Enrique, con el don del arte en sus manos
En el atardecer de la vida hay momentos para reflexionar, para recordar, para añorar con nostalgia los buenos viejos tiempos. Hay quienes tienen la fortuna de haberse formado en una cultura de trabajo.
MARIO VEGA
“¿Saben quién hizo ese vitraux?”, dice y muestra sus manos… está sentado en el living de su casa (San Martín Oeste 566), y nos recibe diría orgulloso de su obra. Que no se limita a ese hermoso vidriado de colores que engalanan el ambiente y de entrada llama la atención.
Raúl Enrique Berterreix (90) pertenece a esa generación de gente que siente verdadero orgullo por los logros conseguidos a base de haber trabajado muy fuertemente durante toda la vida. Aún hoy dedica varias horas de cada día a tareas que, sobre todo, tienen que ver con lo manual, con ese don que tiene que permite que sus manos puedan manipular con inusual habilidad distintas herramientas.
El atardecer de la vida.
Alguien dijo que cuando el sol se oculta ofrece un escenario de colores que transmite diferentes emociones. Sería el momento de la calma, quizás de la melancolía y la reflexión… tal vez el de mirar hacia atrás y repasar el camino recorrido.
A esta altura algunas personas leen, o pasean, o se juntan en reuniones frecuentes con amigos y familiares… en el caso de Enrique lo suyo es meterse en su tallercito y continuar haciendo objetos de madera, o tal vez de metal, para regocijarse cada vez con la obra terminada.
Compromiso y esfuerzo.
Naturalmente el paso de los años –y llegar al estadío de la juventud acumulada- nos va ubicando en una posición más apoltronada, de mayor sedentarismo. Pero eso no significa necesariamente que una persona deba quedarse allí como si nada, y por el contrario resulta muy bueno seguir ocupándose de hacer cosas que le sean posibles y lo gratifiquen.
Enrique es un hombre que se dedicó siempre a trabajar, y supo de un transcurrir de esfuerzo, compromiso y talento, y hoy lo sigue haciendo en un pequeño espacio de su propia casa. Como tiene incorporado el arte de trabajar con las manos, todos los días le dedica algunas horas a realizar trabajos que lo mantienen ocupado, como pequeños muebles, o hermosos cuchillos que muestra con cierta vanidad. Y tiene motivos para eso.
La familia.
Enrique está casado con Elizabeth Azucena Dip (una de las hermanas propietarias del antiguo kiosco Dip que estuvo ubicado en Escalante y Villegas), y tienen tres hijos: Soraya, Claudio y Gustavo, que les han dado cinco nietos: Benjamín, Micaela, Lucas, Julián y Lara. Y también están los bisnietos Bautista y Sofía. Soraya da clases particulares de pintura; Claudio es Ingeniero Mecánico, vive en Buenos Aires y es gerente del INTI; y Gustavo sigue los pasos de su padre y hoy administra Distribuidora Guardián, fundada el 3 de noviembre de 1986.
El hombre es hijo de Simón y de Eusebia, dedicados a tareas rurales en la zona de Chapalcó. Cuenta que eran seis hermanos y hoy sólo son él y Nelli. Sabe del trabajo duro en el campo, con heladas que laceran la piel; y con veranos calcinantes. Fue allí que aprendió a manejar herramientas, y comenzó paralelamente la escuela primaria.
Menos “malandra”, de todo.
A los 14 años decidió radicarse en Santa Rosa y empezó a buscar trabajo mientras se instalaba en una pieza de pensión. Consiguió de albañil en la construcción de la Escuela Hogar (hoy una dependencia del Ejército), y en tanto terminaba la primaria en la escuela nocturna.
Cuando pibe a Enrique le gustó jugar al básquet en el Club Estudiantes y dicen que lo hacía bien, pero había un problema... no podía participar oficialmente porque no tenía zapatillas. El sueldo apenas si le alcanzaba para sus necesidades mínimas y el lujo de un frasco de dulce de leche los días de cobro.
Llegada la edad le tocó el Servicio Militar en el 13 de Caballería en Toay, y más tarde hizo un poco de todo. Porque se las ingeniaba para distintas tareas, como hacer plomería u obras de gas. “Siempre me gustó moverme entre fierros y para mí era muy fácil… así que menos de ‘malandra’ hice de todo”, se jacta.
Socio de Laurenzano.
Un día un amigo, Lito García, que era electricista lo recomendó a Vicente Laurenzano que por entonces tenía un tallercito. Se sabe, Laurenzano fue un extraordinario emprendedor –Berterreix pasaría primero a ser habilitado de la firma y luego socio- que fue expandiendo su empresa, convirtiéndola en una marca importante no sólo en el concierto provincial sino traspasando los límites y llegando a diversos puntos del país.
