Energía: anuncios que no llevan tranquilidad
Seis décadas atrás, cuando el mundo todavía tenía muy presente el horror de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, una suerte de propaganda global empezó a expandirse, en buena medida impulsada por los servicios de inteligencia de las potencias, especialmente de Estados Unidos, acaso para atenuar su responsabilidad en el magnicidio. Esa campaña apuntaba a la promoción de los usos pacíficos que permitía la energía atómica y que vendrían a solucionar largamente todas las necesidades del planeta. Desde las usinas eléctricas hasta los automóviles, pasando por las plantas desalinizadoras del mar-se decía- serían movidos por la energía inestable latente en los minerales radiactivos. Una era de progreso sin par se abría al mundo, según esa propaganda interesada.
Aquellas predicciones resultaron fallidas. El ser humano siguió desarrollando la energía de los átomos, pero principalmente para producir explosivos más poderosos y mortíferos, con el agravante de que por diversas razones la tecnología de fabricación se expandió. Actualmente son ocho los países capaces de activar el fuego atómico, sin contar otros que han renunciado a tenerlo.
Toda aquella gran esperanza en la producción de energía tuvo, sin embargo, una concreción: las plantas productoras de electricidad. Una tecnología accesible y relativamente barata hizo que fueran varios los países que instalaran ese tipo de usinas, el nuestro entre ellos, que siempre estuvo a la cabeza de Latinoamérica en la materia. Así las centrales de propulsión atómica se desparramaron por el mundo basadas -se decía- en su economía y seguridad. Este último atributo, lamentablemente, se ha demostrado que no era tal.
En las últimas décadas una serie de gravísimos accidentes fue incrementando la desconfianza en la energía atómica: el de las Tres Millas en los Estados Unidos (que afortunadamente fue conjurado); Chernobyl en la ex Unión Soviética, con sus espantosas consecuencias y la reciente de Fukushima, en Japón (todos países a los que suponía con un dominio tecnológico acabado en la materia) han tocado alarmas que parecen indicar un ocaso en esa producción. Semanas atrás el gobierno de Japón estableció la meta de abandonar la energía nuclear en la década de 2030, en un importante giro de su política energética, en pleno debate sobre la seguridad de las centrales a raíz del accidente en Fukushima. Japón es la tercera economía mundial, y antes de la crisis obtenía casi un 30 por ciento de su energía de las centrales atómicas. Ahora da a conocer el objetivo de lograr el apagón nuclear total en un futuro no lejano, dentro del planteo de una nueva política energética y de medio ambiente. Hay una clara mayoría ciudadana que ve con agrado la medida, pero el sector empresarial se inquieta ante el posible costo que se descargará sobre la estructura industrial.
Pero la desconfianza no sólo está en oriente. Francia también confirmó planes para reducir su dependencia de esa tecnología, y anunció el cierre de su central más antigua, al tiempo que refirmó el propósito de reducir a la mitad la producción de energía electronuclear en trece años. Dentro del ámbito europeo están en la misma política Alemania, Suiza y Bélgica, que han decidido apostar a sistema de producción de energías renovables.
Estas proclamadas intenciones han sido bien recibidas en general pero, en un mundo que crece descontroladamente en su población y en el uso depredatorio de los recursos naturales, y que no ha desarrollado todavía energías alternativas en forma segura y económicamente viable, se plantea un inquietante escenario futuro ante la necesidad de continuar el abastecimiento de energía a través de las fuentes tradicionales. Si el petróleo ha sido hasta hoy motivo de tantos males -guerras, invasiones, golpes de Estado...-, cuál no será su apetencia en un mundo al que se le resta la energía del átomo.
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