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Lunes 29 de diciembre 2025

Milo J, en la batalla por la identidad

Redacción 29/12/2025 - 00.11.hs

Casualidad o no, la llamada “década perdida”, que se inicia con el período endeudador del macrismo en 2015, fue precedida por una avanzada transculturalizadora que, entre muchas manifestaciones, tuvo una que, con el nombre de Lollapalooza, transplantó a nuestro país la versión cultural berreta de la propuesta política de la derecha argentina de “integrarnos al mundo”.

 

Lollapalooza no se trata de un evento cultural sino de un gran negocio de productoras internacionales camuflado que exporta junto con la marca, la estética del modelo del festival estadounidense que homogeneiza los gustos musicales a costa de las identidades nacionales.

 

No se trata de un festival popular, el costo de las entradas van desde los 120.000 a los 750.000 pesos, varias veces más de lo que cobran los artistas locales en sus festivales, recursos que van a parar al bolsillo de las grandes productoras internacionales que lo auspician y restándolos al circuito local de la música de artistas y productoras argentinas.

 

Los grupos que se presentan además de cantar en otro idioma, salvo excepciones, nada tienen que ver con la cultura de nuestro país y, si bien en algunas ocasiones tocan temas supuestamente de crítica social, lo hacen para realidades que se alejan miríadas a la realidad argentina.

 

No se trata de cuestionar la calidad musical o el talento de los músicos y cantantes que son, en general, talentos trabajados para brindar la imagen de solidez y profesionalismo que rodea la logística del festival. Pero hay allí, detrás de las marcas globales que se promocionan y de la uniformización del gusto musical de los jóvenes sudamericanos con el de sus pares de Nueva York, Chicago o Berlín, un correlato inevitable de pérdida de identidad.

 

Los que pagan esas pequeñas fortunas para estar en el festival, apenas si entienden las letras y, menos aún, el papel que cumple en el deslizamiento hacia un abandono de sus rasgos culturales propios debilitando el sentido de pertenencia y la cohesión social.

 

El objetivo es la consabida “selfie” y su inmediata subida a las redes para mostrarse “integrados al mundo” y formando parte de lo que creen es ese mundo. Los miles de celulares encendidos grabando el festival, muestran claramente que no van a escuchar música o gozar de un evento cultural, van a mostrarse como parte de ese mundo tan deseado como extranjero.

 

Costumbres, gustos musicales, lengua, modas, consumo, estilos de vida, típicamente nacionales, van perdiendo raigambre y dando paso a una paulatina pérdida de la autoestima colectiva. Y su correlato político podemos rastrearlo en parte, en el voto mayoritario a quienes propician directamente la desaparición del Estado y el reinado de las grandes potencias sobre nuestro país.

 

Pero no todo está perdido. La resistencia, como suele suceder, comienza en los creadores, en los artistas, en los autores e intérpretes populares. Hay una batalla cultural librándose no siempre evidente pero creciente.

 

Cazzu cantando “Pobrecito mi patrón” en el Movistar Arena, Milo J interpretando “Jangadero” con la voz de Mercedes Sosa y haciendo corear a un estadio de Vélez colmado de jóvenes, las viejas canciones del folklore argentino que son, hoy por hoy, cantos de resistencia, de protesta a la entrega de nuestro país y su cultura .

 

Frente al esnobismo del lolapolozismo, hay un movimiento de resurgir de la identidad cultural liderado por jóvenes que, como en la canción ‘Lucía’, de Milo J, o las de Trueno, van a buscar en sus abuelas, la luz para encontrar nuevamente el camino perdido de la identidad y su recuperación. Una generación se abre paso y nos da la esperanza de que no todo está perdido.

 

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