A 30 años de la llegada de los laosianos a La Pampa
GUSTAVO MENÉNDEZ*
Llegaron como refugiados desde el país más bombardeado del mundo y cuyo nombre significa "sombrilla". Una tierra de montañas rugosas, que no conoce el aroma salado del mar. Un lugar que fue regado desde 1964 a 1973, por dos millones de toneladas de bombas lanzadas por los Estados Unidos para frenar una línea de aprovisionamiento a su enemigo, durante la guerra de Vietnam. En nueve años, una bomba cayó sobre Laos cada ocho minutos. Una cantidad que supera las que fueron arrojadas sobre todas las naciones que intervinieron en la Segunda Guerra Mundial.
Por eso, Laos es hoy un pueblo con cicatrices en el suelo y chatarra de guerra en los campos. Un terruño que dejó callos en el alma entre los miles de pobladores, que huyeron en 1979 bajo la protección de las Naciones Unidas. Dos de esas familias que decidieron emigrar de su patria viven en General Pico y casi no han salido de la ciudad que los cobijó.
Hace treinta años, la desolación, el hambre y el sometimiento habían arrasado con Laos. Fue el momento en que muchos pobladores decidieron cruzar el río Mekong para alcanzar la costa de Tailandia. Desde allí, los representantes de las Naciones Unidas ordenaban a los grupos que saldrían con rumbo a Estados Unidos, Canadá, Australia o Francia. Algunos de los países que firmaron el acuerdo del programa de reasentamiento para refugiados.
La Argentina gobernada por la dictadura militar se acopló al plan humanitario, quizás para mostrar un rostro humano a la comunidad internacional, mientras en las calles propias crecían los secuestros y los desaparecidos; el saqueo y la apropiación ilegal de los bebés; el terror y el miedo como forma de gobierno. Otras cicatrices estaban por nacer.
Nombres largos.
Khamkhiane Phounthakiao y Bounmy Chanta Bouasay ya superaron el medio siglo de vida, como también atravesaron hace tres décadas el Mekong para alcanzar los campos de refugiados en Tailandia. Bounny logró salir de Laos en un primitivo bote protegiendo a sus tres pequeños niños. Al igual que otras mujeres, llegaron a la orilla con sus niños descalzos Y hambrientos. Su esposo hizo el último tramo de la salida nadando, como muchos otros. "Quedarnos era la muerte o la cárcel", dice Khamkhiane en un español aún dificultoso para él.
Hoy viven en una casa baja del barrio Indio Ranqueles de General Pico, frente a una plaza. En el interior las paredes muestran fotografías de todas las épocas, entremezcladas con imágenes religiosas y fotos de monumentos de Laos. En el sopor de la siesta piquense repasan momentos.
Khamkhiane recuerda que esperaron unos meses en Tailandia hasta que les dieron un "turno" y fueron embarcados en un avión junto a otras familias rumbo a la Argentina. Emprendieron viaje solo con una muda de ropa. Ni siquiera contaban con documentos y nada sabían del país que los recibía. Huían del sonido desgarrador de los bombardeos, del aleteo de las aspas de los helicópteros martillando en los oídos; de la cárcel y la muerte decidida al azar.
La llegada al país.
Ahora, los sonidos son otros. Es el llanto de un bebé pequeño que resiste el sueño en la tarde piquense, mientras sus abuelos recuerdan la adaptación en la Argentina. Khamkhiane y su familia fueron alojados en Ezeiza para luego ser destinados a distintas provincias, con promesas de trabajo y bienestar. Se estima que entre 1979 y 1980 fueron casi 300 las familias laosianas que arribaron al país proveniente de los campos establecidos en Tailandia.
El gobierno Argentino había armado un campamento para alojarlos ubicado en los bosques de Ezeiza. El idioma, las costumbres, la religión y hasta los rasgos orientales eran barreras a vencer. Nadie hablaba español. Sólo algunos algo de inglés y francés. La contención fue precaria y, de manera arbitraria, las familias fueron separadas por grupos y trasladadas a diez provincias.
Khamkhiane asegura que eligió La Pampa porque supo que había animales. Fueron alojados en Santa Rosa y después él fue a trabajar a un campo en Miguel Riglos, pero la agricultura no era lo suyo. Retornó a Santa Rosa hasta que decidieron asentarse en General Pico donde consiguió trabajo en la municipalidad. Ahora maneja el camión regador de la comuna, pero también barrió calles y plazas. Su esposa es una mujer amable de pocas palabras y manos nerviosas. Cuando la nostalgia la arrastra a su patria recuerda a "papá y mamá".
Los dos se acompañan en la cocina de la casa, ocupada por una mesa central cubierta con un mantel cuadriculado, protegido por un plástico transparente. A pocos metros están mejorando el hogar. Entre toda la familia techaron una parte que da al frente, levantaron paredes y colocaron una ventana. Ahora sólo falta revocar. La instalación eléctrica corre por cuenta de Khamkhiane, oficio que aprendió en Laos en sus años de juventud.
Sonrisas paralelas.
Si un artista plástico quisiera asociar el desarraigo a un color debería observar los tonos de la cara de Gnai Lovan cuando habla de Laos. Este hombre de 50 años se acerca una mano al pecho cuando recuerda su patria. Se nota en la mirada que el corazón lo puede y que la nostalgia habita en su casa de barrio Rucci, en General Pico. Una geografía muy diferente a su suelo natal, que por última vez vio dominado por montañas y planicie. Por el Parque del Buda y el Monumento a la Victoria, una edificación construida con el cemento sobrante de un aeropuerto, que donó los Estados Unidos, tal vez para mitigar la culpa.
