Viernes 20 de junio 2025

Gestos y palabras

Redacción 23/04/2025 - 00.39.hs

Un Papa habla. Escribe y habla. La mayor parte del tiempo. Las crónicas periodísticas comienzan diciendo: “el Papa afirmó…”, “el Papa dijo…”, “el Papa expresó…”, “el Papa condenó…”. Y allí está el website del Vaticano facilitándonos ese universo documentario inacabable , que nos habla de una diversidad de modos en la comunicación papal. Irónicamente, solía decir el teólogo argentino Lucio Gera que sólo los funcionarios vaticanos podían distinguir la diferencia entre una encíclica, una carta apostólica o una exhortación.

 

Sí. Un Papa habla y escribe. Y Francisco no fue la excepción. Su magisterio fue prolífico. En volumen y en problemáticas abordadas. Pero más que por sus palabras, Francisco será recordado por sus gestos y sus decisiones.

 

Pocos meses después de asumir, Francisco fue a la isla de Lampedusa, símbolo de la muerte de tantas y tantos que intentan cruzar el Mediterráneo en busca de una vida mejor; espacio de transición ya no entre dos continentes sino entre dos mundos, el de la abundancia y el consumo y el de la sed, el hambre y la muerte. Y allí, en Lampedusa, Francisco dijo: “¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca? ¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de ‘sufrir con’: ¡la globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!”

 

Y Francisco habló de llorar. No esgrimió argumentos teóricos ni abundó en disquisiciones académicas. Habló del llanto de los que sufren y de la indiferencia de quienes se olvidaron de sus hermanas y hermanos. Muchos, casi todos, olvidarán lo que dijo. Pero no que estuvo allí.

 

Un par de años después, en uno de sus viajes a América Latina, Francisco participó del Segundo Encuentro Mundial de Movimientos Populares que se celebró en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Es decir: un Papa aceptó la localía de otros jugadores, por fuera de protocolos y pruritos ideológicos. Y arriesgó su palabra junto a la de otras y otros, provenientes de distintos universos culturales e ideológicos. Y no calló: “¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza? Entonces, si reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.”

 

Y en nombre de ese cambio, propuso las tres grandes tareas a las que se enfrentan quienes quieren cambiar el mundo: “La primera es poner la economía al servicio de los pueblos. La segunda es unir nuestros pueblos en el camino de la paz y la justicia. Y la tercera, tal vez la más importante que debemos asumir hoy, es defender la madre tierra”.

 

Y en un mundo donde los líderes en boga se dedican a negar el cambio global y climático, Francisco hizo del cuidado del planeta una de sus preocupaciones centrales, al punto de dedicarle uno de sus principales documentos, la encíclica Laudato si’: hermanarse con la tierra. No desde un ecologismo ingenuo sino desde la mirada crítica a un mundo que avanza hacia una cada vez mayor inequidad en el acceso a los recursos vitales.

 

Se fue Francisco, el argentino obispo de Roma que antepuso el “nosotros” al “yo” que hoy parece dominar los corazones. Que expresó el caminar de tantas comunidades cristianas de América Latina y el Tercer Mundo, castigadas en los papados anteriores. Y que cantó, desde su propia voz y su raíz cristiana, aquello que la Negra Sosa cantaba hace ya tiempo en la Cantata Sudamericana: “Que no es cosa de salvarse cuando hay otros que jamás se han de salvar”. (Por Oscar Campana, escritor y profesor de Teología).

 

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