Casas que pierden sentido de su estar
Señor Director:
Un informe que se divulgó días atrás hace saber que en la metrópoli (también ciudad autónoma) hay 340 mil casas habitación sin habitantes y que, en cambio, el número censado de los que carecen de vivienda en esa jurisdicción es de 170.000. Supongo que este número no corresponde a individuos, sino a núcleos familiares.
La primera reflexión que se hace el lector es que, entonces, no hay problema: pongamos a los sin techo en esas casas y todavía podremos dar cobijo a otros tantos.
Lo que realmente revelan esos datos es un rasgo de la sociedad en que vivimos. ¿Qué rasgo? Me parece que es el de la desigualdad, pues no todos tienen satisfecha esa necesidad elemental del techo. Sin techo, propio o alquilado, la persona se siente desposeída de su propia condición o de la condición históricamente preferida. Hay quienes procuran crearse una condición distinta y aceptan vivir sin casa, cosa que pueden hacer porque en las grandes ciudades se tolera que hagan un sucucho en un baldío o que quieran dormir donde los sorprenda la noche, en la acera, en los espacios libres que dejan los edificios antes de las puertas de acceso, en un banco o el suelo de una plaza. La higiene personal es postergable, pero el comer y el dormir son imperiosos. Cuando se está solo, esta solución es viable. Cuando se tiene compañía dependiente (consorte, niños) la solución consiste en ocupar una de esas casas sin moradores. Días atrás, mientras transitaba por la calle Cabildo, en la CABA, estuve mirando una antigua casa, muy sólida, que parecía sin ocupantes. Tenía un patio delantero, con árboles y plantas y un tapial delante, con portón y candado. Otro día, al pasar, vi que había niños que jugaban en el jardín, pero pude observar que el portón de acceso estaba con candado. O sea, que las deshabitadas tienen ocupantes (ocupas, les llaman). Pude saber que incluso pagan a alguien que se asume como autorizado, pero que los hace entrar clandestinamente. Luego, suele llegar una orden judicial de desalojo y resulta que el que cobraba un alquiler desaparece. La desigualdad vuelve a manifestarse.
Escuela
La escuela de discapacitados motores de Santa Rosa celebró sus 25 años, sus bodas de plata. Eso hizo posible que quienes no están al tanto de su existencia pudiesen ver que niños y jovencitos que no pueden andar por sí mismos tienen un sitio donde se les reconoce su derecho (a la igualdad), se les provee educación y, lo que parece principal, se les proporciona un ámbito en que comparten su estada con otros de igual condición y con personas sin problemas corporales que están ahí para compartir su tiempo y ofrecerles una educación y, principalmente, una cordialidad, una simpatía que les permite creer que su discapacidad no los margina, no los convierte en excluidos.
Durante mucho tiempo, los nacidos o devenidos diferentes, fueron sustraídos de la vista pública. Esta escuela da cuenta de un avance en medidas de igualdad y se advierte que la carga de la diferencia comienza a pesar menos. ¿Llegará a dejar de pesar?
División
Los diputados, según se informa, siguen dividiéndose. Hasta ahora, no pasan de la unidad. Por ahora la unidad es el límite. La división de uno parece una herejía, pero cosas veredes, Sancho.
Al dividirse, se separan. Piden un espacio propio y personal que pueda atenderlos.
Se supone que la autoridad de la cámara tiene un dolor de cabeza con cada división. Se supone, también, que se pregunta cómo es posible que, llegados como fruto de un ideario común, de un proyecto compartido, no bien llegados, o poco después, se dividan y exijan que el edificio genere espacios para albergar su diferencia y que el presupuesto se haga de goma para proveerles personal de servicio, asesores, etcétera. Si se pregunta algo más, es posible que se quiera saber si la prédica de la unión (unidos somos más), que todo político dice a los suyos y a la sociedad, es pura cháchara.
Atentamente:
JOTAVE
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