Viernes 23 de mayo 2025

LITERATURA. Paisaje e identidad

Redacción 12/01/2009 - 14.19.hs

En el campo literario de La Pampa encontramos ciertas constantes en cuanto a la valoración y apropiación del paisaje regional. Pero también algunas discontinuidades que marcan y determinan diferentes modos de configuración.
Analía Cavallero*

 

“Mira el lugar donde naciste:/ ésta es la tierra del caldén, ésta es La Pampa;/ como ha escrito Francisco Luis Bernárdez,/ ‘ésta es la cuna irremediable’”. (Teresa Girbal, “Niño del Paraíso”, 1999).
La lectura de textos literarios escritos por pampeanos origina, inevitablemente, la atención y el interés por interpretar cómo se construye el espacio y qué sentidos se le otorga desde las diferentes subjetividades y en diferentes segmentos temporales. Si bien encontramos ya muchos comentarios precedentes acerca del tema, podemos citar, en el mismo tono de advertencia, las palabras del semiólogo francés Roland Barthes que prologan los ensayos reunidos en “Mitologías” (1957): “Aunque no sé si las cosas repetidas gustan –como dice el proverbio– creo que, por lo menos, significan. Y lo que he buscado en todo esto son significaciones”.
Hablar sólo del paisaje como recurrencia temática en una primera etapa del discurso literario es un modo de adherir a una única concepción que impone ciertos límites. Por ello, será más acertado referirnos a la experiencia de un espacio geográfico que se convierte, mediante la escritura, en un espacio existencial.
Es así que, en un necesario recorrido por el campo literario de la provincia de La Pampa, encontramos ciertas regularidades o constantes en cuanto a la valoración y apropiación del paisaje (cuya representación se vincula a lo rural más que a lo urbano), como también algunas discontinuidades que marcan y determinan diferentes modos de configuración. Más allá de las distintas posiciones discursivas producidas dentro del campo producto de las instituciones, formaciones estéticas y prácticas –las que han ido cambiando con los procesos históricos–, no podemos dejar de notar la permanente presencia de elementos topográficos en el arte en general, y la literatura en particular, como singularidad y signo de pertenencia.

 

Configuración del paisaje.
El espacio territorial posee un valor natural al que el espectador agrega las dimensiones cultural o simbólica, y social. Estos valores son construidos y convierten al espacio en “paisaje”, es decir en creación de la cultura. Recordemos las palabras del escritor Edgar Morisoli, quien ha hecho referencia al “diálogo cultural entre el hombre y su paisaje” (1988); y esa misma valoración especial en tantas escritoras y escritores pampeanos ha llevado también a Walter Cazenave a expresar que “algunos de ellos parecen dominados por una especie de sentido mágico del paisaje”.
Después de dos décadas, estas ideas acerca de esa relación intersubjetiva, pueden orientar una lectura retrospectiva, para avanzar en los nuevos modos de escritura y las nuevas representaciones elaboradas respecto del propio entorno, y observar cómo participa éste en la construcción de la(s) identidad(es).
La apropiación del territorio ha traducido, claramente, una ideología, una identidad construida en relación con determinados elementos referenciales: el oeste como la pampa desconocida, la zona de los médanos, los ríos y su problemática, el viento, el caldenal, la llanura. Desde los inicios de la historia literaria pampeana, se ha puesto un indiscutible acento en el paisaje rural, y sobre todo en la zona oeste, convertida en un referente real y legítimo de la región, hasta instalarse en el imaginario colectivo como símbolo de identidad. De este modo, el aspecto geográfico, físico, ha pasado a ser, avanzada la segunda mitad del siglo XX, una cuestión sociocultural que ha representado una reivindicación espacial, y también étnica, tanto en el campo político como literario. Asimismo, la llanura del este, el paisaje agrícola, es asociado al proceso inmigratorio, a su uso social y económico, al poblamiento y desarrollo de esta región a la que Juan Ricardo Nervi ha llamado “Aldea gringa” en su obra poética de 1983.

 

Mirada cultural.
La introducción de la perspectiva cultural en la mirada del paisaje permite conocer el significado que se le otorga al espacio, y ampliar esa lectura considerándolo en el sentido dado por el geógrafo francés Paul Claval, como “huella y matriz de la cultura” puesto que “cada grupo modifica el espacio y graba sus marcas y símbolos de identidad en él”. Es por ello que el referente identitario no sólo es el oeste, o la llanura, o los centros urbanos, o los pueblos originarios o inmigrantes, sino que está comprendido por todo, por lo uno y lo otro, lo existente y lo construido por la memoria, lo genuino más los nuevos aportes con sus consecuentes transformaciones.
Esa multiplicidad de espacios, de etnias, de formas de vida, de costumbres, creencias y posiciones artístico–culturales da idea de un mundo complejo y diverso, a partir del que se ha ido construyendo nuestra identidad. Aún tenemos una historia, y una historia literaria de corta duración, lo que hace más difícil tomar distancia y adoptar una perspectiva que supere las restricciones que impone la contemporaneidad de los textos, los discursos y las prácticas. No obstante ello, y en una lectura diacrónica de la producción textual podemos establecer un cierto orden de los textos para este trabajo, sin desconocer los principios foucaultianos que cuestionan el análisis tradicional de las continuidades e interrogan y proponen los sistemas de relación, las series, las rupturas.

