Martes 30 de abril 2024

Nadar desnuda

Redaccion Avances 10/04/2023 - 08.03.hs

La columna literaria de Caldenia presenta en esta ocasión un relato de la escritora Angeles Alemandi, quien actualmente reside junto a su familia en General San Martín, al sur de La Pampa.

 

Gisela Colombo *

 

Teresa suele hacerse una trenza y al final ajustarla con una de las cintas que anuda en la muñeca como pulseras. Tiene el pelo largo, blanco. Pero este amanecer de marzo lo lleva suelto. Abre la puerta de su casa y sale al patio descalza, lleva la enagua puesta. Al pisar la tierra húmeda cierra los ojos, inhala, levanta los brazos, y de a poco, mientras los va soltando, exhala. Exhala y el llanto aparece. Camina hasta el muelle del río. Se desnuda. La ropa cae sobre unas piedras y así queda, como la suerte la haya echado. No se seca las lágrimas. Teresa avanza como si jamás en la vida le hubiese importado lo que deja atrás. Las paredes se desvanecen, la habitación del hijo que nunca tuvo se desarma, Hilco deja de existir. No toca el agua con la punta del pie para chequear la temperatura, sólo da un paso tras otro. El Salado se abre con su presencia para después envolverla, abrazarla. Los rasgos duros del rostro de Teresa tampoco se inmutan con la frescura del río. Cuando las manos entran en contacto con el agua hace girar las palmas para volverlas remo: arrastra con ellas todo a su paso. En un movimiento casi imperceptible se pone en puntas de pie y da un pequeño salto para sumergirse de cabeza. Ya no llora, no se puede llorar debajo del agua. Instaló esta rutina de nadar desnuda ni bien se despierta hace seis meses, cuando se quedó sola. Sigue avanzando en lo profundo, casi acaricia el lecho del río, las piernas se mueven como las de una rana, aguanta hasta quedarse sin aire, recién entonces sale otra vez a la superficie, el crol la impulsa, liviana, veloz. Si Teresa recuperase las ganas de cantar y entonara una zamba en aquel cauce, los pescadores que a varios kilómetros de allí están tirando sus redes la escucharían, le saldrían al encuentro, le pedirían milagros. Cada cuatro brazadas respira.

 

Una, dos, tres, cuatro. Respira. Una, dos, tres, cuatro. Respira. Pero ella no cuenta, claro, ella sabe, su cuerpo sabe. Teresa solo sigue como si huyera. Y cuando su rostro apenas se desprende del flujo de esas aguas marrones y el sol le pega en la cara, deduce la distancia recorrida, la maratón cotidiana contra su propia corriente. Al llegar a la curva del río se detiene, flota vertical, se pasa la mano por la cabeza para acomodarse el pelo que le cae sobre la cara. Lamenta no haberse hecho la trenza: se había despertado mojada entera, ahogada en una pesadilla donde él de nuevo era una masa borrosa atravesada por gritos que le dejaban marcas en la espalda; no perdió tiempo para llegar al río. Ahora su cuerpo se hace balsa. Está boca arriba, desnuda, los brazos abiertos como una crucificada, los pezones que no responden a la baja temperatura, el pubis hundido, las piernas firmes. Así, en esa pose, parece muerta en vida, pierde toda el aura de sirena y es eso no más, un cuerpo buscando a destiempo un bautismo. Hasta que una voz la sobresalta. No puede ser, dice. Y todo el frío del río de pronto se hace evidente, tiembla, el agua helada la lastima, se le adhiere a la piel como un ejército de sanguijuelas. Aunque parece ser la amargura lo que le chupa la sangre y le borra la cola de brillantes escamas. Necesita verlo, saber que no está loca. Bracea hasta la orilla, sale del agua y desde la costa agudiza el oído para encontrarlo. Sólo escucha el viento agitando los sauces. Teresa corre de nuevo hacia el río y se zambulle de cabeza. La voz desaparece, se mezcla con el barro, se la devoran los peces. Está segura: es él quien la llama, es Hilco con ese tono que raspa, con ese timbre que irrita, con aquel aliento espeso como aire coagulado con whisky. Decide regresar. Se sumerge profundo y cuando siente que no puede más recién saca la cabeza para oxigenarse, está atenta a su alrededor para no perder noción de cuánto falta para llegar a la casa, pero en esa fracción de segundo, cuando mira a su alrededor con los ojos empañados, tiene miedo de verlo parado en la orilla, así que se hunde de nuevo, sobreexige su capacidad, intenta concentrarse en los brazos que van dibujando un corazón bajo el agua, en la piernas que se encogen y luego se estiran con un impulso violento. Eso es ella, el cansancio como anestesia, los pensamientos congelados, la falta de coraje para hundirse de una vez y para siempre. Al fin llega al muelle que le indica la salida. Junto con la enagua y la ropa interior levanta una piedra. Se cambia apurada. Tirita de frío. No encara hacia a la casa, dobla a la derecha, penetra en la espesura del monte, el pelo se le enreda entre las ramas como si una fuerza extraña quisiera detenerla. Ella no se toma el trabajo de desanudarlo, sigue adelante, el cuero cabelludo le tira, a veces se le desprenden mechones de pelo, el dolor tampoco se le nota en la cara cuando se para frente a la tumba de Hilco. Respira hondo. Mira fijo la foto que está en la lápida y la revienta con la piedra.

 

Ángeles Alemandi vive en General San Martín, al sur de La Pampa. Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de Entre Ríos y cursó el Diplomado en Escritura Creativa en la UNTREF. Publicó crónicas narrativas en Revista Orsai, Anfibia, Espacio Angular, Relatto, Clarín, entre otros. Fue finalista del concurso Crónicas Interiores en 2014, del Premio Leamos en 2018 y del Crónica Patagónica en 2019. Obtuvo una Beca Creación del FNA. En 2020 publicó su primer libro: Rally de santos, ediciones La Parte Maldita. Es editora de En Estos Días, el portal de la Fundación de Periodismo Patagónico. Desde hace un par de años asiste al taller literario de Mauricio Koch, en ese espacio escribió este cuento.

 

* Docente y escritora. Compiladora

 

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