Lunes 15 de abril 2024

Nueva era y desafíos

Redaccion 04/05/2021 - 06.03.hs

POR ALBERTO ACOSTA
Cuatro décadas atrás, cuando Argentina iniciaba el camino de reconstrucción democrática tras casi ocho años de dictadura, los desafíos que afrontaba la libertad de prensa eran bien distintos de los actuales. La profesión del periodismo cargaba en sus espaldas con la ausencia de 223 compañeros desaparecidos, para no mencionar a los presos y exiliados, y a la férrea censura padecida durante todo ese período. El ejemplo paradigmático es el de Rodolfo Walsh, cuya «Carta abierta a la Junta Militar» sigue siendo hoy un documento fundamental.
Aprendimos entonces que un periodista podía morir por hacer su trabajo, cosa que nos vino a recordar el caso de José Luis Cabezas en plena democracia (1997).
Un periodista entonces también podía ir «legalmente» preso, y no sólo por los delitos de calumnias e injurias. Había entonces, además, un abominable figura penal denominada «desacato», que castigaba con prisión casi cualquier molestia a la autoridad de los funcionarios, aún cuando éstos, en democracia, deben responder por sus actos de gobierno.
Esta tarea elemental de reportar y controlar la función pública fue objeto de un tortuoso sendero en los tribunales, donde se comprendía mal y poco el rol de la prensa, y se pretendía imponerle enormes responsabilidades civiles ante supuestos de difamación. La censura oficial -sobre todo la ejercida en formas veladas o indirectas- y la falta de reconocimiento al derecho de la prensa de preservar sus fuentes de información en el anonimato, eran episodios cotidianos. Hoy buena parte de estos desafíos han sido superados casi por completo.

 

Otros desafíos.
El periodismo no es en Argentina una profesión mucho más riesgosa que las demás. La posibilidad de que un periodista vaya preso por cumplir con su trabajo es casi nula. El fantasma de las cuantiosas indemnizaciones para «lavar el honor» de funcionarios y figuras públicas, se ha visto atenuado seriamente con la entronización de la llamada «doctrina de la real malicia», que garantiza que sólo la conducta periodística aviesa o extremadamente torpe puede ser considerada ilícita.
Hoy los desafíos son otros, y francamente aparecen como más complejos y sutiles.
Un problema -particularmente a partir de la irrupción de internet- es que se ha democratizado ampliamente la facultad de opinar, lo cual sería un dato muy positivo, si no fuera porque en el camino se ha diluído el profesionalismo periodístico. Así aparecen como de valor equivalente expresiones espontáneas y bienintencionadas, pero que no son el producto del trabajo riguroso con que el periodismo trata a sus fuentes y construye sus reportes.

 

Fake news.
No es de extrañar, entonces, que asistamos a una verdadera epidemia de noticias falsas, que representan una amenaza para libertad de prensa, de gravedad acaso mayor que la de la censura estatal. Porque está comprobado que estas llamadas «fake news» interfieren efectivamente en el proceso democrático. Muchas veces son los propios gobernantes quienes las promueven. Y el clima enrarecido que generan, hace mucho más difícil el debate público y la vigencia efectiva de la libre expresión.
La cuestión es grave, por cuanto todavía no es debidamente percibida en toda su dimensión, en particular en organismos como los judiciales, que son quienes deben controlar el abuso. Y, además de esta falta de diagnóstico, está el problema de que todavía no sabemos a ciencia cierta cuál es la mejor forma de combatir las noticias falsas o al menos mitigar sus efectos perniciosos.

 

Expresiones digitales.
Otro problema grave es que, con la migración hacia los medios de expresión digitales, el control sobre el discurso lo ejercen ya no los gobiernos, sino una casta plutocrática, compuesta por millonarios con su propia agenda, y a quienes nadie ha elegido para cumplir un rol tan relevante en la vida democrática. No es un dato menor el hecho de que ocho de las diez personas más ricas del mundo, construyeron su fortuna recientemente de la mano de alguna compañía de internet.
Que un ex presidente de EE.UU., otrora el hombre más poderoso del mundo, tenga bloqueadas sus cuentas de Twitter y de Facebook, y dependa de esos magnates para expresar su opinión (por lamentable que ésta pueda ser para algunos) habla de que los nuestros, como diría la maldición oriental, son «tiempos interesantes».

 

FOTO: ILUSTRATIVA.

 

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