Martes 16 de abril 2024

El canillita más antiguo

Redaccion 01/02/2020 - 21.25.hs

«Mis hijos… los doctores», podrá decir con certeza Fasulo, el canillita más antiguo de la ciudad. Muchas familias humildes hicieron estudiar a sus hijos, que luego se convirtieron en profesionales.
La gratuidad y el acceso al sistema universitario argentino hizo posible la conocida movilidad social. Eso de que familias muy humildes -a veces formadas a partir de inmigrantes- pudieran ascender en la escala social y llegar al sueño de «mi hijo el doctor».
La estructura de clases fue alguna vez condicionante para aquellos que, perteneciendo al estrato más carente, más desprovisto, más limitado en sus posibilidades, no pudieran tener un elevación social que se les tornaba dificultosa.

 

Círculo virtuoso.
No obstante -en algún momento- hubo lugar para un círculo virtuoso -que llegó por la educación gratuita y obligatoria al alcance de todos, y por supuesto de la mano de la cultura del trabajo-, que permitió que muchos argentinos consiguieran dejar atrás lo que era un estado de indefensión. Y entonces miles de familias vieron hecho realidad aquel sueño de «mi hijo el doctor». En distintas ramas y especialidades.
En facultades de distintos puntos del país se formaron profesionales -y aún sin llegar a un título universitario hubo ocasiones, ya para hacer un secundario o alguna tecnicatura, o especializarse en determinados oficios-, y se produjo el advenimiento de un proceso que -como quedó dicho- tuvo que ver con la apertura o cierre de oportunidades educativas y ocupacionales.

 

Universidades, ¿para qué?
En los últimos años hubo un gobierno que fue francamente desdeñoso con la posibilidad de formarse a través del estudio, o de que aquellos jóvenes provenientes de familias carenciadas decidieran al menos intentarlo.
Y esa actitud quedó plasmada en frases desafortunadas que -aún con posteriores declaraciones pretendiendo una explicación-, no pudieron ser atenuadas en su impacto.
«Sabemos que nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad», dijo tiempo atrás María Eugenia Vidal, la ex gobernadora de la provincia de Buenos Aires, al reprochar la apertura de casas de altos estudios en el conurbano bonaerense. Una lógica que poco tiene que ver con un cambio que facilitara a los que menos tienen ascender en la escala social, la conocida movilidad ascendente que supo caracterizar a nuestro país.
Porque aquí hubo miles de familias humildes que tuvieron la oportunidad -con trabajo, esfuerzo, y de la mano de la gratuidad de la enseñanza- de soñar con un futuro mejor para sus hijos. Y pudieron conocer que ese sueño se podía materializar.

 

La pobreza que posterga.
Suena doloroso exponerlo, pero las condiciones en que han dejado nuestra Argentina -con un 35% de personas bajo la línea de pobreza-, va postergando esa ilusión hasta convertirla en inaccesible.
Porque nadie duda que ese tercio inferior -y muchos de los que nacieron en él, tal vez nunca puedan salir de ese círculo de pobreza-, porque las posibilidades de acceder a una vida mejor aparecen por ahora muy complicadas.

 

Fasulo, el canillita,
Por aquí nomás, en esta ciudad hay un muy conocido canillita, que lleva nada menos que 66 años laburando y andando sus calles. Se llama Carlos Alberto Rodríguez (73) y, así mencionado, podría no dar la pauta de quién se trata… pero si alguien refiere a Fasulo todos sabrán de quién se está hablando.
Ya hemos señalado en estas páginas que es -sin dudas- uno de esos hombres que construyó su vida basada en la cultura del trabajo, vendiendo diarios por calles que de tanto ir y venir conoce de tal manera que podría recorrerlas casi con los ojos cerrados.
Comenzó cuando «tenía nada más que 6 años: «Fue allá por 1953…», dice con seguridad. De pibe era vecino de barrio de Carlitos Segovia, y de «Panadero» Ferrari, y juntos vendían «lo que venía».

 

Otros tiempos.
En un momento evoca aquellas épocas cuando las calles aledañas al playón del ferrocarril -en derredor de la estación- se veían atestadas de camiones cargados con trigo, prestos a ingresar a dejar su valiosa carga en el Molino Werner; y también cuando se montaban las estibas con las bolsas de cereal. Altísimas pilas que se iban armando hasta alcanzar las dimensiones de enormes galpones, que en las noches se trasformaban en sombrías figuras que, a nuestros ojos de niños, se nos ocurrían como una suerte de tenebrosos castillos.
«Nosotros íbamos y juntábamos el trigo que se caía y lo vendíamos a las vecinas, porque cada una tenía su gallinero…», y con esa frase trae a la memoria una imagen de algo que hoy casi ya no existe en la ciudad: los patios grandes con gallineros al fondo.
«Siempre me las rebuscaba vendiendo… y aparte me gustaba hacerlo», dice como si revelara algo que no todos conocen.

