Lunes 06 de mayo 2024

El ritmo de la hermandad boliviana

Redacción 10/02/2016 - 05.23.hs
Cientos de santarroseños pasaron por los carnavales de la laguna Don Tomás durante el fin de semana largo. Este año, al color distintivo lo dio una comparsa de caporales bolivianos.
En un depósito de zapatillas en la esquina de Unuae y Toay, los Chambi se preparan para salir al ruedo. Hasta hace unos meses el lugar era un tienda, pero aparentemente el calzado no fue un buen negocio y la familia reconvirtió el local en camarín y sala de ensayo. Los trajes caporales que llegaron desde Oruro el sábado pasado, flamantes y brillosos, descansan inmaculados sobre un mostrador en desuso. Sobre la ropa, erguido, está el estandarte de la comparsa “La Nueva Unión” y más allá una whipala que representa la unión de los pueblos originarios. Adalí, el jefe de la familia, explica el significado de la músicas que salen por los parlantes que hay en la vereda y que le dan al barrio un ritmo del altiplano: “Las músicas dicen ‘saya boliviana’ que quiere decir ‘fuerza boliviana’. Eso dicen”.
Adalí Chambi nació hace 48 años en Oruro, Bolivia, una de las ciudades más altas del mundo en donde respirar cuesta tanto como ganarse el pan. El lugar es conocido, entre otras cosas, por su carnaval, una fiesta que junta a más de 300 comparsas de bailarines y músicos –que a su vez están integradas por 200 o 300 personas– y que en el año 2001 fue declarado como obra maestra del patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.
“El caporal es en realidad una danza que satiriza algo terrible, que es la explotación. Los bailarinas hombres llevan cascabeles en las botas porque en tiempos de la esclavitud, el caporal, sinónimo de capataz y hombre de confianza del dueño de la tierra, hacía notar su presencia con el sonido. No había tiempo para descansar y de esa forma controlaban a los esclavos”, dice Adalí, mientras ve llegar a los miembros La Unión, esa hermandad boliviana que se presentó el sábado por primera vez en los carnavales de Santa Rosa. 
Un hombre.
A la Argentina llegó a principio de los años 90 –dice– por una curiosidad de joven y se afincó en General Pico en el 2002, cuando la crisis económica arrasaba con todo. Vino para trabajar en una fábrica de camperas de abrigo, como instructor de costura, pero un año después se abrió camino solo y montó su propio taller en Santa Rosa. Hoy tiene seis hijos, una mujer que se llama Luisa Helena y que también es boliviana, y un amigo/compatriota con el que comparte apellido pero con el que, asegura, no tiene lazos de sangre: Víctor Chambi.
Víctor nació en Potosí pero hace dos décadas que se instaló en la ciudad. Desde entonces, al igual que Adalí, armó su descendencia y levantó con mucho esfuerzo una próspera empresa familiar a la que bautizó con el nombre de su primer hijo y que al día de hoy tiene 8 sucursales: las tiendas Luis Miguel.
“Con Víctor nos juntábamos siempre a jugar fútbol con otros bolivianos. Ahí salió la idea de armar una comparsa de caporales. De chico yo bailaba y lo llevo en el corazón y me ofrecí a enseñarles a los chicos. El sábado y domingo fueron los carnavales en Oruro. No puedes imaginar la fiesta que es eso”, dice Adalí y puede verse en sus ojos achinados el recuerdo del color de la fiesta.
–¿Cómo fue incorporarse al carnaval de Santa Rosa?
–Al principio temíamos que a la gente no le gustara. Pero por suerte la organización nos abrió la puerta y nos ganamos el aplauso de la gente todas las noches. El sábado estuvimos muy preocupados porque los trajes no llegaban. Los encargamos directamente en Oruro y recién llegaron dos horas antes de la presentación. Están hechos el 70 `por ciento a mano, y aquí cuestan como 9 o 10 mil pesos.
–En los últimos años, el gobierno de Evo Morales puso al Carnaval de Oruro en un lugar central de la cultura boliviana ¿Qué pensás de la gestión del presidente aymara?
–Se ha notado bastante el cambio con este nuevo gobierno. Yo he vuelto muchas veces a mi tierra, pero la verdad es que ya no puedo regresarme. Mi vida ya la hice aquí.
Saya.
Son las 22.15 y La Nueva Unión avanza lento detrás de una Toyota blanquísima, vestida con telares coloridos. Por los parlantes instalados en la caja, sale la música de los Kjarkas, un grupo tradicional del altiplano. En el capó, sosteniendo el estandarte, va la candidata a reina de la comparsa, una jovencita de buen porte y belleza originaria que se empeña en sacarse la nieve artificial que le tiran los niños al paso. Después vienen las bailarinas con sus polleras cortísima y circulares, sus sacos brillantes de pana y el bombín que les corona la cabellera parda, que cae siempre en una trenza. Más atrás, los bailarines hombres casi atletas, hacen temblar el asfalto con su zapateo de botas azules y los cascabeles suenan como una letanía, una música ancestral que invoca a la madre tierra y que parece decir ‘acá estamos, ésta es la fuerza boliviana’. Luego la gente aplaude y el maestro Adalí, el hombre que trajo el carnaval de Oruro a La Pampa, se toca el pecho, saluda con su sombrero y mira el cielo como diciendo gracias. 
 
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