Hechos dolorosos
Se diría que ver llorar a un juez en público está lejos de la dignidad que suelen ostentar y reclamar esos funcionarios. Sin embargo, es lo que ocurrió la semana pasada cuando el magistrado a cargo de la causa del triple femicidio narco que hace algunas semanas conmovió al país, sufrió una intimidación que da campo a la sospecha; también a la sorpresa y quizás al asombro.
Aunque el hecho no tuvo demasiada trascendencia, en el pasado mes de noviembre el magistrado, junto con su familia, había sido víctima de un operativo –supuestamente narco— cuya ejecución revela audacia e impunidad, porque no son otros los sentimientos que genera el accionar de al menos dos –y quizás tres- automóviles interceptando al auto del juez y moviéndose con toda comodidad, para colocarle una pistola en la cabeza y evidenciar que los hechos eran mucho más elocuentes que las palabras. Con la causa que tenía entre manos, y la forma que avanzaba hacia las responsabilidades de nuevos culpables, no hacía falta decir nada.
De allí que, sea por ingenuidad del juez o por irresponsabilidad del aparato judicial, en la pasada Nochebuena hubo un nuevo acto de abierta intimidación: los delincuentes entraron en una vivienda que el magistrado utiliza los fines de semana, revolvieron todo y no sustrajeron prácticamente nada entre las cosas de valor, aunque había varias. La reiteración del mensaje mafioso fue indudable.
Teniendo en claro la índole de la causa, cuya trascendencia va in crescendo en cuanto a participantes y niveles de responsabilidad, ¿no hubo nadie dentro del aparato político y judicial capaz de tomar medidas preventivas? ¿Es necesaria tanta imaginación como para establecer una custodia? Sabiendo que los delincuentes se ocultaron en una villa, ¿no hubo inteligencia como para identificar a los posibles integrantes de aquel primer golpe mafioso? Por sucesos de menor significación y trascendencia hubieron operativos políticos y judiciales de mucha mayor envergadura. Sin vacilación el magistrado confesó “vivir con pánico”.
Las actuales circunstancias evidencian que los aparatos preventivos parecerían verse superados por una narcoactividad cada vez más fuerte, tanto como para conseguir el llanto público de un juez.
Pero los hechos sorprendentes y dolorosos son frecuentes en las noticias diarias. Sin ir más lejos, en Rosario ha quedado descubierto y evidenciado un caso de trata laboral muy parecido a la esclavitud. La protagonista es una mujer de casi 40 años que fue llevada desde la provincia de Corrientes por una familia rosarina de clase media-alta, con la promesa a su madre –que debía sustentar a dos hijos en medio de la miseria familiar— de educarla y hacerla estudiar. La niña tenía entonces catorce años.
Nada de eso ocurrió y la muchacha vivió en una situación de semiesclavitud (sin retribución, contacto con su familia, derechos ni educación alguna) durante…¡veintidós años! En ese tiempo que pasó a ser sobrenombrada en el barrio como “la esclava” en virtud de las denigrantes tareas que cumplía.
Quizás lo más doloroso sea que, al comprobarse la situación e iniciarse una causa judicial se evidenció que la muchacha –ahora una mujer de casi cuarenta años— manifestaba el “síndrome de Estocolmo”, una afección psicofísica que lleva a la víctima a identificarse con su victimario. Las pericias judiciales demostraron que se consideraba como integrante de la familia, aunque a su explotadora le dice “la señora”. Aseguró que “habían ofrecido pagarle, aunque ella no quiso. Dijo tener ahorros, aunque no sabía a cuanto ascendían”.
Menos científico pero más elocuente es la reiteración de casos en que familias muy pobres o en condiciones miserables entregan alguno de sus hijos pensando en un destino mejor para ellos, una condición que no siempre se cumple, como ejemplifica el caso rosarino.
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