 

Permanencia.
Es preciso aclarar que no se trata de establecer una periodización o una clasificación, sino de proponer, según el enfoque de la geografía cultural, algunas series de textos que se inscriben en el campo como precursores o aquellos que ponen de manifiesto ciertas constantes en cuanto a la percepción del espacio, otros que ocupan lugares fronterizos y aquellos que llegan a cuestionar o instaurar otro orden espacio-temporal.
En este caso, entonces, haremos referencia al evidente signo de permanencia del paisaje en el discurso literario editado, especialmente en una poética que rescata y pone en valor la tierra, sus elementos, sus habitantes. “Un altivo señor de la llanura”, el verso inicial en El Caldén de Julio Nery Rubio en “Motivos de La Pampa” de 1935, resuena desde entonces en esta estructura significante que se va sosteniendo en el marco temporal del Territorio Nacional de La Pampa, en versos donde, entre arenas y vientos, se dispersa el paisaje rural, campesino. Las significaciones atribuidas al espacio se corresponden en esta primera época con las preocupaciones, económicas, políticas, culturales, sociales, geográficas, dadas por la realidad de la confrontación de fuerzas determinadas por la extensión y la propiedad de la tierra, lo cual circunscribe la percepción de la morfología espacial en relación con las dimensiones mencionadas, en busca de la definición identitaria.

 

Texto emblemático.
Un párrafo aparte, por ser uno de los textos emblemáticos en cuanto a la irrupción e inscripción en el campo literario del género “novela”, merece “Pare... y largue”, escrita por José Prado en 1943 –y publicada en 1954–. En ese entorno histórico del trabajo agrícola del hombre inmigrante, la percepción pone de manifiesto la polaridad entre los dos ámbitos: el rural y el urbano. En el texto, el campo –en una visión bucólica– es “rincón calmo y somnoliento”; la ciudad, en cambio, es transgresora, perturbadora. Así, en la novela, se confrontan ambos espacios: la desolación propia de campos y poblados del interior, donde “cada vez había menos gente” porque los colonos tenían hijos “para que los absorbiera la ciudad”. Dos espacios irreconciliables se configuran en ella: “Ciudad y Campo. Lo que tendría que ser comunión, nexo de la patria, era antítesis cruel hecha por el egoísmo, lucha por la muerte en la que el campo no combatía porque se entregaba.”
Desde la década de 1950, y considerando el proceso y consolidación de la provincialización del territorio, emergieron voces desde diferentes lugares, cuya valoración se vincula a los acontecimientos históricos, a los habitantes originarios e inmigrantes, a las creencias y costumbres.

 

La tierra nuestra.
Muchos de los poemas se hacen “cantos” o “alabanzas” para significar el vínculo entre lo geográfico y lo social que construye el espacio; y al mismo tiempo, la transformación del paisaje natural al productivo, que determina una historia cultural. Como referentes recordemos el poema Canto a La Pampa seca, en “Otra vez la gleba” (1961) de Juan Ricardo Nervi; o el extenso y profundo Canto a La Pampa de Norberto Righi, “Aquí, en esta pampa de cuero resecado, yo nazco cada día” (1966), o los sonetos de Canción de la llanura (1950) de Miguel Iribarne; también del mismo autor los versos “Te veo pampa –inmensa, milenaria– / (…) Te miro, pródiga, viniente”, en Acento Provincial de 1953, donde adquiere especial importancia la dimensión de la percepción y la invocación ligada a la soberanía territorial.
La tradición instaurada por la poesía y la narrativa de Juan Ricardo Nervi (“Gleba”, 1951), Edgar Morisoli (“Salmo Bagual”, 1957), Enrique Stieben (“Hualicho Mapu”, 1951), Adolfo Gaillardou (“Pampa de Furias”, 1955), se consolida y acentúa en las décadas siguientes, con Juan Carlos Bustriazo Ortiz, Ana María Lasalle, Walter Cazenave, Angel Aimetta, Julio Domínguez, Néstor Villegas y Juan José Sena, entre tantos otros que conjugan espacio y tiempo, historia y memoria.

