Un rostro infame
En lo que ya parece una abierta intención de acabar con la estructura científica argentina, el gobierno nacional también ha puesto en marcha una reforma del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria que, como en otras iniciativas similares, lanza por la borda décadas de trabajo e investigación.
Pese a algunas resistencias, la iniciativa cuenta además de la desatinada aprobación presidencial que se descuenta, con el empuje del nefasto Sturzenneger, fungiendo ahora como ministro de Modernización, un organismo armónico con el neoconservadurismo imperante en el gobierno.
No se trata de un mero paso político sino del ataque –y la destrucción— de un organismo que quizás no tenga par en el mundo y que modificó muy positivamente la ruralidad argentina, especialmente en su sector de pequeños y medianos productores. También es la evidencia de mentalidades directivas tan retrógradas como para ordenar que los trabajos de orden interno eviten –o eliminen directamente— las menciones y los términos referidos a emprendimientos colectivos o cambio climático. Tal como se lee.
A la espera de definiciones concretas del gobierno nacional, que se descuentan negativas para el organismo, los integrantes de la entidad siguen trabajando en pro de demostrar a sus críticos qué es el INTA y lo que significa. Promotores de una política de desintegración del país, ellos son indiferentes ante la efectividad y la trascendencia de la labor en la pequeña y mediana burguesía agraria. Esa orientación ya la habían demostrado meses atrás con la anulación de los históricos y efectivos programas Pro Huerta y Cambio Rural, dados de baja en todo el país, una iniciativa que corría pareja con el asesoramiento gratuito a productores. Pero además, hay un aspecto del instituto no menos trascendente: su labor en el extensionismo dirigido a los pobladores del campo, familias especialmente, abriéndoles las puertas a una percepción de la sociedad, la economía y el mundo en general de los que tradicionalmente estaban marginados.
Pero acaso donde este neoliberalismo muestre su rostro más infame es en la venta de tierras experimentales, que el gobierno pretende presentar como “ociosas”. Son grandes extensiones de tierras ubicadas en distintos puntos del país, dedicadas a trabajos genéticos y manejo de pastizales. Esas ventas, que aparecen como muy próximas, tendrían dos consecuencias inmediatas: la primera sería la pérdida de décadas de investigación con resultados positivos; y la segunda sería su privatización con incorporación a sociedades latifundistas, trasformando al INTA en un botín de negociados y liquidación de cientos de miles de hectáreas, que caerán en manos de especuladores de bienes raíces del campo y de la ciudad.
Esta destrucción del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria tampoco oculta otra intención armónica con los postulados neoliberales: el despido de trabajadores en un nivel masivo, del orden de varios miles, con un alto porcentaje de calificados. Obviamente la reestructuración administrativa que acompañaría a lo precedente quitaría toda autonomía al organismo, anulando de paso su dirección colectiva, hasta ahora a cargo de instituciones jerarquizadas y representativas.
Con semejantes pautas, que no son sino las más sobresalientes, vuelve a imponerse la reflexión de hasta dónde la sociedad argentina (la del campo especialmente, con la consabida excepción de la Sociedad Rural) tolerará este desguace que el gobierno sostiene con argumentos de una mendacidad desvergonzada.
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