Jueves 25 de abril 2024

Experimentos y otros bueyes

Redacción 24/06/2018 - 03.04.hs

En 1975, los Jemeres Rojos (Khmer Rouge) de Camboya quisieron dar vuelta el reloj de la historia, y abolir las ciudades, creando un país exclusivamente rural. El resultado, al cabo de cinco años de éxodos forzados, fue el exterminio de una cuarta parte de su población: no menos de dos millones de personas. Este fue uno de tantos experimentos sociales fracasados.

 

Ley seca.
El siglo XX fue un campo fértil para estas utopías. Durante la década de 1920 y un poco más, los EE.UU. intentaron, a través de una reforma constitucional, abolir el consumo de alcohol en todo el país. Una epidemia de alcoholismo -producto, sobre todo, de la súbita abundancia de bebidas destiladas- generó un movimiento abolicionista en el que confluyeron sectores progresistas con elementos religiosos y, fundamentalmente, mujeres militantes.
La cruzada, que enfrentó a sectores rurales con las grandes ciudades, y que no estuvo exenta de xenofobia -los anglos protestantes culpaban a los inmigrantes del problema- se tradujo en definitiva en una violenta inmiscusión del Estado en la vida privada de sus ciudadanos, muy ajena al espíritu de la Constitución norteamericana.
El resultado, también aquí, fue un sonoro fracaso. Nunca se logró controlar la producción y venta de alcohol. Lejos de ello, se favoreció la creación de un negocio clandestino que llevó al auge de las mafias (con Al Capone como cara visible) y se terminó promoviendo el alcohol como símbolo de la libertad individual. Entre muchos excesos, el propio gobierno terminó siendo responsable de incontables muertes, producto de la adulteración impuesta sobre el alcohol medicinal que terminaba en la bebida clandestina.
Al cabo de una experiencia tan ajena a la naturaleza humana, podría decirse que el único saldo positivo de este movimiento fue el empoderamiento de las mujeres como actor social, que en el camino ganaron el derecho al sufragio, y el acceso al mercado laboral.

 

Amor sueco.
Un experimento del siglo XX que aún pervive, con balance dudoso, es el llamado "individualismo de estado" promovido en Suecia a comienzos de los años setenta. No contentos con haber establecido uno de los estados de bienestar más perfectos, los líderes suecos doblaron la apuesta, encaminando todo su sistema de subsidios a promover el individualismo, y a abolir la necesidad de relaciones de dependencia económica entre personas individuales, incluso familiares.
Aún con fines loables, la utopía escandinava también implica una fuerte intervención estatal en temas privados de sus ciudadanos. Y a diferencia de la ley seca, el experimento aquí parece haber funcionado, ya que efectivamente el individualismo fue promovido a niveles quizá nunca vistos en la historia humana.
La contracara -siempre hay una- ha sido el notorio debilitamiento de las relaciones humanas, y las redes de contención que, en otras sociedades, proveen la familia, el vecindario y la vida comunitaria. El estado sueco debe mantener un ministerio completo dedicado a la búsqueda de personas perdidas, cuyo paradero nadie conoce. O a identificar los cadáveres que aparecen en los departamentos, muertos hace meses sin que nadie, ni familiares ni vecinos, hayan notado la ausencia de sus moradores.
Supuestamente, despojar por completo a las relaciones humanas de toda interferencia económica las hace más puras. Pero el aséptico paisaje social sueco parece más un laboratorio que un ambiente apto para la felicidad.

 

Y por casa...
Al menos los suecos eligieron participar del experimento. La utopía social en que fuimos embarcados los argentinos fue impuesta primero por una dictadura militar, y luego profundizada por gobiernos que llegaron al poder mintiendo sobre las medidas que se proponían tomar.
Aquí no se trata de dejar libres a los individuos de las ataduras económicas, sino al revés: liberar a las fuerzas económicas, sin reparar ni por un instante en el costo humano.
El estado debe reducirse a la mínima expresión, apenas la necesaria para favorecer los negocios. Las fronteras deben abrirse a la importación de cualquier producto, aunque la industria nacional -y los puestos de trabajo que genera- desaparezcan del mapa. La producción en general es desalentada, promoviendo por el contrario la elefantiasis del sector financiero.
El experimento social argentino se llama neoliberalismo y su administrador, como se vio esta semana, es el FMI. A diferencia de la ley seca o del individualismo sueco, no ha sido impuesto en procura del bien común, sino sólo para el mayor enriquecimiento de una minoría nacional, y de las compañías transnacionales.
Cuando en 2008 se produjo la gran crisis del sistema financiero internacional, los economistas de todo el mundo estudiaban el caso argentino, para determinar cómo fueron posibles los desbarajustes que llevaron al estallido de 2001. Hoy deben preguntarse cómo es que hemos vuelto a arar con los mismos bueyes.

 

PETRONIO

 

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