Domingo 24 de marzo 2024

Corriendo por el filo de la navaja

Redaccion 04/01/2020 - 21.22.hs

El pasado 1 de noviembre pasó, silenciosamente, como un día más. Pero no para los fanáticos de la película Blade Runner (Riddley Scott, 1982), clásico de la ciencia ficción, cuya acción transcurre, precisamente, a partir de esa fecha, que en aquel entonces parecía tan lejana en el futuro. Y bien, estamos aquí, y algunas predicciones se han cumplido (el reconocimiento por las computadoras de la voz humana, el caos climático) pero la ciencia todavía nos debe los autos voladores que en la película parecían tan ubicuos.

 

De tontos.
¿Qué están haciendo los científicos, que desatienden así nuestros sueños de la infancia? ¿Diseño genético, vigilancia cibernética, carne sintética? ¿Quién se los pidió?
Como es mal de muchos, habrá que aceptar el consuelo de tontos: si nos viéramos desde 1982, seguramente nos extrañaríamos de nosotros mismos: ¿A quién se le ocurre hablar por teléfono a los gritos en la calle? ¿Y qué me dicen de esa epidemia obscena de narcisismo que son las «selfies» (auto-fotografías) para las que se ha inventado hasta un palito accesorio?
Nos gusta pensar que en el presente cuidamos mejor de nuestra seguridad personal que a comienzos de los ’80, cuando nadie usaba cinturones de seguridad. Sin embargo, la cantidad de gente muriendo a diario por sacarse fotos con el celular, o por intercambiar textos o llamadas de voz mientras maneja, probablemente haría sonreir a Darwin: esto confirmaría la existencia de un sistema de selección natural que elimina a los ejemplares sobrantes de cada especie.

 

Insta-Dios.
Otro de los curiosos desarrollos tecnológico-culturales de la última década ha sido el auge de las redes sociales, y en particular de Instagram, que fue creada precisamente en 2010. En algún momento los llamados «milenials» fueron emigrando hacia esta nueva plataforma, abandonado a la obsoleta Facebook, mucho antes de que ésta fuera revelada públicamente como una gigantesca granja de recolección de datos humanos, y de prostitución de las democracias occidentales. Poco habituados a análisis marxistas, los jóvenes de hoy acaso no advirtieron que la nueva red social en realidad pertenecía a la misma vieja compañía de don Zuckerberg.
Como se sabe, Instagram se basa principalmente en la imagen, que supuestamente es menos polémica que las palabras (aunque sea mucho más ambigua y polisémica). Y curiosamente uno de los objetos más fotografiados, además de las mascotas, es la comida.
Chiste obligado: Un hombre entra a un bar, pide un latte con un trébol dibujado en la espuma, y una tostada de centeno con palta y salmón ahumado. El mozo le informa que no funciona el wi-fi, por lo que no podrá subir la foto a Instagram. El hombre, entonces, cambia de opinión y pide un café con leche con medialunas.
Antiguamente, antes de comer, las personas rezaban y agradecían a Dios por el alimento que iban a ingerir. Hoy este rito ha sido suplantado por la infaltable foto al plato, que es subida inmediatamente a la red social. ¿Creerán, acaso, que Instagram es Dios?

 

Drugflix.
Y a no dudarlo, los 2010 serán recordados también como el comienzo del auge de los servicios de «streaming» domiciliarios. Esas plataformas como Netflix o Amazon, que le permiten a uno la libertad de decidir qué ver y cuándo (no como en los tiempos dictatoriales de la TV), para concluir esclavizado mirando series interminables hasta las cinco de la mañana. Y obsesionado por evitar, como la peste, a los «spoilers», palabreja importada del inglés que designa esa mala costumbre de anunciarle a uno, en medio de una policial, que el asesino es el mayordomo.
Y por alguna razón, las series más populares son aquellas que nos transportan a mundos imaginarios, como Game of Thrones, o los policiales bien provistos de asesinos seriales (¿o era asesinos cereales?), en lo posible provenientes de algún país escandinavo. Ustedes saben, esos lugares gélidos en el norte de Europa, donde por alguna razón, en pueblos donde viven 20 personas se producen 40 asesinatos atroces por año.
Es increible el efecto liberador de la tecnología. A los dos días de usar un teléfono celular «inteligente», las gigantescas compañías como Google o Apple ya saben por dónde nos movemos en la ciudad, cuántos gramos de bróccoli consumimos por semana, cuánto influye ello en nuestro tránsito intestinal, y qué relación tienen estos datos con nuestro voto en las próximas elecciones.
El mundo actual no se parece mucho a la violenta distopía futurista de Blade Runner. Pero en algunos sentidos, mete aún más miedo.

 

PETRONIO

 

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