, durante el Mundial de Fútbol en Argentina. Yo estaba trabajando en Buenos Aires por esa época. Nunca vi tantas máscaras juntas, tantas caras pintadas; salían a la calle embanderados, como si inconscientemente le hicieran el juego a la dictadura, festejando su triunfo sangriento. En una línea del poema está la imagen que me traje de regreso a mi pueblo: Seguían riendo para tapar viejas monstruosidades que les crecían adentro.

 

¿Y el destino del libro?
Un miedo arcaico como el origen y unas fuerzas telúricas que impregnan hasta los sueños, quedan en el aire al terminar de leerlo. Es toda una poética, comparada a la de Olga Orozco, como me referí en las primeras líneas a lo que entonces se decía, cuando oí hablar de su obra. Pero con una respiración, la de Águeda, nada hímnica como la de Olga, ni su largo aliento. Creo que Águeda es ella solamente y su libro es único. Lo escribió ella sola, una muchacha de apariencia frágil y de inspiración poderosa.
Últimamente -en los últimos tres años-, estoy preguntándome, más que antes, por qué no se lee la realidad entre líneas y sólo se acepta lo que es obvio, aparente, mediado por el poder. Me pregunto si el libro de Águeda tendrá un lugar destacado entre aquellos que se escribieron durante la dictadura. Me parece que no. ¿Y por qué? Porque hay poca relectura -me digo, para consolarme-, porque a la poesía no la leen, ni siquiera los que estudian letras. Pero, además, está el discurso, tan demandante e insistente, que reivindica un compromiso social en la escritura, que exige evidencia, que casi solicita una crónica de los hechos y no admite la intimidad en claroscuro porque le resulta poco testimonial y directa, y, por lo tanto, no se molesta en leer las fechas al pie de los poemas ni el prólogo del libro donde la autora aclara el sentido de lo que sigue. Ese es el asunto, me parece.
Sin embargo, este libro es único porque quizá la clave esté en que imaginación, ensueño y opresión comparten la realidad por fuera y por dentro, en un exilio interior -en su doble sentido de íntimo y provinciano-, donde la subjetividad coincide con la historia, como el desaliento con un país.

 

* Escritor

 

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