Martes 24 de junio 2025

La milonga más famosa

Redacción 22/09/2008 - 05.56.hs

Una tarde de junio del 78, cuando entraba en el predio que hasta hoy se conoce como “Los terrenos del ferrocarril”, un hombre tuvo la intuición de un verso maravilloso, el primero de la letra de una de las más bellas y populares canciones pampeanas. Aquel hombre, que había sido cesanteado por el gobierno militar, hostigado como tantos creadores por esos días, era Julio Domínguez. Y aquel verso, todavía vacilante, sin su forma definitiva, decía: “En las cuerdas azules de mi guitarra”.

 

Tal resultó el misterioso comienzo de Milonga baya. No tardó en completarse la primera de las cuatro cuartetas, ni tardó tampoco en llegar el mágico “celeste” que reemplazó el “azules” de aquel balbuceo poético. Se iniciaba así un proceso de creación que duraría algún tiempo, y tuvo lugar entre Santa Rosa y el camino que lleva a Victorica.
Milonga baya fue desde su aparición un clásico del cancionero pampeano. Su particular riqueza poética y musical le dieron justa fama al autor, y casi se diría que no hay cantor de estos pagos que no la sepa ni público que no la solicite cuando se presta la ocasión. Pero lo notable es que, a pesar de esa popularidad, el texto contiene una trama de símbolos cuyo significado profundo no siempre se conoce, y no es de fácil acceso si no se comparte el código empleado por el poeta.
El encanto de la canción no sólo reside en la belleza de sus versos, sino también en una conjunción de evocaciones y presencias, de referencias y elusiones que se entrelazan a lo largo del texto. De esa sabia combinación surge una síntesis poética que abre un mundo de antiguas y nuevas resonancias.

 

Una melodía extraña.
El poema está organizado en cuatro cuartetas monorrimas, con dodecasílabos asonantados, construidos con hemistiquios asimétricos, de siete el primero y cinco el restante; aunque puede verse también –una edición lo presenta así– como cuatro octavillas compuestas por heptasílabos y pentasílabos, con rima en los versos pares, a la manera de un romancillo clásico. Esta estructura rítmica, que no frecuente en una región donde el octosílabo es el metro dominante en las canciones de raíz folclórica, le otorga a la composición una sonoridad diferente.
Tal vez por esto, cuando aparecieron los primeros versos, Domínguez encontraba en la canción –según sus propias palabras– una melodía extraña. Tanto es así que pidió el parecer de uno de sus amigos cantores, quien al escucharle cantar la primera estrofa, que era cuanto por entonces tenía, lo alentó para que continuara con el trabajo. A Tucho Rodríguez, aquel oportuno amigo, atribuía el poeta el espaldarazo para terminar su trabajo.

 

Las cuerdas celestes.
Existe una condición necesaria en los mejores textos líricos: el acierto del primer verso. Un comienzo sin brillo no puede ser disimulado por los versos siguientes. En ese punto de partida está presente, de algún modo, el germen de la calidad poética, y en Milonga baya esa condición se cumple sobradamente: la plasticidad, la luminosidad de la primera línea cautivan al instante el oído y la imaginación: “En las cuerdas celestes de mi guitarra”.
La palabra “celeste”, por la que más de un guitarrero habituado al verso sin retórica le preguntó al poeta, provoca una suerte de encantamiento. Como un diamante de perfecto engarce destella transparencia, cielo, inspiración, pureza del canto. “Y el color de la bandera, el color de la patria”, señalaba el autor, que aludía así al significado profundo de la obra, como se verá más adelante. La imagen poética se aparta del estilo simple del cancionero folclórico y alcanza un espléndido vuelo literario. Es un preludio de armonía, cuyo sentido y progresión rítmica se completan con el canto plural del verso siguiente: “cantaron una vuelta muchas calandrias”.
El modismo “una vuelta” introduce un tono de carácter popular, con reminiscencias camperas. El recurso, que se reitera en la primera estrofa con las expresiones “a gatas” y “yeguada”, marca un rasgo de estilo: la interacción entre dos niveles de lengua, uno propio de la llamada literatura culta, con su lengua escolarizada, y otro de corte rural. Aunque diferentes, ambos se complementan con tal naturalidad que los versos siempre suenan espontáneos, auténticos.

