Miércoles 03 de abril 2024

La violencia que no se quiere ver

Redacción 27/07/2015 - 04.22.hs

El estado de violencia de género que se vivía en una vivienda en Eduardo Castex puso a los pampeanos, otra vez, ante una cruda realidad que atraviesa a todo el tejido social. En este caso, sobresalen algunas aristas dignas de analizar.
En principio, porque el hombre que violentaba a su propio núcleo familiar es un pastor de una iglesia evangélica. Se presume que quienes desempeñan esa tarea son personas dotadas de sensibilidad hacia sus semejantes, a quienes buscan proteger en cuerpo y alma, según los preceptos eclesiales. En el caso de las iglesias evangélicas no se puede apelar a la situación de abstinencia sexual a que son sometidos los sacerdotes de otros cultos, como el católico, pues han resuelto evitar esa alienante desmesura. Por lo tanto los traumas psicológicos desatados por tan antinatural exigencia no operan en este caso como "explicación" para las conductas aberrantes.
También llama la atención el hecho de que este drama tuviera lugar durante muchos años en una comunidad pequeña en donde, como se dice vulgarmente, "se conocen todos". En las localidades menos pobladas se desarrolla, por lo general, una vida social de vínculos cercanos entre los vecinos. Y en el caso de esta familia, cuyo padre es nada menos que pastor de una iglesia, cabría esperar un contacto fluído con el entorno. De ahí que cabe la pregunta: ¿nadie percibió ninguna señal anómala en nada menos que 17 años de sufrimientos? ¿El terror con que vivían las víctimas no fue percibido por nadie del círculo familiar, por vecinos, por la grey de la iglesia del poco piadoso sacerdote? Y en el ámbito educativo adonde asistían las tres hijas del maltratador, ¿tampoco se detectó ninguna señal del calvario que estaban padeciendo? Si bien son situaciones muy diferentes, hay algunos puntos de contacto entre este caso y las registradas semanas atrás en 25 de Mayo, cuyas víctimas eran niños pequeños abusados sexualmente sin que tan extrema situación fuera advertida durante mucho tiempo en el entorno social.
En Eduardo Castex fue, finalmente, un vecino el que alertó a las autoridades. Luego un familiar ratificó la situación de aislamiento y maltrato que padecía la mujer y sus tres hijas. Desde luego que fueron aportes importantísimos para terminar con el calvario. Pero persiste la duda de por qué pasó tanto tiempo -casi dos décadas- sin que ese grupo severamente afectado por una situación tan grave de violencia fuera auxiliado en una comunidad poco numerosa. No se trata de señalar o culpabilizar, pero sí de reflexionar sobre algunos patrones de conductas sociales que suelen desarrollar los individuos que comparten el mismo espacio urbano en una comunidad.
La violencia que se desarrolla en los ámbitos familiares contra los más débiles, por lo general mujeres y niños, es de naturaleza muy compleja. Participan infinidad de factores psicológicos, pero también están presentes los prejuicios sociales que posibilitan que el círculo perverso de la violencia comience y luego se extienda durante mucho tiempo. Y todo ocurre muy cerca de un entorno social que suele cerrar los ojos porque cree que ese problema no le concierne. Es, ni más ni menos, que el "no te metás en donde no te llaman", cuando las víctimas llaman a gritos pero, dominadas por el terror, sin poder hacerlo a conciencia.
Cuando salta todo, la reacción inmediata es un reclamo general de mano dura y aumento en las penas, en una suerte de mezcla de catarsis y mala conciencia. Pero, como dijo un destacado jurista, el Código Penal no sirve para evitar el delito; actúa cuando el hecho ya pasó y no repara el daño provocado. La prevención, el cuidado del otro, en estos casos tan dramáticos de violencia doméstica, involucra a todos y cada uno de los integrantes de la sociedad.

 


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