Viernes 12 de abril 2024

Keynes regresa a pesar de la censura

Redaccion 16/06/2021 - 21.17.hs

La gran crisis de 2008 demostró que Keynes siempre había tenido razón, dice Paul Krugman. Los que le hicieron caso a sus detractores, solo empeoraron las cosas.
JOSE ALBARACCIN
Durante buena parte del siglo XX, mentar el nombre del economista alemán Karl Marx equivalía, en amplios círculos, a pronunciar una mala palabra. Cierta razón había: sus teorías habían servido como andamiaje para el sistema económico que regía del otro lado de la grieta en la Guerra Fría, y representaban una amenaza real para el capitalismo occidental. Hoy pocos se molestan en recordarlo, salvo algunos cavernícolas argentinos, como los que criticaban al entonces ministro de Economía -hoy gobernador bonaerense- por haber leído a Marx, como si un economista serio pudiera darse el lujo de no hacerlo.

 

Keynes.
Hoy la mala palabra para los economistas «ortodoxos» es el apellido de otro economista, el inglés John Maynard Keynes. Es notable observar la histeria que provoca su mención entre los supuestos expertos argentinos, esos que pasan más tiempo en los sets de televisión (y en la peluquería) que en la biblioteca.
Formado dentro del Grupo de Bloomsbury, una formidable colección de intelectuales brillantes e inconformistas -como Virginia Woolf, E. M. Forster y Lytton Stratchey- Keynes evolucionó hasta convertirse en el economista más importante de su siglo. Sus ideas fueron en buena medida la base del llamado «estado de bienestar», que para el historiador Eric Hobsbawn constituye el período de mayor progreso y bienestar en toda la historia de la humanidad.
Con dotes proféticas bastante más finas que las de Marx, en 1919 se opuso al Tratado de Versailles, por considerar que reducir toda una generación de alemanes a la servidumbre y la humillación por las reparaciones de guerra, no sólo era «horrendo y detestable» sino que a la postre conspiraría contra la paz en Europa. Un señor llamado Hitler se encargó de probar que tenía razón.

 

Estado.
Sin embargo, su obra maestra vino recién en la década del treinta, en plena depresión económica mundial. «La teoría general del empleo, el interés y el dinero» -obra de difícil lectura si las hay- postulaba una verdad tan simple y universal como escandalosa: que el llamado «mercado» no podía ni quería corregirse a sí mismo, y que era el deber del Estado invertir fuerte en infraestructura, educación, salud y otros servicios públicos para estimular el crecimiento, aún si ello requiriera contraer deudas e incrementar el déficit fiscal.
Su idea de que la depresión económica se solucionaba estimulando la demanda, fue ampliamente aceptada por los académicos, como por ejemplo el estadounidense Laurie Tarshis -cuyo manual de economía de 1947 fue muy difundido- seguido por Paul Samuelson.
Sin embargo -como desnuda en un reciente artículo el Premio Nobel de Economía Paul Krugman- amplios sectores de la derecha se organizaron en una campaña de desprestigio contra la nueva doctrina. Esto no sólo incluyó todo tipo de calumnias, sino acciones concretas, como presiones de donantes y patrones de las distintas universidades, demandando la erradicación de esos libros de la currícula.

 

Censura.
Estos toscos intentos de censura no tuvieron mayor éxito, entre otros motivos, porque las teorías de Keynes estaban siendo aplicadas con mucho éxito, la economía crecía, y el nivel de bienestar de la población en el occidente desarrollado llegó a niveles nunca antes vistos.
Sin embargo, en la década del setenta, con el abandono del patrón oro y la crisis del petróleo, la economía comenzó un proceso de declive que envalentonó a los detractores de Keynes. Pero esta vez sus ataques fueron más sutiles. Por ejemplo, cuestionar que esa doctrina no tuviera bases matemáticas y estadísticas sólidas, una acusación algo injusta, ya que Keynes -como Marx antes que él- no tuvo en su tiempo el acceso a las estadísticas que hoy manejamos.
De a poco, y con el auge conservador de Reagan y Thatcher en los ochenta, el ataque se volvió despiadado, llegando a ridiculizar todo el trabajo de Keynes. Como indica Krugman, «pronto se hizo claro que las principales revistas de economía no publicarían ningún artículo abiertamente keynesiano. Personalmente junto a otros colegas afines tuve que resignarme a publicar sobre campos marginales de la economía, sin ingresar a la cuestión central de las depresiones y cómo se originan. Así podías contrabandear un poco de keynesianismo en tu trabajo, pero sólo si estaba envuelto en un modelo que aparentaba tratar sobre otra cosa».
Lo que había ocurrido fue un proceso de censura -o de «cancelación» como se dice ahora- en el que grupos de interés poderosos lograron por un tiempo impedir la diseminación de ideas que afectaban sus intereses.
«Entonces llegó la crisis de 2008 -ilustra Krugman- que demostró que Keynes había tenido razón todo el tiempo. La caída había sido provocada por el colapso de la demanda; los gobiernos que respondieron con inversiones, elevando el déficit, fueron los que pudieron mitigar la caída, y los que siguieron practicando la austeridad fiscal sólo empeoraron las cosas. Y las teorías anti-keynesianas que habían dominado las revistas por varias décadas, se mostraron perfectamente inútiles».
Hoy la crisis provocada por la pandemia confirma lo mismo: no hay economía sin demanda. Pero los «economistas» de la TV siguen despotricando contra Keynes, un poco al modo de las gallinas que siguen corriendo aún luego de ser decapitadas.

 

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