 

El viento sur.
Los dos primeros versos captan la atención del público, generan una expectativa sobre lo que será cantado. O mejor aún: contado, porque predisponen para una narración antes que para una composición lírica, lo que se hará evidente cuando se despliegue ante la conciencia del lector u oyente la historia contenida en el subtexto del poema.
Una vez impuesta la voz del poeta-narrador, aparece, en el tercer verso, el viento sur; y en el cuarto, la figura ya mítica de Santos Montesinos, el domador a quien el poeta conoció en la zona de Santa Isabel, allá en el tiempo de su niñez, y con el que –según contaba– no cruzó en su vida más de tres o cuatro palabras “porque era costumbre que los niños no hablaran con las personas mayores”. Dos versos y tanta poesía: “Y pasó un viento sur tapando a gatas/ el rastro a Montesinos tras la yeguada”.
La imagen tiene un especial poderío poético: el viento sur es el viento con el frío de la muerte, que borra las huellas de lo vivido; el domador es casi la evocación de un fantasma, esfumado por la polvareda de una tropilla también fantasmal, empujado por ese aire de tiempo muerto hacia la nada, pero resistiendo, latiendo aún en la memoria y en el canto del poeta.
Recordaba Domínguez que cuando el poema estaba en ciernes y no sabía muy bien qué quería decir, la primera idea fue escribir sobre Montesinos. Pero pronto el plan de trabajo –o la inspiración– encontró el cauce que buscaba. El domador ya no sería el protagonista, pero alcanzaría, en cambio, una dimensión diferente en ese friso de resplandecientes figuras que es el poema. Quedará unido, hecho símbolo junto con viento sur, en ese par de versos. Sin ese ejercicio de síntesis difícilmente se hubiera plasmado una imagen tan plena de dinamismo y belleza poética.
Así presentada, la figura de Montesinos no pierde nada. Al contrario, gana en presencia literaria, y además trasciende la vivencia personal del poeta para cristalizar, en consonancia con un tema de la literatura argentina, en el espíritu de la tradición, la nobleza del gaucho, la idealización de una vida rural que se perdía definitivamente.

 

Las dos milongas.
Concluida esa suerte de visión que es la primera estrofa, el pasado evocado se entronca con el plano temporal del presente. Memoria y actualidad se tocan en una secuencia que responde, más que a un orden lógico y temporal, al dictado del sentimiento. Cambia el tiempo de la acción: el pretérito da lugar al presente para anunciar dos milongas: una expresa, dedicada a la provincia; y otra misteriosa, cuya música sólo suena en la intimidad del poeta: “Una milonga canto para La Pampa,/ otra me va llevando por la distancia”.
La primera se construye con las palabras que se cantan, con las que integran los versos de la canción. La otra, en cambio, fluye soterrada, y por algún motivo no es posible decirla: es, en principio, la Milonga baya, que se presenta como la canción de la tierra color de arena del oeste pampeano, la de la vegetación parda y achaparrada, la de Algarrobo del Águila. La tierra natal del poeta. “La que pienso y no digo, ésa es más larga;/ es casi un imposible, milonga baya”.

 

La milonga baya.
¿Qué es lo que resulta casi imposible de cantar? ¿Es acaso la dificultad para expresar lo que se intuye a través de la inspiración? ¿O se trata simplemente de lo que por determinadas circunstancias no se puede decir? En el primer caso, el poema se emparentaría con un viejo tópico de la literatura universal: la búsqueda de lo absoluto, de lo que siempre está más allá de la posibilidades humanas del creador. En el segundo, habría que buscar la explicación en algún hecho ubicado en un tiempo y espacio determinados, y probablemente relacionado con la historia del poeta y su tierra.
La explicación llega al conocerse que Milonga baya nació en el 78, en pleno azote de la dictadura del Proceso, cuando era “casi un imposible” denunciar a través del canto, del arte, las infamias cometidas en la extensión de la patria. “No se podía hablar, y sin dudas eso quise decir con la milonga”, recordaba Julio Domínguez, que atribuía a su amigo Alfredo Gesualdi la agudeza para revelar el enigma.
Sencillamente, en el momento de la creación el significado profundo no se hizo evidente. Aunque extraña, esta experiencia no fue la primera ni será la última en el mundo de la poesía. Los ejemplos abundan y no hacen más que confirmar que a veces algunos poetas encuentran sus versos en una dimensión que se ubica más allá del nivel de la conciencia.
De este modo, la patria baya, tan cara a los sentimientos del creador, no es ya sólo el oeste, sino toda La Pampa. Y no es tampoco sólo La Pampa, sino también la sufrida extensión de la patria. El país es una sola tierra arrasada por la llegada de los militares al poder.

