Lunes 29 de abril 2024

Camello

Redaccion Avances 07/04/2024 - 15.00.hs

La escritora pampeana, residente actualmente en Costa Rica, comparte con los y las lectoras de Caldenia, un nuevo cuento. Una niña, un padre, una función de circo y un final poco feliz.

 

Soledad Castresana *

 

Me pasé todo el camino hasta el pueblo tratando de convencer a mamá de que viniera con nosotros, de que no le iba a pasar nada al bebé. Pero ella se acariciaba la panza y me repetía, con esa nueva lentitud, que mejor se quedaba de doña Elvira, que nosotros disfrutáramos del circo.

 

La dejamos y nos fuimos, papá y yo. Él sonreía. Yo no podía dejar de hablar. No paré hasta que, ya sentados en las gradas de madera, con el paquete de garrapiñadas abierto, sonó un redoble de tambores. Después, se apagaron las luces. Abracé fuerte a papá y él me rodeó con su brazo y su perfume. A nuestro alrededor, los cigarros de otros padres eran estrellitas fugaces.

 

Se iluminó de vuelta la pista, estallaron los aplausos y empezó la función. Hubo de todo: un oso viejo que gruñía, tres caniches vestidos de gala, una señorita flaquísima que se enredaba en su propio cuerpo como si no tuviera huesos, un elefante triste que amenazaba con aplastar a un enano y el camello.

 

–Ahora, todos los niños podrán cumplir su sueño: dar una vuelta en Ramsés, el camello de Egipto –anunció el maestro de ceremonias con su voz de trueno amplificada por el megáfono, al tiempo que entraba el animal–. Y para que las madres se queden tranquilas, el hombre forzudo estará cuidándolos. ¿Quién se anima?

 

–¡Acá, la Romi! –gritó papá y me levantó la mano. Toda la gente nos miró.

 

–No –dije, zafándome.

 

–¡¿No?! Con lo bien que andás a caballo vos. Miralo. ¿No le vas a tener miedo?

 

Ramsés caminaba en círculos exhibiéndose. Tenía la mirada idiota de una vaca, se movía como un toro que hubiera comido demasiado, pero era más parecido a la llama que había en el campo de los Quispe. Lo guiaba una odalisca hermosa con zapatos puntudos y ombligo al aire.

 

Mientras tanto, en medio de padres y abuelos inquietos, dos payasos enanos empezaban a organizar en fila a un montón de nenes engominados y a unas pocas nenas de blancos moños igual que yo.

 

–No le tengo miedo. Me da vergüenza ir ahí adelante.

 

–¿Vergüenza? A ver, mocosa, ¿cuántas veces te pensás que vas a poder subirte a un bicho así?

 

–Que me importa.

 

–¿Sabés lo que hubiera dado yo a tu edad por andar en camello?

 

–Andá vos, entonces –le contesté, y me dio una cachetada.

 

La gente se reía. Algunos aplaudían, otros silbaban. Imitando a un domador, un chico gordo con camisa azul y bombachas de campo, apretado entre las jorobas de Ramsés, agitaba su boina y lo taloneaba. El camello hacía su parte, indiferente. Pero el hombre forzudo había puesto cara de malo y los escoltaba de cerca. No le caía bien el chiste.

 

Papá se levantó y se fue. Tuve que bajar los tablones a los saltos. Me daba más miedo perderme que caerme. Al salir, la señora de la puerta nos ofreció un boleto para que pudiéramos volver a entrar. Yo lo agarré. Él ni miró.

 

Subimos a la camioneta. Me senté bien cerca de la puerta y abrí la ventanilla para que me diera un poco de aire. Sentía pegados en mí todos los olores de la carpa, las colonias, el algodón de azúcar, el pis del elefante, los choripanes. Papá me ordenó que la cerrara. Antes de hacerlo, tiré el boleto. Después, apoyé el cachete dolorido contra el vidrio, que se empañó alrededor de mi nariz.

 

Una cuadra antes de llegar de doña Elvira, papá ya había empezado a tocar la bocina.

 

–Volvieron temprano. ¿Qué tal? ¿Cómo les fue? –preguntó mamá.

 

Nadie le respondió. Yo me moví para dejarle lugar. En cuanto logró acomodarse, que la cintura, la panza, los pies, me acurruqué a su lado y puse la cabeza sobre su hombro. Quedó un espacio entre papá y nosotras dos. El resto del camino fue en silencio.

 

* Escritora

 

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