Agosto que acarreó tristes memorias
SEÑOR DIRECTOR:
Sobrellevado agosto, cabe hacer sitio a recuerdos que recrean, en los veteranos, la imagen de una Pampa seca, ventosa y de abundante "polvo levantado por el viento".
En mi propia infancia, que discurrió mayormente en los años del éxodo rural, pude ver repetido el fenómeno de unos vientos que ora soplaban del norte, ora del sur, y que traían y llevaban el suelo de los campos arados y las arenas livianas de los caminos rurales. Memoria de la obligación de cerrar las ventanas y de poner trapos mojados al pie de las puertas para frenar la entrada del polvo. Días y lugares de tener que usar barbijo para resguardar pulmones y vías respiratorias. Tiempo de aprender que mi pobreza, la de los míos, era abundancia en comparación con los que dejaban la tierra que los había sustentado.
En mi barrio de entonces, Villa del Busto, había un terreno de una manzana que tenía un galpón de chapas de cinc. Los muchachos jugábamos ahí y recuerdo colosales batallas de indios y soldados, en los que usábamos arcos y flechas improvisados con cañas de la maleza. Ya he contado esto y siempre me duele repetirlo. Un día tuvimos la sorpresa de que allí se había instalado una familia. Toda una familia: padre, madre y cinco hijos. El galpón de chapas, helado en invierno, infernal en verano, sería su morada por un año. Venían huyendo de la sequía, no sé desde dónde. Tenían, pero no lo recuerdo bien, una chata rusa, un par de caballos y algunas herramientas. Los hijos se incorporaron a nuestros juegos y yo aprendí algunas palabras (palabrotas, sobre todo) de alemanes del Volga. Recuerdo que un día propuse cambiar las reglas de uno de nuestros juegos y ellos (los del galpón) aceptaron, pero no les gustó. Entonces, ellos encargaron al más chico que viniera como embajador a decirme que así no querían jugar y que: "mamejorigualcomuantes", frase que resuena todavía en mi memoria porque, en verdad, me la he estado repitiendo en sueños y en vigilia. Meses después, en otra mañana, descubrimos que el galpón estaba desocupado. Los "rusos" habían partido durante la noche. Toda mi manera de entender y referirme a los años del gran éxodo está teñida por esa experiencia. Todavía me entristece su recuerdo.
El agosto que ahora ha quedado atrás ha sido uno de los más severos en mucho tiempo. No sé si más o menos que en los años de la Santa Rosa aldeana. Han cambiado algunas circunstancias. Los nuevos métodos de cultivo del suelo ponen obstáculo a la voracidad del viento por arrebatar la capa fértil. La ciudad de antes estaba abierta a las quintas, las chacras y a las tierras de pastos, granos y ganados. Había una simbiosis entre lo urbano y lo rural y los vastos patios de las casas eran, con frecuencia, lugares de cultivo de frutas y verduras. Todos sentíamos nuestras raíces con el suelo, sensación que hoy quizás ya perciben pocos. En medio siglo ha habido otros éxodos. El más reciente va despoblando los campos y acrecentando la población de los centros urbanos: de algunos de los viejos centros, porque hay otros que vegetan y se niegan a desaparecer, pero cuyo reclamo cada vez llega más asordado o no alcanza a perforar las barreras que ponen las nuevas expectativas o las distracciones que quizá se crean para que el tránsito hacia lo desconocido no inquiete. Nos apretujamos en edificios cada vez más negados a la relación con el suelo, desoyendo la advertencia de los antiguos, expresada en el mito de Anteo, el titán que necesitaba tocar la tierra para recuperar sus fuerzas. Anteo, hijo de Gea (la Tierra) y Poseidón (el mar) dormía sobre la tierra desnuda. Peleaba al león de igual a igual. Heracles lo pudo vencer con el ardid de ponerlo en el aire y no dejarlo rozar la piel de Gea.
Ahora hablamos poco de los mitos, que son el nexo intelectual con nuestros orígenes y punto de partida detrás de la espera de que el saber nos haga libres y soberanos, quizás sin notar que hay dependencias vitales.
Atentamente:
JOTAVE
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