Un imperativo moral
Hace poco más de ochenta años, en abril de 1945, las fuerzas aliadas liberaron el campo de concentración de Buchenwald, en Alemania. Inmediatamente se dispuso obligar a los pobladores de Weimar, una ciudad cercana, a que visitaran el lugar para que presenciaran las atrocidades que su gobierno había venido cometiendo: solo en ese campo mataron a casi sesenta mil personas. Aunque las imágenes de estas visitas muestren rostros de incredulidad y horror, es difícil creer que esos vecinos ignoraran lo que ocurría allí, en particular, con el humo, las cenizas y el tufo que emanaba de los hornos crematorios. Aún así, esa incredulidad, ese horror, compartidos por todo el Occidente bien pensante, fue la base del sistema internacional de derechos humanos que se instauró inmediatamente tras la guerra, y que, mal que mal, venía rigiendo hasta nuestros días.
Blancos.
Hizo falta que el genocidio se cometiera en suelo europeo y sobre todo -como ha señalado con agudeza Eugenio Zafaroni- que las víctimas fueran de tez blanca, para que se decidieran a hacer una declaración universal proclamando la igualdad entre los seres humanos. Y como las imágenes del horror sólo se conocieron tras la caída del régimen nazi, casi todo el mundo pudo alegar inocencia.
Por estos días, en cambio, no existe la posibilidad de fingir ignorancia. Las imágenes están disponibles en forma inmediata. No ya las televisadas: la velocidad de internet y la ubicuidad de los teléfonos celulares permiten ver la cara y el sufrimiento de las víctimas en tiempo real y en primer plano.
Y nadie puede honestamente negar que lo que está ocurriendo en Palestina es un genocidio. Hay una denuncia concreta y muy circunstanciada de Sudáfrica ante la Corte Penal Internacional, tribunal que ha lanzado una orden de captura contra los máximos responsables de la masacre. Hay gobiernos como el de España, que ya califican a Israel como un estado responsable de cometer genocidio. Y hay gobiernos como el de Irlanda, que ha suspendido toda relación comercial con Tel Aviv.
Racismo.
Desde luego, abrir este tipo de argumentación conlleva inmediatamente el riesgo de ser acusado de antisemita. De hecho, en nuestro país han existido jueces y magistrados lo suficientemente canallas como para procesar a una diputada nacional y a una docente pampeana, por osar intentar este debate. Cualquiera diría que el escándalo de Lago Escondido y el cachondeo que hizo naufragar el juicio por la muerte de Diego Maradona, debería haberles enseñado a proceder con más discreción y no exponerse tan claramente como sirvientes de la embajada norteamericana.
El Estado de Israel tiene una larga tradición de no cumplir con las normas internacionales: de hecho existe una larguísima lista de resoluciones de la ONU que han desobedecido olímpicamente. Es acaso el único país del mundo que, literalmente, no tiene límites: su territorio es el que sus autoridades deciden cada mañana que van a reclamar como propio. Y no hablamos de los pobres palestinos, habitantes originarios de esa tierra, desplazados y masacrados reiteradamente desde 1948. Todos los países vecinos corren un riesgo parecido; y si no que lo diga el Líbano o la propia Siria, a la que, con el desorden provocado por la reciente caída de su gobierno, ya le arrebataron varios mordiscones de territorio.
El actual gobierno israelí tiene un largo historial, además, no sólo de impulsar una ideología de extrema derecha, sino también de deteriorar seriamente la calidad institucional, atacando a la prensa libre y a los propios tribunales de derecho. En los días y meses previos al comienzo del actual conflicto en Gaza, enormes movilizaciones populares protestaban en todo Israel contra estos desmanes: ¿son acaso antisemitas los propios ciudadanos de ese país?
Deber.
En realidad la prueba mayor de esta atrocidad la proporcionan los propios funcionarios de Tel Aviv: el primer ministro Benjamin Netanyahu inició la guerra en Gaza instando a sus compatriotas a recordar el pasaje del Antiguo Testamento donde, refiriéndose a la matanza de Amalek, se lee: "que no se salve nadie, maten a todos por igual, hombres y mujeres, niños y lactantes".
Por su parte, el ministro de Defensa Yoav Gallant pronosticó que "Gaza no volverá a su estado anterior: nosotros eliminaremos todo". El ministro de Energía e Infraestructura, Eli Cohen, prometiendo que los palestinos "no recibirán una gota de agua, ni una sola batería, hasta que hayan dejado este mundo". El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, para quien la guerra representa "una oportunidad para concentrarnos en estimular la migración de los residentes de Gaza" y facilitar su ocupación por colonos israelíes. Y el ministro de Seguridad Interior, Itamar Ben-Gvir, anticipó que "cuando en Gaza queden solo 100 o 200 mil árabes, en lugar de los dos millones actuales, toda la conversación sobre el día después se verá diferente".
En esta empresa -que ya lleva casi 62 mil muertos, la mayoría civiles, niños y mujeres- no escatimaron medios. Desde quemar viva a toda una familia de médicos palestinos (incluyendo ocho hijos) en su casa con un misil, al recurso del hambre, que por cierto no excluyó asesinar a miembros de una ONG hispano-norteamericana que repartía comida.
Lo estamos presenciando en vivo, y tenemos el deber moral de pronunciarnos al respecto, porque nuestra posteridad nos juzgará por nuestra actitud actual. Estamos lejos y nuestros recursos son limitados, si. Pero tenemos un gobierno cómplice de estas atrocidades, al que tenemos que reclamarle que reasuma la tradición humanista de nuestra diplomacia.
No somos nosotros los racistas: quienes niegan que esto es un genocidio son quienes tendrán que confesar que el único criterio para esa negativa es el color de piel de las víctimas.
PETRONIO
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