Disparen contra los monumentos
De los numerosos monumentos con que cuenta la ciudad podría decirse que prácticamente todos ellos entran en la definición que de la palabra da la Academia: "Obra pública y patente, como una estatua, una inscripción o un sepulcro, puesta en memoria de una acción heroica u otra cosa singular". O sea que todos ellos son evidentes y merecidos, instaurados por una generación, contemporánea o posterior, en agradecimiento de algún hecho, generalmente relacionado con las diversas formas en que se manifiesta ese valor que se denomina patriotismo.
Con ese antecedente es válido remitirse a la época de origen de esos monumentos, por lo que se comprueba que la mayoría de ellos se acercan o superan el medio siglo, con unas pocas excepciones entre las que se cuenta el malhadado a los Caídos en Malvinas, pero que también se presta a este comentario.
La consideración que se desprende es que las generaciones anteriores se sentían deudoras de hechos o personas a las que decidían recordar con metal o piedra, y así se hacía -con esos materiales nobles- con vistas a la trascendencia en el tiempo y, en consonancia, a la perennidad del recuerdo. Lo curioso es que esta última intención pareciera que se ha visto frustrada en unas pocas décadas y la prueba más elocuente es el estado en que se encuentran habitualmente los monumentos de la ciudad: rayados, escritos, agredidos y sin el menor respeto a su simbología y a la propia comunidad que allí decidió instalarlos.
Podría argüirse que el tiempo, que trae revisión y olvido, es el responsable de esa actitud pero cuando se observa esa acción en algo tan reciente como la estatua a la memoria de Malvinas, el argumento se derrumba.
Puede ser comprensible, y hasta lógico, que cueste entender ciertos aspectos y personas de las gestas patrióticas de cien y más años atrás (y consecuentemente el homenaje y respeto que merecen sus protagonistas) pero resulta difícil aceptar la indiferencia y el agravio hacia quienes fueron casi contemporáneos, actores forzados de un problema que todavía nos afecta.
Quienes agravian ese y otros monumentos a lo largo de todo el año (el municipio sólo recuerda limpiarlos en cercanías de la fecha conmemorativa correspondiente) suelen ser jóvenes que se reúnen en las cercanías. Es posible que incurran en ese acto agraviante más por necedad, ignorancia y mentalidad colonizada por otras culturas que por burla o maldad, pero no deja de inquietar que ese cambio de actitud se dio en el transcurso escaso de una generación, porque quienes agreden hoy tienen la misma edad que los que treinta años atrás, en ocasión de la guerra, pregonaban un nacionalismo casi sin medida y con rasgos de fanatismo, comprensible por la edad y el momento.
Más allá del daño específico que significa escribir, romper o caricaturizar una escultura conmemorativa, se hace evidente que en esa irrespetuosidad late una falta de conocimiento por la obra, que es lo que en definitiva inspira el respeto. Sería aventurado decir que esa carencia de formación está en los niveles educativos; vivimos en una sociedad y un mundo caracterizados por el permanente cuestionamientos de valores (lo que no es negativo en sí mismo) y bajo una globalización unidireccional de la cultura y el pensamiento donde, como dice la amarga canción, "todo es igual, nada es mejor". Y es muy posible que en ese escenario la falta de estímulos y conocimientos precipite esa actitud.
Por otra parte resulta innegable que hay estatuas inmerecidas, o al menos de dudoso merecimiento, y cabe su cuestionamiento. Pero también se impone meditar sobre esa violencia inmotivada hacia la memoria de quienes, de uno u otro modo, representan valores positivos para el país y la humanidad.
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