 

La venta de diarios.
A una edad en que muchos prefieren el ocio y el sosiego, este hincha fanático de San Lorenzo de Almagro -y reconocido «archi-contra» de Boca, sobre todo-, prefiere seguir pedaleando, entrando a los bares para ofrecer LA ARENA y revistas, «porque ya no vendo más diarios porteños… Nada: ni Clarín, ni La Nación, ni nada…
Solamente el diario y revistas, porque los de Buenos Aires llegan a cualquier hora y me cansé», aclara.

 

Fasulo jubilado.
«Lo que pasa es que trabajé toda mi vida… pero es como que de a poco voy dejando…», sigue. «Me jubilé hace un tiempo… pero aporté durante 43 años y en Anses me ‘robaron’ 13 y me pagan solamente por 30 años», se queja no sin razón. «¡No, que con Cristina!», agrega respondiendo a otro canillita que, frente a la puerta de LA ARENA, lo torea señalando que se jubiló con el beneficio que se otorgó a trabajadores que no habían completado sus aportes cuando gobernaba la ex presidenta…. «No querido… yo aporté por mi trabajo, y no tengo la mínima… aunque lo que cobro tampoco alcanza», reflexiona.

 

Con Cacho Roveda.
Después, a pedido del cronista, rememora sus primeros tiempos como canilla… «Soy el más viejo ahora… pero además el más antiguo, porque cuando empecé sólo andaba Cacho Roveda (otro personaje que tenía un problema físico, y se movía empujando una suerte de carrito con ruedas, que contaba con una caja en la que llevaba los diarios)… En esos años me acuerdo que en Santa Rosa había nada más que tres taxis… creo que uno era de Gago, otro de Topet y no sé si el tercero era de Placenti, o Giuliani… No me acuerdo bien», admite Fasulo.
Era una Santa Rosa con apenas unas pocas cuadras de asfalto, y con verdaderos guadales en algunos barrios que recorría todos los días -kilómetros y kilómetros- con una bicicleta pesada, de esas que tenían un canasto de caños adelante (¿la misma que utiliza hoy?).

 

Cuando mataron a Kennedy.
«Vendíamos para Outerelo -distribuidor que estaba frente al Banco de La Pampa-… esperábamos los diarios de Buenos Aires a la llegada del tren y salíamos de la misma estación a repartirlos… Noticias Gráficas, La Nación, La Razón y La Prensa», puntualiza.
Tiene bien presente el día que más vendió un diario de Buenos Aires: «Fue cuando mataron a (John Fitzgerald) Kennedy (presidente de los Estados Unidos, asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963)… «Más de 400 diarios La Razón vendí ese día», se regodea en el recuerdo.
La explicación está dada en que aquí no había televisión, La Razón salía alrededor de las 7 de la tarde en Buenos Aires -unas horas después de los disparos que mataron a Kennedy-, y tenía todos los detalles del crimen. Y, además, era el primer diario que llegaba a Santa Rosa al día siguiente (en tren, alrededor de las 13) con todos los detalles del magnicidio.
«¿Aquí el día que más vendí -fueron varios días-, fue cuando Gonzani mató y descuartizó a su mujer… hasta 700 ‘Arenas’ por día repartía», completa.

 

«De Buenos Aires no vendo más».
Se ríe con ganas Fasulo al acordarse que más de una vez se subía al tren «para vender algunos diarios, pero una vez me entusiasmé tanto que cuando quise acordar había arrancado y terminé en Catriló».
Puede decirse que ese afán de vender no ha cambiado demasiado, porque su insistencia es la misma de toda la vida. Se lo podrá ver ingresar a una confitería para ofrecer «¡La Arena con la explosión!» -truco antiguo con palabras que ahora son tomadas risueñamente-, o las revistas Pronto, Caras, o Noticias… «Sí, porque diarios de Buenos Aires no vendo más. Ya fue», reafirma.

