Miércoles 04 de junio 2025

Partidos y afiliados

Redacción 05/07/2012 - 04.46.hs

La lógica más elemental indica que si un partido político se presenta ante la ciudadanía para aspirar a gobernarla, debería garantizarle que sus integrantes no sólo están consustanciados con una vocación de servicio para asumir responsabilidades en el Estado en favor del "bien común" -como rezan las constituciones nacional y provincial- sino que sus conductas públicas y privadas resultan intachables y por lo tanto son dignas de confianza como para entregarles el voto.
Por tradición, los partidos políticos fueron "escuelas de democracia", instituciones que recibían a los ciudadanos para incorporarlos a la vida política desde un punto de vista activo. Quien ingresaba a militar en un partido político, cualquiera fuera su signo, estaba diciendo que iba a hacer de la política una actividad importante en su vida.
Lamentablemente -neoliberalismo mediante- aquel idealismo sufrió un grave proceso de deterioro y la mayoría de los partidos se reconvirtieron en meras "maquinarias electorales" con poca vida interna y capacitación de sus afiliados, salvo honrosas excepciones. En los últimos años se observa que parece recuperarse aquella saludable mística, aunque en forma incipiente todavía, y es de aguardar que esa transformación se consolide.
Aún con todos esos avatares, para cualquier partido político, es -o debiera ser- muy importante "dar fé" de sus integrantes pues ellos son los representantes, la "cara visible" de cada la institución. Por ello cuentan, en su organización interna, con instancias que son las que determinan la aceptación o no, en sus filas, de las personas que se proponen ingresar como afiliados.
Ningún partido que no se quiera suicidar políticamente -por poner un ejemplo extremo- va a aceptar en sus filas a un asesino serial, o a una persona que cometió delitos ostensibles o que se enriqueció estafando a sus semejantes. Es evidente que ese "derecho de admisión" lo ejerce cada partido político en su propia defensa y en favor de la reputación de sus integrantes.
Pero qué sucede cuando dentro de un partido político, uno de sus miembros -ya admitidos- comete actos delictivos, comprobados no sólo por denuncia policial sino también por la intervención de la Justicia. Si el partido en cuestión no adopta una decisión al respecto y procede como si nada hubiera pasado, está dando a la ciudadanía un mensaje doble. Por una parte, su discurso le dice que sus hombres son los mejores para ejercer el gobierno, y por otra, proteje o no sanciona a quienes cometen actos reñidos con las más elementales normas de conviencia hacia sus semejantes.
Hoy el Partido Justicialista está en la mira por algunos casos que han tomado trascendencia pública en virtud de que los involucrados están acusados de cometer delitos sancionados por el Código Penal. La actitud de la organización de decir que no cuenta con las "herramientas" necesarias para sancionar este tipo de conductas tan reprobables aparece como una excusa. Pero además, ni siquiera se sabe que haya adoptado alguna medida disciplinaria contra los afiliados que cometieron actos de corrupción en el Estado y ya están purgando penas al resultar condenados por la Justicia.
Es probable que la sucesión de elecciones ganadas desde 1983, a nivel provincial, opere para que el PJ actúe de esta forma y considere que no está pagando costos políticos demasiado altos. Que esa "máquina de ganar elecciones" en que se ha transformado el PJ, utilizando el enorme poder del Estado, le haya hecho olvidar el rol rector y la inmensa responsabilidad social que debe tener de cara a la sociedad.
Sin embargo, sus dirigentes deberían tener presente que no hace tantos años, apenas una década, cuando estallaron las cacerolas y las calles se llenaron de indignados que clamaban "que se vayan todos", la furia contra la corrupción estaba a la cabeza de los reclamos.
Sería muy triste que no se haya aprendido nada de aquella dura lección y que la historia "vuelva a repetirse", como dice el tango.

 


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