Domingo 29 de junio 2025

A un año de la partida de un excepcional músico pampeano

Redaccion 08/10/2021 - 06.26.hs

Unas líneas dedicadas a la memoria de Jorge Satragno, a poco más de un año de su partida. El músico en sus últimos años se pasaba horas escuchando solo y en silencio los recitales en el Teatro Español.
ALEJANDRO ANDRADA
Te conocí enfundado con aquellos sacos negros y azules con que íbamos al Colegio Comercial, pendejeando en la esquina de Sarmiento y Pico, en aquella etapa de «tango feroz», tan feroz como la época en que nos formamos, cuando si había algún conflicto lo resolvíamos a la tarde en aquella esquina.
Y fue allí cuando asomaste karateca, haciendo maravillas con el Nunchaku en el patio de la casa de tu abuelo, o rompiendo tablas con la cabeza en una exhibición del Club Estudiantes, deporte alternativo, a verte tocar el trombón a pistón en la Banda que dirigía Don Juan Mecca, concentrado en alguna actuación en la Plaza San Martín, bien prolijo, como correspondía.
Pero fue más tarde cuando nos hermanamos siguiendo la doctrina de la No Violencia del humanismo siloísta que nos llevó con los amigos a estar presos, allá por el 75, y allí al toque a salvarnos juntos de la colimba, vos, yo y el Nackens. Y lo festejamos. Porque no queríamos a los milicos.

 

El Belklee College de Boston.
Y no recuerdo bien cuando pasaste al saxo, y de allí a la flauta dulce, y de allí a la traversa, cuando «el Gob» (Como vos lo llamabas a Rubén Marín, histórico caudillo del PJ) te consiguió la beca con la que fuiste a estudiar música a los Estados Unidos, nada más ni nada menos que al prestigio del Vélale Collage Of Música de Boston, una de las mejores universidades de jazz del mundo.
Y fue en un viaje de regreso a la Argentina cuando aturdiste a mis vecinos en un departamento que yo alquilaba en la calle Solís, en Buenos Aires. Aunque como compensación me dejaste un casete copiado de música original con el sonido del cubano Silvio Rodríguez, cuando aquí no lo conocía nadie porque no había entrado todavía su melodía (Silvio Marzolini le decía yo en ese tiempo, como aquel rubio lateral de Boca Juniors).

 

La mejor época.
Y ya estábamos en los ochenta cuando fuimos junto con Eduardo (mi compañero de Banco Pampa) a verte al teatro Cervantes, junto con tu novia puertorriqueña, y que recorrimos en tour musical las calles de San Telmo, todavía pura furia, entre resoplidos, tu ronca voz de protesta y las risas fogosas y desafiantes de la juventud. Cuando la rompías tocando tu música (no sé si por allí o antes o después tocaste con Cacho Tirao y otros), creo la mejor época con tu música, y tampoco sé si con el trío Quetral fue antes o después, pero era época de lujos musicales y furor, como esa moto y esos rulos aventados con los que te recuerdo.

 

El olvido y la tristeza.
Y luego la otra etapa, la del olvido, la de la tristeza, como corresponde a cualquier drama, para darle contraste y volumen a «the life». Ni yo ni nadie sabe con certeza que pasó allá en los Estados Unidos, si muchas horas de ensayo, quizás tu laburo paralelo de mozo, tal vez la visa complicada y la discriminación a los latinos en tu jeta, o el amor que se fue y nadie sabe como y que pasó, o algún conflicto que llevó a tu mente a entrar en oleaje inestable… y el músico que se fue de viaje largo a sus recónditos recovecos, tal vez de ausencias de infancia, de ausencias no blanqueadas, de palabras no dichas; o no, quién lo sabe.
Y nadie pese a los intentos te pudo retornar a la furia. Y comenzaste entonces a caminar tal vez como «Forrest Gump», pero no en línea recta, amansando los árboles de la vereda dando firuletes, comunicándote con tus oyes o con las figuras mágicas que vos solo veías, como miran los gatos al misterio.

 

El reencuentro.
Y allí te volví a encontrar hace mas o menos una década, sin retorno a la furia pero digno en tus recuerdos. Escuchando recitales en el Teatro Español, callado, solitario, pero alimentándote de lo que siempre fue la gran dieta para tu alma: la música infinita, la expresión de los dioses aquí en la tierra.
Y volviste a tocar y a fumarte unos puchos y tomarte unos vinos con el poeta Mario Loriga y otros amigos. A compartir asado con nosotros, vos y tus personajes, todos juntos, y tímidamente sacaste de nuevo la traversa y volviste como un mago a hacer con el sonido tus mejores piruetas, como el Perseguidor de Cortázar (siempre fuiste para mí un personaje de los cuentos de Cortázar) y la de Mario fue «Casa Tomada»… y los amigos fueron los amigos pese a todo, acompañando como se podía lo que se podía.

 

La última vez.
La última vez que conversamos fue un día que te levanté con el auto y te traje a lo de tu tío, y la última vez en plena cuarentena te vi fumando en la esquina de la calle Don Bosco con el desparpajo de los que transitan diversos mundos, renegado como los espíritus libres; y te toqué bocina, y nos saludamos como se saluda a los compañeros, con una sonrisa esperanzadora y una V de la Victoria.
Te despedimos juntos con Mario y con Mabel en una tarde triste.
Ibas en tu búsqueda de trascendencia, acompañado por infinitos acordes de luz.

 

Alejandro Andrada

 

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