Esto explica unas cuantas cosas...
No deben quedar muchos a esta altura que ignoren quien es Elon Musk, el hombre con nombre de perfume. Y el más rico del mundo, según en qué momento lo agarren los inspectores de Forbes, que vienen haciendo una suerte de malabares con su nombre, el de Jeff Bezos (Amazon) y el del francés Bernard Arnault por ese codiciado lugar. Otros viejos conocidos como el mexicano Carlos Slim o Bill Windows Gates, últimamente están un escalón más abajo del podio, refunfuñando.
Grande.
Musk es, desde luego, un favorito del actual presidente argentino, que cada vez que lo encuentra se pone extático, casi al punto de cantarle "Elón, Elón, qué grande sos" con la música de la marchita. Sus ojos se humedecen como si estuviera viendo a Maradona o a Jesucristo, o a los dos juntos.
(Se impone aquí un disclaimer teológico: no hay evidencia en los Evangelios de que Nuestro Señor jugara al fútbol, cuyas reglas actuales, se sabe, las amañaron los ingleses en el siglo XIX de nuestra era. Pero no sería de extrañar, dada la tendencia de JC a producir milagros, que él mismo inventara el juego y se dedicara al mismo con virtuosismo, casi seguro como volante creativo, experto en goles olímpicos y en rabonas. Una pauta la da el número de los apóstoles que congregó, que le alcanzaban para armar un equipo de 11 con dos suplentes, entre los que seguro se encontraba el resentido de Judas).
Pero, más allá de esta digresión navideña, volvamos al presente, y más concretamente a este milagrero contemporáneo, el CEO (ejecutivo en jefe) de la red social X, de los autos Tesla, y de Space X, empresa a través de la cual nos ha prometido que viajaremos todos al planeta Marte para el año 2022. Bueno, el 22 ya pasó, pero si hace milagros no le costará hacernos viajar en el tiempo también, caramba.
Falopa.
Si hay algo que le respetan a Musk, especialmente los que saben algo de tecnología, es su visión y su incansable creatividad. Y el hombre se encargó el año pasado de abrir una ventana (no las de Bill Gates) sobre su proceso creativo. Publicando en su propia red X, contó que tiene una prescripción médica para tomar ketamina, una droga alucinógena, "para cuando la química de mi cerebro a veces se pone súper negativa".
Y vaya si es una ventana indiscreta la que abrió. Porque que se sepa, las drogas psicodélicas eran cosa de la contracultura en los años sesenta. O un fenómeno antropológico practicado por chamanes en religiones primitivas (como los hubo, incluso, dentro de nuestro país derecho y humano). Pero, claro, desde que asomaron todos estos muchachos de las computadoras y de internet, los millonarios ya no son los estoicos de antaño, como Henry Ford o David Rockefeller.
Ahora que pueden leerse sus biografías, nos enteramos que estos chicos que revolucionaron el mundo de la computación desde sus garajes entre los años setenta y ochenta, usaban todo tipo de falopa (marihuana, hongos mágicos, ácido lisérgico) para incrementar su creatividad. Y tal parece que cada vez que hacemos click en un ícono de la pantalla, tenemos que agradecerle a la química cerebral alterada de los Steve Jobs del mundo.
Todos.
Y ya parece que esta práctica de hippies piojosos no es privativa de los tecnológicos. Si da para creerle a un artículo publicado esta semana por el New York Times, un número creciente de CEOs de las grandes empresas está comenzando a "entrar en la variante" -como se decía antes- y a regalarse de vez en cuando un viajecito psicodélico, claro que si, en alguna institución acreditada, con guías bien entrenados, y con todas las medidas de seguridad, incluyendo pañales descartables por las dudas se hagan encima.
Está el "detalle" de que el LSD o los hongos psicoactivos como el peyote están prohibidos por ley federal de EEUU desde comienzos de los años setenta, cuando el nada corrupto Richard Nixon les declaró la guerra a las drogas (adivinen quién ganó esa guerra). Pero a partir de cierto nivel de poder adquisitivo esas leyes se doblan peor que la UCR. Hay una investigación seria (RAND Corporation) que estima en unos ocho millones de adultos por año los que consumen psilocibina, la sustancia activa del peyote.
Aparentemente los ejecutivos de grandes empresas están buscando en estas drogas un plus para su desempeño laboral; las cosas que les estarían faltando: calma, vulnerabilidad, imaginación. Los muy pobrecitos están estresados, bloqueados, emocionalmente vacíos. Y así no pueden producir.
El proceso sería parte de un cambio en la cultura del trabajo, donde no sólo se han comenzado a diseñar espacios laborales más coloridos y amigables, también se incentiva a los empleados a hablar de sus problemas de salud mental. En este contexto, los psicodélicos sirven para incrementar en forma caótica el volumen de información circulante en el cerebro, ayudando así a "pensar fuera de la caja".
Estos sacrificados ejecutivos se someten así a experiencias extracorporales que les provocan emociones fortísimas. Algunos reviven olvidadas emociones de la infancia (¡pobrecitos!). Algunos lloran desconsoladamente (¡pobrecitos!). Alguno dice que creyó haber muerto en medio de su "viaje" (¡pobrecito!). Después vuelven a sus empresas renovados, como ese muchacho que subió a Linkedin una selfie donde se lo ve llorando después de haber despedido a dos empleados (¡pobrecito!).
Y esta es la gente que toma las grandes decisiones en nuestros días, incluso por encima de los presidentes que les rinden pleitesía y les higienizan las medias con saliva. A lo mejor este nuevo dato explica unas cuantas de esas decisiones que últimamente nos tienen fregados.
PETRONIO
Artículos relacionados