Enrique supo decirle a este diario que Laurenzano y Compañía ha sido una empresa como no hubo otra igual en nuestra provincia. Fue una firma líder, que superó las fronteras de la provincia, pero que lamentablemente sucumbió en la inestabilidad económica de los años '80.
No sin nostalgia el hombre se remonta a esos “tiempos gloriosos… trabajamos desde Formosa hasta Ushuaia y desde Buenos Aires al límite con Chile". Y él era uno de los socios fundadores.
De peón a propietario.
“Un día Vicente (Laurenzano) me llamó y me dijo: mirá, te voy a dar un 3 por ciento de la producción’, eso de lo que era carpintería". Pasó a ser “habilitado”, y meses más tarde fue invitado a integrar la sociedad, junto con otros dos socios.
Enrique, que había empezado como peón, pasó a ser uno de los dueños de la compañía que se expandía y llegó a contratar a muchos operarios. Y sí, “al recordar un poco de orgullo da, Vicente Laurenzano era plomero y yo alguien de la calle, que sabía hacer un poco de todo”. Y se queda como mirando mi sorpresa -y la del fotógrafo-, asombrando por la capacidad de trabajo de esas personas, entonces jóvenes, que pudieron montar semejante fábrica. Porque, la verdad, Laurenzano y Compañía fue un verdadero orgullo para La Pampa.
Ganas y talento.
Ellos no tenían demasiado conocimiento de lo empresarial, ni estudios universitarios que los hubieran formado para semejante emprendimiento. Pero eso sí, les sobraban ganas y talento natural para llevarlo adelante.
Los primeros años fueron duros, y se veían obligados a tomar “cualquier trabajo que ingresara”, sobre todo lo vinculado a carpintería metálica, especialmente para los planes de vivienda que iban apareciendo.
Enrique colectivero.
Le gusta contar sus andanzas –casi todas relacionadas con el laburo-, y señala que “alguna vez” fue colectivero. ¿Cómo fue eso? Eran los primeros años de la década del ‘60 y Laurenzano y un cuñado compraron una línea de colectivos. Era El Trébol, que años más tarde se convertiría en Dumas, lo que hizo necesario montar un taller para las reparaciones de los micros, y Berterreix se iba a encargar de eso. “Y sí, también me tocó hacer algunos viajes como chofer entre Santa Rosa y Macachín, que era la línea que El Trebol tenía asignada… De a poco nos fuimos animando a más cosas, como por ejemplo a cambiar la carrocería de los colectivos, para Laurenzano y para algún otro amigo. Nosotros éramos chicos, pero de a poco nos íbamos animando a cosas más grandes.
Los tinglados.
Ese trabajo derivaría en otros. “Resulta que la firma El Colono, de Río Cuarto, construyó un gran tinglado a la vera de la ruta 5. Llamaba mucho la atención y la gente iba a verlo porque era una novedad”. Laurenzano y Compañía decidió incorporar ese rubro y durante mucho tiempo construyó de estos galpones vendiéndolos dentro y fuera de la provincia.
Eran años de buenas cosechas, o sea de chacareros con plata. "Vendíamos tinglados y galpones por envidia, digo yo…”, y sonríe con picardía. “¿Por qué? Pasaba que cuando íbamos a entregar alguna obra, siempre encontrabas a algún otro chacarero esperando para ver cuánto le saldría a él. Y encargaba uno igual, o más grande… como para ser un poco más que el vecino. Esas cosas que tienen que ver con algo de envidia o de celos”, reflexiona.
Lo increíble es que “el negocio” se conversaba ahí nomás, en la tranquera de un campo y el chacarero venía a Laurenzano y terminaba de cerrar el trato. Era “una buena época –recordó- porque los productores tenían sus propias máquinas y necesitaban un galpón donde guardarlas”.
Obras por todos lados.
Berterreix repasa los trabajos emprendidos por Laurenzano y Compañía. “Andábamos por todos lados. En Ushuaia se hicieron dos naves grandes, galpones de 30 metros por 60 metros; trabajamos para el Club de Planeadores de Pehuajó, que después quedó bajo agua por las inundaciones; en Buenos Aires para Gas del Estado, donde está el famoso cilindro que hay en Avenida Constituyentes y General Paz. Hicimos obras para un frigorífico en Gorina (provincia de Buenos Aires), otro en La Plata; un galpón grande para una firma lanera cerca de Los Antiguos (provincia de Santa Cruz); en Formosa, una estación experimental de INTA; en General Acha, la nave principal de la fábrica Durlock; y toda la carpintería del Banco de La Pampa. Y además obras para cuatro escuelas y un gran número de viviendas.