 

Siempre andando, y vendiendo…
En un momento señala que ya no anda más por los restoranes de Santa Rosa -recorriendo todos de una punta a la otra-, sino que se limita a las confiterías céntricas y a algunos clientes puntuales a los que atiende desde hace años.
Recapitula que en su vida comercializó «de todo. Andaba por los pueblos ofreciendo cotillón, y en los carnavales vendía globos, pomos de agua, espuma, serpentinas y lo que viniera… En las fiestas provinciales no me perdía una, y siempre me traía unos buenos pesos. Pero ahora no es como antes…», se queda como pensando.

 

Daba suerte.
Pero también, por si faltaba algo, se puede asegurar que daba suerte… más de una vez los billetes de Lotería que vendía todo el año, pero especialmente para Navidad y Reyes, resultaron premiados con el «Gordo», la mayor suma que se otorgaba en esos sorteos… «Algunos que ganaron me tiraron unos pesos, e incluso un conocido profesional (hoy fallecido) ganó más de una vez premios grandes… pero no quiero dar nombres, porque hay gente que no quiere que se sepa que ganó la Lotería», explica.

 

«Mis hijos, los doctores…».
Fasulo era hijo de un inmigrante escapado de la guerra civil española, Belarmino se llamaba, y de una descendiente de tanos, Francisca Generosa Rossi.
Se casó con María Luisa Rhul, integrante de una conocida familia de ciclistas, y cuyo fallecimiento hace algunos meses lo afectó de gran manera. Tuvieron dos hijos: Juan Carlos (45) y Roberto Darío (43), «a los que por suerte pude ayudar para que estudiaran en Córdoba… y sí, los dos son médicos», señala no sin cierto orgullo. Con todo el derecho del mundo de saber que con su trabajo, y con el esfuerzo de los dos muchachos, pudieron concretar el viejo sueño… «Mis hijos los doctores», podrá congratularse Fasulo. Claro que sí.
El mayor es cardiólogo y trabaja en Santa Rosa, y el menor es médico clínico y está instalado en General Pico.
Los «doctores» le han dado -también- otros motivos de felicidad… «Sí… tengo cinco nietos… dos son mellizas y nacieron hace poquito», completa el hombre con una sonrisa que lo dice todo.

 

«De a poquito, voy a dejar».
«¿Si voy a dejar?… mis chicos quieren que largue, pero a mí me gusta andar, conversar con la gente. Qué se yo… de a poquito voy a ir dejando. Pero me cuesta», confirma.
Y es difícil creerle… por allí anda. Todos los días… el cabello que ya casi no existe, un sombrero «Piluso» que ocasionalmente ocultará su testa ante los rayos del sol, remera blanca, jeans amplios y zapatillas… y la sonrisa para cargar al hincha de Boca que se cruce en el camino… Porque de verdad parece ser más contra de Boquita que hincha del Ciclón…

 

«¡El diario con el atentado!»
«¡El diario con la explosión. La Arena diario!!!, vocea cuando ingresa a la confitería La Capital, mientras encara a sus clientes más conocidos: «Le dejo el diario, doctor», le entregará casi forzadamente a un antiguo abogado, sentado frente a un café… «Le dejo la revista Caras, o la Pronto con el casamiento de Pampita», le ofrecerá a una señora…
Es difícil imaginar las calles de Santa Rosa sin que se pueda visualizar la figura parsimoniosa pero constante de Fasulo… y su bicicleta… Porque a esta altura es casi como parte de una postal de una ciudad que vio cambiar tanto en… 66 años de canillita.
«No prometo nada…», casi se echa atrás. «¿Cómo hago para dejar lo que hice toda mi vida… mi oficio con el que pude hacer que mis hijos estudien… Tengo mi jubilación, pero no alcanza. Lo que voy a hacer es seguir, pero a media máquina…», mira y trata de convencer. Aunque ni él mismo se lo crea.
Fasulo Rodríguez… ¡Si este no es todo un personaje! ¿Quién sino?

 

El sobrenombre.
Los domingos al mediodía, allá por la década del ‘60, mientras las familias almorzaban, era un clásico escuchar un programa radial cómico llamado “La Revista Dislocada”, conducida por el escritor Delfor Dicásolo. Si bien el envío se emitía también por televisión, es sabido que en esa época no se podía ver todavía por la pantalla chica en nuestra provincia.
“Fasulo era un personaje de ese programa, pero no sé por qué me pusieron así», dice este hombre que casi nadie sabe que se llama Carlos Alberto Rodríguez. Porque el apodo pasó a identificarlo y para todos será siempre simplemente Fasulo. (M.V.)

 

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