Se nos fue María Elena
Como ya ha ocurrido en otras ocasiones hay veces en que al autor de esta columna le resulta imposible obviar el tratamiento de ciertos temas aunque en principio parezcan ajenos al acontecer político-económico-social que suele nutrir a estos comentarios. La muerte de María Elena Walsh es una de ellas.
No se busca, desde luego, caer en el obituario sobradamente manifiesto por todos los medios de comunicación que reflejaron tan triste noticia. Más bien se trata de reflexionar sobre la culminación de la vida de una mujer muy singular, capaz de haber desarrollado una forma de expresión que amalgamaba la realidad, la fantasía, la sencillez y la poesía y que -presumiblemente- era para los niños. Una mujer que venía de incursionar en un amplio arco del arte -canto, música, literatura- y que siempre lo había hecho con el encanto que da la autenticidad y la fineza. Una mujer capaz de evolucionar desde aquellas tenues pero valederas poesías de Otoño imperdonable (que tanto llamaron la atención nada menos que de Juan Ramón Jiménez) hasta sus entrañables recuerdos de Novios de antaño.
Alguien que había sido capaz de rescatar la hermosura del canto popular de España y de Argentina en sus manifestaciones más puras a través de grabaciones hoy inmerecidamente olvidadas, cuando formaba dúo con Leda Valladares y transitaba la música de nuestro noroeste, y la ibérica del Tiempo de Maricastaña. Y quizás en este párrafo esté la esencia de Walsh: su vocación por lo auténticamente popular, por más que no fuera redituable, y su amor por las verdades de a puño, como aquellas que, en plena dictadura militar, cuando pocos intelectuales se atrevían a comentar públicamente, la llevaron a cuestionar "el país jardín de infantes" que alentaba la estupidez castrense mientras ensangrentaba el país. O a disentir con la prolongada presencia de la carpa blanca instalada por los docentes frente al Congreso.
Algunas veces utilizaba esa prosa clara e irrefutable, pero más a menudo la exposición y la crítica de nuestra realidad surgían a través de canciones que los niños cantaban con entusiasmo, y en las que los mayores no podíamos dejar de percibir un claro y segundo mensaje: El país del no me acuerdo, El reino del revés, Como la cigarra...
¿Quién no cantó o escuchó cantar a sus niños la simple belleza de El Jacarandá? ¿Cómo no admirarse de la originalidad dedicada a una mínima calle parisina, donde hay un Gato que pesca? ¿Y el rejuvenecimiento de la vieja copla de la naranja que paseaba, ya en manos del valiente Mono Liso? La alegría y sentido de esas canciones y esos personajes han quedado en el recuerdo de al menos dos generaciones de argentinos que comprendieron aquel decir que estaba más allá de las palabras.
Pero también cantaba para los maduros, y así compuso uno de los más bellos tangos, dedicado al año 1945, pletórico de simbolismos nuestros y ajenos, recordatorio del amor y el horror de ese tiempo. En los recitales que le dieron fama y llegaron a convertirla -según un crítico especializado- en la "Reina de Buenos Aires", solía deshojar otro de los mitos argentinos con un tema que hizo época dedicado a "los ejecutivos".
Por suerte, tuvo en vida los debidos reconocimientos, que fueron muchos y variados. Quizás a su espíritu el que más le haya agradado fue el maravilloso disco con canciones de su autoría que a principios de los ochenta grabara el estupendo Cuarteto Zupay, bajo el título "María Elena nuestra". También estas páginas supieron de ella durante una actuación en Santa Rosa, y no es vanidad recordar su alegría por el calificativo que se empleó en aquel momento para definir su condición: juglaresa.
En su Serenata para la tierra de uno, María Elena Walsh daba cuenta de todas las virtudes que, al margen de los cuestionamientos, hacían de su -nuestra- tierra un lugar entrañable. Ahora, perdida ya en la muerte, vivirá en nuestro recuerdo.
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