Lunes 09 de junio 2025

Indignación como señal y búsqueda

Redacción 08/10/2011 - 04.11.hs

Señor Director:
Desde hace meses, una voz aparece con creciente frecuencia en los titulares de los medios de difusión del mundo. Se habla de indignados y de personas indignadas, o sea que padecen enojo, ira, enfado vehemente.
Como siempre sucede con el lenguaje toda voz tiene sinónimo, pero la dignidad o decoro de cada palabra (¿por qué no ha de reconocérseles ese derecho a criaturas del hombre, titular de tantos derechos?) advierte que no hay sinonimia perfecta. Dos o más palabras pueden hacer referencia a un objeto o a un estado del sujeto, pero ni los objetos externos ni los estados de un mismo sujeto tienen una única y absoluta manifestación o modo de hacerse sentir o reconocer. Las cosas son siempre misteriosas. Las incorporamos como las vemos o sentimos, pero no podemos precisar cuánto hay de nosotros en ese saber y qué es lo propio de la cosa. Por eso, para algunos pensadores los nombres de las cosas son símbolos. En cuanto a los estados del sujeto, sabemos que se alternan y tienen registros de intensidad: suben y bajan, aparecen y desaparecen, y también tienen una causalidad diversa, pues pueden provenir de una relación con el prójimo o con las cosas, pero también pueden ser expresión de la armonía o la discordia íntimas: felicidad, hastío, plenitud, cansancio, salud, enfermedad, etc. El mundo que es cada uno tiene complejidad equivalente a lo que no es uno.
Por algo deben haber escogido (o dejado que se instale) la voz indignados esos españoles que empezaron a manifestarse en Madrid hace algunos meses. Reaccionaban contra algo que iba más allá del gobierno, aunque el gobierno quedaba golpeado por haber fallado en su papel de filtro, de sombrilla o paraguas, en todo eso que se exige de los gobiernos: que prevean, que acierten, que obren con oportunidad y decisión, que dejen vivir tranquilos. Así, en España, la indignación va más allá de los límites, pero condena al gobierno y le abre camino a una oposición que nada permite esperar que resulte mejor que la actual enfermedad. Los gobiernos son como el perro en la casa del iracundo: primeros destinatarios del puntapié o del cacharro que se pulveriza en su lomo.
Los indignados han aparecido ahora. En Europa occidental, primero, luego en Estados Unidos y en cuanto lugar se siente que algo está pasando y que eso empieza por castigar a la masa de la población. Se siente que algo ha roto los equilibrios, esos que, aun con cimbronazos (1930, 1980 y desde entonces con creciente presencia e intensidad), permitían vivir a la mayoría y dejaban caer una lágrima o una limosna o alguna esperanza para los de más abajo. Los egipcios que derrumbaron a un déspota veterano no se llamaron indignados, pero fueron los precursores, a comienzos de este año. Poco antes fue Túnez, luego algunos de los emiratos petroleros, Siria. Libia puede haber sido una falsificación oportunista de las potencias occidentales, aunque su régimen no era mejor que el de Egipto. Después fue Londres y ahora, en estos días, Nueva York, Los Angeles y más ciudades de los Estados Unidos. Antes que los manifestantes de la plaza cairota los argentinos de 2001 también se mostraron tan indignados que reclamaron "que se vayan todos", pero como los sabían sordos, empezaron por canalizar su "bronca" (acá usamos esta palabra y otras equivalentes) emigrando hacia todos los rumbos que parecían ofrecer algo. Sobre todo, enfilaron hacia España, todavía embobada con su rumboso presente. Luego iban a descubrir que no hay dónde irse y entonces los argentinos empezamos a hacer algunas cosas al revés de las recetas de la doña Petrona del FMI y sus "otrosí digo" locales. Hasta tomar un rumbo, vimos una procesión veloz de presidentes y gobiernos. El horror que teníamos atrás (toda la experiencia de hasta 1983) tal vez nos empujó a correr hacia adelante. Si los indignados de Madrid voltean a Zapatero y elevan a Rajoy, correrán hacia atrás otra vez.
Atentamente:
Jotavé

 


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