El Guardián.
La dobladora le dio un nuevo impulso. “Llegamos a plegar 60 toneladas de chapa por mes, y eso fue en unos dos años, cuando el furor de las cajas de los camiones. Más tarde muchos compraron sus propias dobladoras y allí terminó esta preponderancia en el mercado. La fabricación de cajas para los camiones eran un sector muy importante de la firma. “Fueron años de plata dulce", rememora.
Enrique sostiene que “Guardián” fue “una ocurrencia” suya. “Si hacíamos una tranquera, era el 'guardián' del campo; si hacíamos un techo, era el 'guardián' de algo. Tal es así que yo seguí después con el nombre Guardián, y nadie me ha hecho ninguna cuestión", expresa.
Final de una linda historia.
En esa época la fábrica se trasladó desde sus primeras instalaciones, sobre calle Villegas (frente al Kiosco Dip, donde trabajaba Azucena), a Escalante y Juan B. Justo, donde funcionó hasta sus últimos días.
Después los avatares económicos a los que cíclicamente está expuesto nuestro bendito país iban a castigar a una firma que supo tener 95 empleados, y de a poco el negocio fue languideciendo.
"Así todo terminó en la separación… fue el momento de pagar las cuentas y cada uno a su casa. Fue el final de Laurenzano y Compañía", concluye Berterreix con un aire de resignación.
Tuvo siempre –y lo conserva- un espíritu emprendedor. No muchos saben que estuvo también entre los socios fundadores del Frigorígico Carnes Pampeanas; y también tuvo colmenas “en un campo que está atrás de Toay”, completa.
Casi 60 años juntos.
Hoy Enrique está en la etapa del reposo, pero no deja cada día de hacer cosas con sus manos. “Aquí en mi casa muchos de los muebles los construí yo, y también hago estos cuchillos…”, y muestra algunos enormes y hermosos facones.
Azucena lo regaña de a ratos, pero a él no parece importarle. Ella parece tan enamorada como en ese tiempo cuando tenía nada más que 14 años… “Yo lo veía porque trabajaba enfrente de mi casa cuando la fábrica estaba en calle Villegas y me gustaba. Un día me habló y nos pusimos de novios, pero nada más que dos meses porque me largó...”, dice y mira a su esposo como reprochándole. “Cuando yo tenía 25 me volvió a hablar y dos años después nos casamos… y aquí estamos: han pasado casi 60 años y todo ha ido muy bien”, agrega Azucena.
En este tiempo.
Confiesan que no son de mucho salir, que cuando jóvenes de vez en cuando iban a los bailes de Colonia Lagos. “En una época –agrega- me gustaba ir con amigos a pescar a San Blas, pero el tiempo pasó y ahora nos quedamos más en casa…”.
Es una historia como tantas. De gente que se forjó en la cultura del trabajo, y que cada tanto vale la pena repasar qué fue lo que hicieron. Raúl Enrique Berterreix vivió de chico en el campo, un día llegó a la ciudad y se defendió de la única manera que sabía: trabajando. Y así llegó a ser parte importante de una empresa que fue orgullo de los pampeanos.
Ese don.
Hoy, en el atardecer de la vida disfruta de su hermosa familia, de la compañía de Azucena, de sus hijos y nietos… Pero sin abandonar la sana costumbre de seguir haciendo cosas. No como en los viejos buenos tiempos, cuando eso eran muchas horas de todos los días, y sí de una manera más relajada, más tranquila… aprovechando ese don que Dios le dio para que sus manos continúen elaborando pequeñas obras de arte. Y de vez en cuando –no sin nostalgia- echando una mirada hacia atrás para volver a ver el camino recorrido… Y vaya si tiene argumentos para sentirse orgulloso don Enrique.
El campeón no pudo.
Laurenzano y Compañía fue un espejo en el que –décadas atrás- se miraron otros empresarios pampeanos para armar sus propios emprendimientos. “Fuimos una escuela para muchos”, dice ahora convencido Berterreix. Fue tan trascendente la firma para la ciudad y la provincia que, en su mejor momento, llegó a contar con nada menos que 95 operarios.
Muchos santarroseños encontraron en esa empresa, por varios años, el mejor lugar para trabajar y ganar bien. Dicen los que dicen saber que alguna vez ingresó, muy entusiasmado, alguien que después sería una figura consagrada de nuestro boxeo. No era otro que Miguel Angel Castellini, quien no iba a durar mucho porque lo suyo estaba en otro lado: el púgil estuvo mediodía en el laburo y a la tarde ya no fue. “Esto no es para mí…”, dijo quien luego sería campeón del mundo. “Ni siquiera cobró esas horas”, se ríe con ganas Berterreix.
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