El ombligo de los limbos
Acaso no haya mejor metáfora para estos últimos días de diciembre que la de esas películas del espacio, en las cuales, para hacer posible un viaje de miles de años luz hacia otras galaxias, la tripulación de la nave espacial se introduce en cámaras de hibernación, donde permanecen suspendidos en el tiempo, para despertar décadas después, en aquel lejano destino sideral. Efecto secundario del proceso: esta gente envejece a un ritmo muy diferente que el de los humanos que quedaron en este planeta, y de hecho, harían bien en despedirse de todo lo conocido, porque nunca volverán a encontrarlo.
Limbo.
Algo así nos ocurre en estos días, desde antes de navidad y hasta los primeros días de enero: vivimos en un limbo, en un gigantesco apagón cultural, donde todos se supone que estamos llevando a cabo un ritual de cierre (una suerte de reseteo del sistema operativo) pero nadie está demasiado seguro de cuál es el verdadero sentido del asunto.
Y es que, en buena medida, la navidad se ha transformado en lo que los semiólogos llaman "significante vacío". Un símbolo que cada uno llena como mejor le apetece. Como esa diputada libertaria que se despachó con un magnífico saludo, deseándole a su público una feliz "navidad de resurrección". O sea, confundió la navidad con la pascua, el nacimiento con la crucifixión, la esperanza con el drama. Ha de ser el influjo de los proyectos libertarios en danza, como la reforma laboral que busca incrementar la productividad: le está demandando a Jesucristo que acelere un poco el ciclo y que lleve a cabo toda la faena de su vida en un solo instante antes del brindis de las 12.
No es raro que no nos pongamos de acuerdo sobre estos significados: hay demasiadas capas de sentido, desde el rito original, que tenía que ver con el cambio de la estación, del ciclo de siembras y cosechas y el momento más oscuro del invierno. Porque toda esta vaina viene de Europa, y parte de nuestra legítima extrañeza tiene que ver con que aquí en el hemisferio sur el trasplante de esta festividad no ha resultado tan exitoso. Y no sólo por las comidas calóricas: cualquiera que haya debido salir en estos días de calor impiadoso a las calles atestadas del centro en busca de regalos en los que no se cree, y que probablemente tampoco serán disfrutados, sabe que allí se encuentra -¿qué duda cabe?- una de las puertas del infierno.
Mercado.
Y es que, paradójicamente, en este momento de supuesta pausa, el capitalismo está lejos de descansar: de hecho su actividad es febril, y el mandato del consumo se exacerba muy por encima de las posibilidades de una población cada vez más pauperizada. El capitalismo -a través de una multinacional de bandera como Coca-Cola- hasta se las ha ingeniado para poner en el casting de navidad a un personaje inverosímil, ambiguo al punto de no saberse bien su nombre -¿Papá Noel? ¿Santa Claus? ¿Es el del reno o el del arca?- al que no hay forma de acomodar en el pesebre.
¿Qué función cumple ese gordo barbudo en el relato navideño? Sabemos que los reyes magos (a los que en inglés se designa más adecuadamente como "sabios") fueron a llevarle ofrendas al recién nacido, incluyendo oro, incienso y mirra. Nadie sabe muy bien qué catzo es la mirra, o para qué podría servirle a un bebé de pecho, pero al menos los tipos encajan en el relato, aunque hayan caído allí de zopetón, por obra de una estrella fugaz. Pero ¿qué hace un carrero domiciliado en el Polo Norte en un "baby shower" en plena Palestina?
Y es que el mercado no necesita generar sentido: le basta con promover adhesión. Soft power, que le llaman. Aunque nunca entregue lo que promete. ¿Qué está esperando el mercado para producir vacas genéticamente manipuladas, de las que todos los cortes de carne sean pecetos, atendiendo así la brutal demanda estacional de vitel toné?
Confusión.
No es raro que estemos todos un poco confundidos, algunos deprimidos, otros violentos. Y es que todo este ritual vacío no deja de golpearnos en los tejidos blandos. Aunque no lo queramos, la navidad es un país de la niñez, la nuestra pasada, la de nuestros hijos y nietos niños. Y para peor, el otro componente central es la supuesta recompensa de los regalos, que vendrían así a premiar la buena conducta durante el año que termina. ¿Quién puede honestamente invocar semejante buena conducta?
Por eso la mención del "limbo" en el titulo: otro invento europeo, el limbo es el sitio adonde supuestamente van a parar los bebés que mueren sin haber sido bautizados, "ad referendum" del juicio final. No es ni el cielo ni el infierno, no hay castigo pero tampoco perdón. Como si de repente San Pedro, el cancerbero de los cielos, hubiera adoptado la política migratoria de Donald Trump, encarcelando niños en la frontera.
Por eso también lo del "ombligo", esa cicatriz en el centro del cuerpo, recuerdo de la original conexión con la madre (desde luego, perdida). Un accesorio inútil. Quién diría que el relato naif de la navidad nos llevaría a la figura de Antonin Artaud.
A lo mejor todo tendría un poco más de color si nos entrenaran para sacarle realmente el jugo a este momento. No es una mala idea esto de resetear, de hacer balance y -sobre todo- de jugar con la idea de un dudoso nuevo comienzo, con nuevos propósitos y, en el mejor de los casos, con una nueva sabiduría. Pero claro, eso sería como armar un taller sobre cómo aprender a vivir. Es demasiado pedir.
PETRONIO
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