 

El cantor, los cantores.
La necesidad de decir lo prohibido en forma elíptica se confirma en la tercera estrofa. Si en la segunda era el yo lírico el que cantaba, ahora la milonga se ha multiplicado en la voz de los cantores populares, hasta transformarse en un símbolo de la lucha contra la injusticia. Ha tomado un carácter unánime y popular, que reivindica el derecho a expresar verdades. Ya es el canto de la comunidad.
Es también la defensa de la identidad cultural. Representa al conjunto de las milongas, porque todas tienen la misma impronta: la genética del ritmo las hermana, nacen de la guitarra popular, que es como decir del alma del pueblo. Como una madre, la guitarra continúa nutriendo ese género musical identificado con la cultura. Por eso expresan los versos: “Dicen que las milongas nacen hermanas/ y maman de los pechos de las guitarras”.
Como el poeta, los cantores ya conocen la existencia de ese canto silenciado, de esa Milonga baya que se acuna en la noche al conjuro de la guitarra, bajo una enramada, en un patio, en un boliche. Es la canción que empieza a desplegar sus alas, la canción de todos: “cuando pasa la noche, de madrugada,/ los cantores te acunan, milonga baya”.
A menudo, Julio compartía con sus amigos la llegada de los nuevos versos de la milonga. Soa Sombra recuerda haberle escuchado cantar a capella la segunda estrofa, recién terminada, una noche cuando ambos volvían de San Cayetano, la pulpería de los Cabrales, en la zona de Villa Parque. La anécdota es notable, porque ellos, como tantos otros, serían aludidos por esa misma canción. Hasta se puede decir que todos los cantores —vale decir los artistas, y en particular los perseguidos por motivos ideológicos— acunaban ya desde su alumbramiento la milonga que los representaría.

 

El rastro de Bairoletto.
La última estrofa cierra con maestría la bellísima trama de símbolos. Si el primer verso del poema predispone a la expectativa, el último constituye una síntesis del sentido global del texto. Se repiten las dos primeras líneas de la segunda estrofa para reafirmar la presencia de las dos milongas, la que discurre con la letra a lo largo del poema, y ésa otra, velada pero ya paradójicamente popular: la Milonga baya. En el tercer verso de la cuarteta, regresa el viento sur para borrar lo que flaquea en la memoria de los hombres, pero no puede llevarse lo que está arraigado para siempre en la conciencia del pueblo: el recuerdo de Juan Bautista Bairoletto: “Y pasó un viento sur tapando a gatas/ el rastro a Bairoletto, que nadie tapa”.
Julio compuso una parte de la milonga en Santa Rosa, y la otra –más precisamente el final– en un viaje a Victorica. Es probable que en ese “camino” haya encontrado el último verso al pasar frente al boliche “El Destino”, todavía en pie junto a la Ruta 10, entre Winifreda y Luan Toro. Ese fue el lugar donde Bairoletto se “desgració” con la muerte del bolichero José Peidón. El proceso creativo, de marcado carácter aleatorio, con versos que de un modo misterioso van encontrando su ubicación en la estructura del poema, hace verosímil la hipótesis.
Con esa última pieza se completa el sentido de la composición. La figura del bandido se redimensiona, se actualiza una vez más a la hora de levantarse contra la injusticia. Su nombre, ya sin tiempo ni espacio, regresa en el canto de Julio Domínguez para ser, como antes, bandera de la lucha por la libertad. El símbolo de la Milonga baya y el símbolo de Bairoletto se entrelazan en el último verso, convocados por un mismo grito de dignidad, de resistencia en un nuevo tiempo de opresión.

 

Tanta belleza.
En el territorio de la literatura, y en particular en el de la poesía, a menudo es posible hablar de magia, en el sentido de que ciertos procesos de creación se desenvuelven bajo el signo del misterio, ya que su extraña naturaleza escapa al conocimiento empírico. Se podrá analizar un texto hasta el hartazgo, leerlo desde diferentes ópticas, para tratar de explicar en qué consiste su belleza, pero serán siempre intentos, pobres aproximaciones, frente a esa resonancia única que nos hechiza con su rara perfección, y sobre la que incluso tampoco puede hablar mucho el poeta.
Lo cierto es que la poesía que más nos conmueve, la verdadera, no se hace en la superficie de la conciencia, no responde al propósito de un proyecto de autor. Se gesta en las profundidades del ser, en ese abismo donde se empozan los pesares y late el sentimiento trágico de la vida. Es allí donde, como en sorda lucha de raíces, se construyen las verdades más profundas. Así ocurre, hasta que un día, por la gracia el genio creador esas verdades se abren camino hacia la luz, sencillamente, con la limpia tersura de las flores del campo.
Todo lleva a pensar que así surgió Milonga baya, mágicamente. Los elementos más significativos en la historia del sujeto poético –recuerdo, paisaje, canto, ideología– fueron a juntarse en esa maravillosa síntesis de dieciséis versos convocados por la intuición poética en un momento de pesadumbre personal y colectiva. Y cuánta pesadumbre habrá acompañado a nuestro poeta por aquellos días para ser retribuido al fin con tanta belleza.
MARCELO CORDERO - LICENCIADO EN LETRAS. UNLPAM

 


'
'