 

Nuevos paisajes y sentidos.
Sin la pretensión de establecer aquí estructuras binarias opuestas, el campo ha sido asociado, habitualmente, a lo natural, al pasado, a la tradición, al trabajo, al arraigo, a lo auténtico; mientras que la ciudad, a lo artificial, al desarrollo, a lo efímero, a la incomunicación. Sin embargo, en la configuración de ambos paisajes existen deslizamientos que hacen que los márgenes entro lo uno y lo otro se contaminen, debido no sólo a dimensiones económicas o sociales que trasmutan la cultura del campo a la ciudad y viceversa, sino también a través de las valoraciones o sentidos dados en diferentes momentos a cada uno de estos espacios culturales según las instituciones o tendencias en el campo artístico e intelectual. En los tiempos modernos, y considerando diversas variables, se ha producido una mutación semántica de ambos términos, como así también han variado las nociones de “espacio” y “tiempo”, producto de la globalización.
Nuevas escrituras, nuevos escritores y nuevas lecturas se inscriben en un nuevo espacio socio–cultural, sin que esto nos conduzca, por supuesto, a designaciones conceptuales duales como “literatura rural” y “literatura urbana”. No se trata de clasificar o cartografiar, sino de establecer algunas regularidades o posiciones comunes respecto de esta literatura en la que el paisaje pampeano está presente como centro o periferia de la escritura, pero en todas las épocas como marca de identidad. Agueda Franco, Olga Reinoso, Miguel de la Cruz, Armando Lagarejo, Diana Blanco, Dora Battistón, y otros, establecen otra relación y otra mirada que se desplaza, en el espacio y en el tiempo: “Uno emigra y regresa / se establece, se escapa. / En los antecedentes (y acaso en el futuro) / estará la pampa. (Olga Reinoso, Siempre en “A quemarropa”, 1997).

 

Lo urbano.
No ya asociado a la naturaleza, merece especial atención el paisaje urbano, cuya transposición en las letras, como en las artes visuales, se ha dado más recientemente. Aunque, si seguimos la línea propuesta, no puede escapar la mención a una de las primeras piezas teatrales escritas en el territorio de la pampa central, como es “La novia de los forasteros” del dramaturgo, abogado y periodista Pedro Pico, estrenada en 1926, en la que se representan simbólicamente lugares, ideas, costumbres de la comunidad de Salto Grande –así denominada en el texto la ciudad de Santa Rosa de Toay de principios del siglo XX–.
Pasado el tiempo, la realidad urbana es otra realidad, y por tanto, es percibida de otro modo; el influjo de los medios de comunicación, de las nuevas tecnologías, de nuevos códigos, crea nuevos espacios e identidades, nuevos sentidos de pertenencia (o no pertenencia), y nuevas formas discursivas en el observador–escritor del “mundo moderno”, que construye culturalmente los paisajes desde su mirada estética y metafísica.

 

Novela.
Incluyamos como modelo, nuevamente, una novela que irrumpe y trastoca la tradición literaria en cuanto a que postula nuevos modos de escritura y práctica lectora desde la problematización del género, la literatura, los códigos, la vida en la ciudad. Se trata de El monstruo en la laguna (1994) de Alberto Acosta, en cuyo prólogo, Miguel de la Cruz rescata esos símbolos que “nos inducen a releer una ciudad real; entonces su apariencia se fisura y aparecen sus miserias, reflejo íntimo de una soledad común a sus habitantes”. El texto narrativo se construye desde la confrontación, desde la ironía y la parodia de otros discursos sociales, o intertextos que se entrecruzan con intervenciones de los personajes que cuestionan: “Yo diría que hoy por hoy el clima no es lo definitivo. El clima parece haber pasado a un segundo plano. Ya no existe la proverbial arena de los años treinta, las cenizas del volcán Hudson no nos alcanzaron, como en el 32. El viento pampa es casi una niña de delicado, y ya ni se ven cardos rusos”. Y acerca de la producción y consumo literario: “¿No te das cuenta de que en los tiempos que corren hay que crear espacios nuevos para la literatura? (…) Cuanta más gente le pierda el miedo a la literatura y se anime a crear, menor será el prejuicio social contra los escritores y los artistas en general. La idea es hacer que la cultura circule, che”.

 

Significados.
En relación a esto, cabe nombrar, entonces, otro espacio más infinito, sideral, o espacio ausente, en una literatura que apunta a lo universal, espiritual, y metafísico. Situándonos en este siglo XXI, y no en un sentido dicotómico sino como desplazamiento, advertimos que los escritores pampeanos se muestran más preocupados por una búsqueda en la construcción y la estética del texto, por crear, recuperar o discutir significados, haciendo más visibles temas universales que espacios regionales, en un movimiento que se orienta del espacio exterior a uno interior. Eduardo Senac, Eugenio Conchez, Ariel Arnaldo, Norma Arana, Sergio De Matteo, Silvio Tejada, son algunos de los escritores que ponen en juego las diferencias intrínsecas de la escritura, que se corresponden con una percepción, una sensibilidad inherente a la experiencia presente de cada sujeto–escritor.
Los signos podrán repetirse, pero no sus significados cuando cambian los contextos y las perspectivas, de este modo herencia y diferencia confluyen como fuerzas complementarias en definición del campo literario.

 

*PROFESORA en Letras

 

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