Gnai tiene el pelo plomizo, un andar tranquilo y no conoce el mar. Mientras habla se escucha de fondo la música tradicional de Laos, acompañado por imágenes que la tecnología del DVD proporciona. Quizás extrañe ver cómo tocan el "kaen" en su país, unos tubos de bambú atados entre sí, que suenan para acompañar a un cantante.
A su lado está su compañera y esposa, Chanthboun Vongdana, una mujer de una sonrisa permanente y de amabilidad natural, que muchos vecinos llaman "Chani". En la mesa, tiene apoyada una maquina de coser y algunas costuras. Aprendió el oficio de muy joven, como otros que le trasmitió su abuela, esa mujer que ella nombra tantas veces en la entrevista, como una huella imborrable en su vida.
Ellos también fueron parte del contingente de refugiados que salieron de su país en 1979, con la promesa de encontrar el bienestar y el progreso en otras tierras. La propaganda oficial decía que los laosianos podrían tener "trabajo, paz y libertad". Los afiches mostraban a los refugiados sumidos en la miseria y en la muerte, como si aquel tiempo hubiese sido ajeno a momentos atravesados por la Argentina.
Gnai y Chani llegaron al nuevo país con dos pequeños niños y un embarazo. Luego de unas semanas en Buenos Aires y algo más de dos meses en Santa Rosa, se trasladaron a General Pico el 14 de octubre de 1979. La fecha es recordada por Gnai con precisión, como si se tratara de un nacimiento.
Una foto de aquel día cuelga en una de las paredes de la casa. En tonos de grises, se ve a Chani, su eterna sonrisa y su pequeña bebé, nacida en la llanura pampeana. Al lado, los dos niños y Gnai. Era el tiempo de sus 20 años. "En Laos, estábamos confundidos, con miedo y todo cambiaba", dicen para resumir el momento de inestabilidad que atravesaban a 17.800 kilómetros, la distancia que existe entre General Pico y Vientiane, la capital de Laos.
Junto a esas fotos hay otras a la vista, todas familiares. La de los tres primeros hijos y los tres siguientes. También Chani señala con un dedo a sus seis nietos y la imagen de su madre sobre otra pared. Las postales conforman un recuerdo donde el pasado asoma como una obstinada mancha en un muro
Pasado obstinado.
La mujer de sonrisa permanente cuenta los padecimientos de los primeros años y los laberintos que debieron desentrañar en esta patria. "No teníamos nada, sólo la ropa que traíamos puesta", asegura. El idioma y la discriminación por sus rasgos fueron algunas de las dificultades que afrontaron. Aprendieron con una maestra a escribir y hablar el castellano y debieron archivar su lengua original, el lao. Lo hicieron con paciencia oriental, hasta que asimilaron los conocimientos para trasmitirlos a sus niños.
Las barreras no sólo eran idiomáticas. Gnai, que trabaja en la municipalidad piquense desde hace 28 años, dice que prefiere las comidas a base de arroz o los fideos. Sus gustos se entienden cuando se repasa el paladar laosiano, que va desde el pollo asado hasta el pescado, el locro y el cereal, que también forma parte de los platos dulces. Chani dice que suele preparar comidas tradicionales y que sus nietos piden que cocine "arroz de mano", cada vez que vienen a visitarla.
Para Gnai, Pico es un refugio para su vida. Cuenta que pocas veces salió de la ciudad y que sólo hizo algunos viajes esporádicos a Santa Rosa y General Pinto, provincia de Buenos Aires, donde viven otras familias laosianas. Con ellos, suelen compartir algunos encuentros y repasan partes de su memoria colectiva.
Su esposa afirma que han sobrevivido por su fe y el acompañamiento de dios. Hace quince años que se convirtió al cristianismo y dejó el budismo, religión predominante en Laos.
La tierra en llamas.
Después de tres décadas, Gnai y Chani siguen lejos de su patria, al igual que sus compatriotas, Khamkhiane y Bounmy. Muchos integrantes de ambas familias han construido su hogar en otros países, como Canadá, Australia y Estados Unidos, pero ellos encontraron en la llanura un amparo para sus niños y algo de paz para sus corazones. A miles de kilómetros, en Laos perduran las consecuencias de una guerra ajena, como un mandato siniestro.
Restos de bombas, con sus armazones oxidados, pueden encontrarse enterradas en un campo, en el patio de una casa o a un costado de las rutas. Muchos campesinos laosianos tienen razones para temer cuando remueven la tierra: aún hay proyectiles ocultos y sin detonar. Cientos de civiles mueren cada año por estallidos de explosivos, como si la guerra no hubiera terminado. También, la chatarra bélica es usada como pilotes para casas en alto o para ser comercializada. Otros la reciclan. La ayuda internacional para desactivar los miles de metros cuadrados regados de bombas activas es insuficiente. A pesar de los peligros latentes, los refugiados laosianos aún viven el sueño de volver un día a su patria. El pasado, que siempre insiste por ser presente, parece ser un intruso con el que hay que aprender a convivir. Y eso es algo que los refugiados no pueden olvidar.
*Periodista
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