Jueves 25 de abril 2024

La reina de la primavera

Redaccion 21/09/2020 - 21.47.hs

Los varones no lloran y queda feo que las nenas jueguen a la pelota. El mariquita y la varonera eran disidencias que desafiaban los modelos en clave binaria, que le sacaban la lengua al machismo en el patio del colegio.
VICTORIA SANTESTEBAN*
Allá por los noventa, la casita del jardín prescolar se llenaba de nenas jugando con bebés de plástico y haciendo la comida. Algún varón por ahí se animaba a ser el padre de esa familia imaginaria en la que no había otras maneras de pensarla más allá de la heteronormatividad. La casita pintada de rosa pastel contrastaba con el azul más fuerte del «rincón de varones», lleno de autos y herramientas. Los guardapolvos también distinguían entre nenes y nenas, como los baños. Las maestras ordenaban en fila de menor a mayor conforme la dimensión de tu cuerpo, y la genitalidad definía si ibas de uno u otro lado de la fila. En 2012 el Congreso Nacional sancionaría la Ley de Identidad de Género para ir despegando etiquetas y habilitando identidades.
Generaciones de argentinos y argentinas transitamos la escuela primaria y secundaria sin educación sexual integral (ESI) porque de eso tampoco se hablaba. Y si bien en 2006 la ESI sería obligatoria por ley, en 2020 hay todavía padres, madres y tutores encargados de oponerse a su ejecución.

 

El reinado.
La secundaria vendría a reforzar los roles y estereotipos de género y la reina de la primavera era la coronación de esa seguidilla de contenidos que íbamos incorporando en las aulas y en casa. La pasarela del club con las candidatas en exposición daba cátedra: la belleza era un atributo valiosísimo para la mujer. La mirada del varón se direccionaba hacia la -conforme patrones estéticos hegemónicos- linda del curso, que cargaba con la admiración o enemistad de las que no corrían su suerte. La matriz básica del machismo estaba ahí: el cuerpo femenino cosificado, para deleite del varón (la heteronormatividad también se suma al programa de contenidos) y la rivalidad entre mujeres como batacazo para garantizar la ingeniería patriarcal.

 

Peluquerías.
«Los hombres no gastamos mucho en peluquerías, las mujeres sí» fueron los dichos desafortunados del presidente Alberto Fernández el pasado 14 de septiembre. Al ejercicio intelectual de repensar nuestros discursos todavía le falta práctica para que salgan automáticos. Los dichos del presidente refuerzan el estereotipo de la mujer gastadora compulsiva, que derrocha tiempo y dinero en la peluquería con la tarjeta del marido. Pensar la peluquería como espacio monopolizado por las mujeres continúa tachándonos de superficiales y huecas, preocupadísimas por nuestras melenas en medio del caos pandémico, como si lo único que tuviéramos en la cabeza fueran esos pelos que queremos suaves, brillosos, sin friz ni canas.
Si bien el presidente debería haber evitado hacer la distinción entre varones y mujeres en pos de promover la deconstrucción de estereotipos de género, hay una cuota de verdad en el exabrupto: las mujeres gastamos más en peluquerías (en centros de estética, cremas, maquillajes, cirugías, depilación) que los varones. Es que «arreglarse, para las mujeres, nunca puede ser solo un placer. También es un deber. Es su trabajo», denunciaba Susan Sontag en Belleza de Mujer (Women´s Beauty) en 1975. Y si bien el varón ha comenzado a gastar dinero en su imagen, la industria de la «belleza» es mayormente consumida por mujeres.

 

Cánones de belleza.
La imposición de cánones de belleza además de machistas, por operar sobre el cuerpo de las mujeres de una manera mucho más evidente que sobre los varones, es también de racista, clasista, capitalista, y se encuentra inmersa en la heteronormatividad, claramente.
Racista: Las modelos no caucásicas son llamadas exóticas. Y los colores de piel «no blancos» que aparecen en los medios es un marketing por la diversidad con finalidad mercantilista, de pretendida inclusión. Los rasgos asiáticos, afroamericanos e indígenas son atados a la matriz de belleza lánguida y blanca: cuerpos flacos, altos con aires caucásicos. Entre las denuncias impulsadas por el Black Lives Matter desatado en EEUU en junio pasado también se alertó sobre el racismo en los patrones de belleza hegemónicos: las cremas «blanqueadoras» y los productos para alisar los rulos africanos cayeron en la volteada para el ataque a la hegemonía blanca.
Clasista: Hemos escuchado el lema «menos es más»: la mujer fina, «de clase» tiene la sobriedad como bandera. Usa maquillaje imperceptible y esquiva delineados intensos, bocas pintadas y efecto revoque porque es «grasa». El mandato hegemónico de belleza también apela a la sobriedad, a pasar desapercibidas, tan funcional a nuestra historia de invisibilización. La sobriedad es sinónimo de clase y distinción, de inteligencia asociada a la masculinidad. El «dress code» de muchas mujeres en gerencias, juzgados y bancos coincide con el de sus pares varones, de traje, corbata y pelo corto. Como si hablar con las pestañas embadurnadas de rímel quitara autoridad a lo que estamos diciendo. Las críticas a la expresidenta Cristina Fernández por andar de calzas y mucho maquillaje venían por ese lado.
Capitalista: Las mujeres consumen más productos y tratamientos de «belleza» que los varones y a la vez, el cuerpo de la mujer se consume como bien y como servicio. En tiempos de reivindicación de derechos de las mujeres, la prostitución no puede pensarse como un trabajo: el consumo del cuerpo de las mujeres -de un cuerpo que cuanto más joven y «bello», más cotizable- es funcional al capitalismo esclavista. Y el capitalismo opera a la perfección con el machismo y con el feminismo burgués, que confunde empoderamiento con comprar zapatos y con disponer del cuerpo para su explotación sexual.

 

Mujer bonita.
Además, ¿quiénes acceden a la «belleza»? ¿A cirugías y tratamientos carísimos? ¿Quiénes tienen el tiempo y el dinero para ocuparse de esto? ¿Para quiénes un complejo es una preocupación? La mujer del barrio pobre no llega ni a detenerse frente al espejo porque trabaja 24/7 para parar la olla. Y de acceder a cirugías estéticas, está más expuesta a mala praxis por la elección de profesionales sin mucha preparación.
¿Qué pasaría si la belleza dejara de estar captada por un canon perverso de medidas imposibles y colores claritos? ¿Qué pasaría si abrazáramos nuestros cuerpos exigidos con más amor propio? Los mandatos son opresión y la liberación es también vernos y sentirnos bellas conforme nos parezca a nosotras mismas. La lucha feminista pasa asimismo por destronar la orden de belleza de su reinado histórico, para que deje de ser un deber, y sea una elección. Y también para idear modelos contrahegemónicos de belleza. Además, ahora que somos sororas, que de reinas de la primavera pasamos a presidentas, que rompimos el hechizo machista que nos volvía enemigas, ahora que nos abrazamos para marchar, sabemos que mujer bonita, es la que lucha.

 

Abogada. Magíster en Derechos Humanos y Libertades Civiles.

 

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