Don Sebastián el Deseado
Sostiene Pereyra que, al enterarse de que Portugal debería enfrentar a Marruecos en cuartos de final, sólo un nombre se le vino a la cabeza. No fue, desde luego, el de la estrella del equipo, Cristiano Ronaldo, cuya petulancia le parecía tan poco portuguesa. El nombre que Pereyra evocó, y que lo acompañó por todo su paseo diario por las empinadas callejuelas de la Lisboa vieja, fue el de Don Sebastián el Deseado, que reinara entre 1557 y 1578.
Deseado.
Había motivos justificados para el apodo de este rey. Al menos eso es lo que sostiene Pereyra. Su abuelo, el rey Don Juan III, había tenido once hijos (diez legítimos, uno bastardo, cuenta la historia, con un lenguaje algo brutal), que murieron uno a uno, poniendo en peligro la continuidad de la dinastía Avis. Sólo sobrevivía el joven Don Juan hijo, de quince años, al que su padre se apresuró en casar con Doña Juana, justo a tiempo para concebir un sucesor, que no llegó a conocer, ya que murió cuando el parto era inminente.
Un brillo en los ojos - y una media sonrisa bien lusa- iluminó el rostro de Pereyra al imaginar el alivio de la corte, y sobre todo, del pueblo lisboeta, ante el advenimiento de un sucesor al trono, que aventaba el peligro de que Felipe II de España pudiera aprovechar la vacancia para unificar las coronas, y anexar Portugal a su ya ancho reino.
En la polémica respecto a la personalidad del joven Sebastian, que fue coronado a la tierna edad de tres años, Pereyra prefiere no involucrarse. Se destaca que era activo y laborioso, de sentimientos elevados, firmeza de carácter y un idealismo a prueba de balas. Entre sus proyectos de vida estaba la conquista de África, y una posterior expedición a la India, regresando por Persia, para -a la pasada- reconquistar Constantinopla para la cristiandad. Cualquier similitud con el Quijote que Cervantes publicaría pocos años después, en 1604, es pura coincidencia.
Sus detractores no dejan de señalar el carácter violento, algo paranóico del nuevo rey. Su inclinación al despotismo, su debilidad por los aduladores, y su temeridad para acometer empresas grandiosas, sin preocuparse de estudiar los obstáculos o peligros que lo esperaban.
Gloria.
En todo esto intervenía, desde luego, una ansia de gloria y de defensa de la cristiandad contra el mundo moro, al que acababan de desalojar (o eso creían) de la Península Ibérica. No es raro que el primer objetivo de Don Sebastián, cuando tuvo edad suficiente para reinar por si mismo, haya sido la conquista de Marruecos, donde Portugal tenía algunos enclaves en permanente disputa con los reyes locales.
El país, sin embargo, no estaba en condiciones de acometer los sueños del nuevo monarca: la empresa de la conquista en ultramar -que Portugal no limitó a América, sino que se extendió también por África y Asia- hacía que las frágiles finanzas del pequeño país estuvieran en constante rojo.
En conferencia con su vecino Felipe II, éste trató de disuadirlo de iniciar esa guerra, para acabar luego prometiéndole algún vago apoyo -que nunca llegó- no se sabe si por zorro, o sólo por sacarse de encima a ese joven exasperante. De vuelta en Lisboa, el entusiasmo de Sebastián contagió a todos, incluyendo un nutrido grupo de nobles que tomó las armas para seguirlo.
Alcazarquivir.
Esta es la parte de la historia que Pereyra no puede contar sin quebrarse, pese a su robusto espíritu republicano: la desastrosa caída del joven rey portugués en la batalla del Alcazarquivir. La falta de planificación, de buenos generales, de delegación de decisiones, y de la prudencia para no exponerse innecesariamente, terminaron en un desastre mayúsculo. Luego de la batalla/batahola, Don Sebastián yacía muerto en el campo de batalla, junto a millares de sus compatriotas.
Fueron necesarios dos años de negociaciones, y buena parte de las joyas de la corona, para rescatar a los nobles que quedaron prisioneros del Rey Abdelmalek. La cruzada había terminado antes de empezar, dejando a Portugal, además de con enormes pérdidas humanas y económicas, con una formidable crisis dinástica.
Sin embargo, sostiene Pereyra -y los historiadores no lo desmienten- para el pueblo portugués su amado rey estaba más vivo que nunca. Durante siglos subsistieron los "sebastianistas", convencidos de que un Don Sebastián resurrecto vendría a guiarlos nuevamente a la gloria.
Cuando Pereyra se enteró de que el director técnico había decidido no incluir a Cristiano Ronaldo entre los titulares para el partido con Marruecos, no pudo evitar susurrar: "Ah, Quivir", como si aquellos impetuosos errores del pasado pudieran corregirse. Su paseo matutino estaba concluyendo. Su sombrero blanco ya acusaba el sudor de la frente. Desde el puerto, un aroma de sardinas le recordó que la barriga tiene argumentos mucho más contundentes que los sueños de gloria de reyes y futbolistas.
PETRONIO
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