Los artistas y sus obligaciones
En una curiosa coincidencia de hechos, se presentó esta semana en Santa Rosa -ante una concurrencia modesta, según los organizadores- un grupo de rock sobre cuyos integrantes pesa un proceso judicial por la muerte de casi doscientos de sus seguidores, en un fatídico incendio desatado durante un concierto en diciembre de 2004.
La conjunción de eventos es llamativa, porque en estos días no sólo se conoció una condena de prisión efectiva contra los músicos en cuestión, sino que además, el uso de pirotecnia en espectáculos públicos ha vuelto al debate luego de las muertes de dos personas por esta causa: una en un partido de fútbol, y otra, en otro recital de rock.
No es del caso discutir aquí los logros artísticos de este grupo de músicos, que actualmente se presenta bajo el irónico nombre de "Casi Justicia Social". Aparentemente, sus canciones reflejan con acierto la situación de marginalidad y alienación de la juventud del conurbano bonaerense, donde se encuentra el grueso de sus seguidores.
La situación judicial que enfrentan -y que podría llevarlos a la cárcel- suele provocar un debate viciado por subjetividades, como la solidaridad que generan los artistas entre sus seguidores, por un lado, y la razonable presión de los familiares de las víctimas, por la otra. Como sea, la cuestión está en manos de la justicia, y en este caso, la impunidad ha estado lejos de reinar.
En todo esto no debe olvidarse, sin embargo, cuál es el trasfondo social y político que ha permitido estos hechos. El tipo de rock que este grupo cultiva, tuvo su origen a comienzos de la década de los 90, cuando una camada de músicos comenzó a buscar una vertiente más popular en un género tradicionalmente consumido por la clase media. No es casualidad que sus seguidores adoptaran entonces comportamientos propios de las hinchadas de fútbol, y que sus propias canciones semejaran, en su rusticidad, los cantos de tribuna.
El grupo social que permitió la notoria popularidad de estos músicos fue, precisamente, la marginalidad generada por las políticas neoliberales de aquella década fatídica. Las mismas que generaron la virtual desaparición del Estado, y con él, la de los controles indispensables para el más elemental cuidado de la vida y la salud de las personas.
Parece mentira que todavía se debata si las bengalas y otros artefactos de pirotecnia deberían ser tolerados en espectáculos públicos donde se reúnen multitudes, en nombre del "folclore" urbano, o como medio de expresión de los espectadores. Cabe preguntarse aquí desde cuándo es plausible que un espectador dispute el protagonismo a los artistas que están sobre el escenario.
La pirotecnia es una cosa riesgosa, del mismo modo que lo son las armas de fuego, y los vehículos en la vía pública. El Estado tiene la obligación de extremar los controles para evitar al máximo posible los efectos dañosos de estas tecnologías, que pueden provocar lesiones graves y muertes. Y quien organiza un espectáculo público -como estos músicos hicieron en forma directa- comparte esa obligación, amplificada por su ascendiente moral sobre los concurrentes.
Existe una noble y larga tradición de reflejar a través del arte la marginalidad y la pobreza. Los artistas que optan por cantarle a esas masas sumergidas, tienen por lo menos la obligación de no poner en riesgo sus vidas.
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