La Era Dorada
El relato conservador casi invariablemente reposa en una idea central: la nostalgia por una supuesta edad dorada, más o menos indefinida en el tiempo pasado, sobre la que nadie se pone muy de acuerdo, pero al decir del poeta Jorge Manrique, "todo tiempo pasado fue mejor". La actual oleada conservadora, con todo su desparpajo, su dudosa estética y su mal olor corporal, no escapa a esta tendencia. Con la particularidad de que, poco a poco, va quedando claro que la edad dorada de la que estamos hablando se sitúa bien lejos para atrás, en el siglo XIX.
Señales.
Todas las señales apuntan allí: la reforma laboral que se propone, por ejemplo, busca hacer estallar el límite de ocho horas diarias de jornada -gran triunfo de los legisladores socialistas de principios del siglo XX- llevando a los obreros a una situación de franca esclavitud, disfrazada de libre albedrío. Habrá que volver a leer a Charles Dickens y sus amargos relatos sobre las clases trabajadoras británicas durante la revolución industrial, niños incluidos. Y ya que hablamos de niños, además de "Oliver Twist" habrá que releer "Alicia en el País de las Maravillas", de Lewis Carroll, para redescubrir que también hace 200 años había quienes se fascinaban por las niñas pequeñas y soñaban con hacerlas caer en profundos agujeros para drogarlas con hongos mágicos.
Porque, sea dicho como corresponde, el siglo XIX le pertenece a Gran Bretaña y su magnífico imperio, uno de los más extensos de la historia de la humanidad. Imperio que tuvo un rol crucial en el triunfo de los independentistas sudamericanos, y que luego aprovechó la volada para chuparnos la sangre con préstamos usuarios (Baring Brothers), violó nuestra soberanía con sus incursiones navales por el río Paraná, y en definitiva, cooptó a nuestra burguesía criolla y a todo su negocio de carnes y cereales. Si hasta se tomaron la molestia de construir ferrocarriles en Argentina, para facilitar el transporte de toda esa mercadería, ya que la infraestructura local era deficiente y los principales beneficiarios de ese avance en el transporte, los grandes hacendados criollos, no estaban dispuestos a invertir un sólo centavo de sus fortunas.
Así como los ingleses impusieron su dominio económico al mundo, también lo marcaron con su así llamada "moral victoriana", una colección de normas de etiqueta más o menos hipócritas, que nadie jamás respetó demasiado, y que se atribuyen a la Reina Victoria, la monarca más longeva hasta que la destronó recientemente Isabel II, Chabela para los amigos.
Niños.
Hay resonancias de la moral victoriana en la declaración del presidente Trump, de que su gobierno sólo consideraría la existencia de dos géneros, el masculino y el femenino (flor de record: durante la época victoriana, como en cualquier otra época del mundo, siguió existiendo la homosexualidad, aunque se la persiguiera, selectivamente, como le ocurrió al pobre Oscar Wilde, que para colmo era irlandés). También en enero pasado el presidente argentino tuvo la extraña idea de denunciar, en un foro económico, que todos los homosexuales serían pedófilos.
Ahora Trump ha vuelto a la carga con esas ideas, a propósito de su paranoia con respecto de que la inmigración y la consecuente mestización de EEUU representarían una amenaza para la seguridad nacional, y de que se hace necesario elevar la tasa de natalidad entre la población blanca local. "Esto no puede lograrse sin un creciente número de familias fuertes, tradicionales, que críen niños saludables" dice su Estrategia de Seguridad Nacional. Alguien debería decirle a este múltiple divorciado, casado con una extranjera, que para que la gente tenga más hijos sería buena idea garantizar recursos estatales para el cuidado de esos niños, su salud y su educación.
Trump es básicamente un melancólico, un nostalgioso de tiempos pasados. Por ejemplo, esa obsesión suya con reindustrializar a los EEUU es una clara vuelta al pasado. Una empresa imposible, desde luego, porque todo el mundo sabe que ya hace décadas China ha superado a todos sus competidores occidentales en la eficiencia y creatividad de su industria.
Baile.
¿No es muy del siglo XIX, también, esa medida de Trump, de demoler toda un ala de la Casa Blanca, para construir ahí un gigantesco salón de baile, que a no dudarlo decorará generosamente con molduras doradas? (créase o no, este hombre obsesionado con el baile y el color dorado es hoy el ícono mundial de la hipermasculinidad).
Todos sabemos que a Trump le gusta bailar, lo hemos visto hacerlo en los actos de campaña. Pero ¿realmente necesita un escenario tan grande para hacer el ridículo?
También es una vuelta a la época victoriana esta obsesión con suprimir las vacunaciones obligatorias, para así facilitar la propagación de enfermedades. De cómo que todavía no se la agarraron con la penicilina (ha de ser miedo a la gonorrea). Y es que, contrariamente a los vientos que corren hoy, el siglo XIX fue una época de ciencia floreciente, de grandes descubrimientos y de grandes revolucionarios, como el viejo Charles Darwin, que supo visitar la Argentina por aquellos años. O el viejo Pasteur, que les enseñó a los médicos a lavarse las manos, sobre todo en caso de mala praxis.
¿Y no es acaso muy siglo XIX esta nueva campaña del desierto emprendida por el partido unitario porteño, que al son del clarín ha pretendido sembrar la pampa con sus -al decir del poeta William Blake- "oscuros postes satánicos"?
Hay un pequeño detalle que se les escapa a nuestros románticos retrógrados: durante aquellos años, y debido a las pobres condiciones sanitarias, la expectativa de vida del ser humano promedio era, aproximadamente, la mitad de la actual. En Argentina, por ejemplo, a comienzos del siglo XX, una persona que nacía podía esperar una vida promedio de unos 40 años. De haberse mantenido esa tendencia hasta nuestros días, hay unos cuantos que hoy no podrían ser presidentes, ya que estarían ocupados viendo crecer el pasto desde abajo.
Como sigan con estas políticas en materia de salud pública y de derechos laborales, no tardará mucho tiempo en que, también en este detalle, nos parezcamos a aquellos románticos héroes tuberculosos.
PETRONIO
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