La memoria del ombú
La caída del viejo ombú de la calle Oliver dejó con un gusto amargo en la boca a no pocos santarroseños. En una ciudad, y una provincia, que no se destaca por su conciencia acerca de la importancia del árbol, este episodio quizás pase desapercibido para muchos; pero no para todos.
Hay un sector de la población que se empecina en rescatar una tradición perdida, aquélla que llegó con los pioneros inmigrantes y se materializó en la siembra de árboles en todos los pueblos que fueron fundándose tras la conquista militar a sangre y fuego de la nación ranquel.
Todavía persisten algunos de aquellos viejos y enormes árboles en los ingresos a los centros urbanos, en las abandonadas estaciones ferroviarias, en algunas plazas y bulevares y en ciertos sitios históricos. Son arboledas diezmadas por el paso del tiempo y la ausencia de cuidado de las nuevas generaciones. Peor aún, muchas de ellas fueron derribadas por quienes empezaron a ver en los árboles un «peligro» o un obstáculo para la civilización del cemento.
El gran ombú que acaba de caer quizás haya sido una metáfora de esta historia. Es muy probable que haya sobrevivido tanto tiempo porque estaba en el terreno de una propiedad privada. Si se hubiera plantado en la vereda, en el espacio público, es casi seguro que habría caído mucho tiempo antes y no por vejez y viento sino por motosierra o hacha. No faltan frentistas en Santa Rosa y en cada una de las localidades pampeanas, que sacan árboles como quien saca yuyos de un cantero. Tampoco faltan funcionarios municipales y provinciales que no hacen nada para evitar esos estropicios.
Una simple recorrida por esta capital alcanza para advertir la escasa empatía que muestran tantos vecinos por los árboles. Y también el escaso compromiso de casi todas las administraciones municipales por revertir tanto maltrato forestal y despertar conciencia acerca de la relevancia del árbol para la vida -la humana y la de todos los animales y vegetales-.
Muchos santarroseños hemos pasado por debajo del ombú y agradecido su fronda. En la casa que lo albergaba hubo constante movimiento a lo largo del último medio siglo. El estudio de un arquitecto entrañable que ya no está entre nosotros, una peña folclórica, una casa de comidas, una milonga… El recuerdo que fluye al ritmo de la escritura es imperfecto y seguro que deja en el olvido otras actividades cuya omisión el lector sabrá disculpar.
Pero lo cierto es que la imagen del enorme ejemplar de ombú quedará en la memoria de quienes lo conocieron y admiraron; y, sobre todo, respetaron. Quizás sea esa actitud de veneración el mejor homenaje que pueda hacerse al gigante vegetal ahora que dejó su lugar en este mundo. Y quizás pueda completarse ese homenaje con otro, más concreto y traducido en acto: plantar en el mismo sitio otro árbol de gran porte, cuidarlo y respetarlo a fin de que obre como una suerte de legado para las próximas generaciones. Para que ellas puedan decir de nosotros: al menos algunos de los que nos precedieron se preocuparon por cuidar lo que tantos otros descuidaron.
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