Jueves 25 de abril 2024

Arte Moderno

Redaccion Avances 19/02/2023 - 09.00.hs

La versión original de este relato fue traducida al inglés y publicada en el año 2020 por la editorial Floricanto Press de Moorpark, California, EEUU, en la Antología “Tales of a deep land. Short Stories from Northeastern Argentina”.

 

Gisela Colombo *

 

Al tipo lo vi por primera vez en un semáforo. Era muy joven, bajito y con una barba rala. Mientras una chica bella y muy flaca practicaba medialunas y verticales entre los autos, él se dedicaba a los malabares con tres pelotitas de colores. Las lanzaba varios metros por sobre su cabeza frente a los autos detenidos, y generalmente se engolosinaba demasiado con su propia destreza, así que no llegaba a recoger todas las monedas cuando los autos comenzaban a moverse. Era el mejor de todos, igual cosechaba unos buenos pesos. Podría haber actuado en el más sofisticado de los circos, o en cualquier espectáculo de variedades de alto nivel. Una sola vez lo vi lanzar fuego por la boca, las llamas parecían acariciar el capot de los autos y los automovilistas se ponían un poco nerviosos. De pronto un día desapareció.

 

Años después volvió para revolucionar, decían algunos, las artes plásticas no sólo de la provincia sino de todo el país y quizá del mundo entero con su obra “Aunque usted no lo crea”. Si algo no puede negarse, es que el tipo es lo que hoy suele llamarse un verdadero artista. Y no volvió solo. En “Aunque usted no lo crea”, 148 malabaristas desplegaban en varias calles de la ciudad sofisticadas destrezas con pelotitas invisibles. Pero la verosimilitud de los movimientos y la concentración de los artistas era tan perfecta que nadie dejaba de emocionarse con las arriesgadas trayectorias de esas pelotitas que no se veían pero se intuían, y de decepcionarse cuando alguna se caía. Todo era tan real que en esos casos los espectadores se dividían en dos bandos, uno indignado por la falta de pericia de ese supuesto profesional del malabar, el otro solidarizado con el desgraciado. Algunos vecinos llegaron a sostener que habían recogido del piso alguna de las pelotitas, y se las habían guardado. Lo cierto es que toda la población terminó acercándose para no perderse el espectáculo, se vivió una verdadera fiesta popular. Aunque a los vecinos más viejos la invisibilidad de las pelotas no dejaba de causarles cierta desazón.

 

Hace un par de años, de pronto una mañana el tipo reapareció en el mismo semáforo. Esa vez ya no había pelotitas, pero sí fuego, mucho fuego. Lanzaba unas llamaradas impresionantes, por momentos quedaba rodeado por las llamas que él mismo generaba, parecía que se lo iban a devorar, o que ya lo habían devorado. Pero las llamas se extinguían de pronto no se sabe bien mediante qué procedimiento, y él salía incólume desde el centro mismo de la masa de humo, como esas vedettes que bajan de una escalera majestuosa llenas de plumas para concentrar todas las miradas. El show duró varios minutos, durante los cuales el semáforo cambió de colores repetidamente como un imbécil mientras los conductores hipnotizados no se movían ni tocaban bocina. Era obvio que el tipo desde la última vez había escalado varios peldaños en su habilidad artística, el magnetismo de la escena había paralizado todo a su alrededor. Salvo al semáforo.

 

Al otro día el tipo conmovió a toda a la ciudad con una segunda muestra de arte moderno y más total aún que la anterior, si es que la totalidad tiene grados o jerarquías: “Todos los fuegos el fuego”. En ella, los mismos 148 malabaristas volvieron travestidos en hábiles lanzafuegos, y el fuego que lanzaban era tan invisible como esas pelotitas que a veces se caían y a veces no.

 

Invisible pero efectivo, ese fuego. Porque el día señalado, los 148 lanzallamas humanos empezaron a vomitar llamas invisibles en 148 esquinas, a la manera de desaforados dragones aparecidos de la nada. El efecto fue terrible, porque los fuegos serían invisibles, pero sus consecuencias no. Primero los vecinos empezaron a congregarse alrededor de esos 148 fogosos violadores de la tranquilidad, para reírseles en la cara y proferir insultos y bromas acerca de la dudosa existencia de ese fuego que anunciaban profusamente los carteles y que nadie veía. Pero la temperatura empezó a crecer en cada esquina, el vaho caliente avanzó y se fue metiendo en las casas, los incendios comenzaron y aparecieron los bomberos y la policía. Los 148 dragones humanos se escurrieron en medio del humo y de las llamas y la gente no entendió bien qué había pasado. Pero nadie quedó muy tranquilo, hubo demasiados intoxicados, asfixiados e infartados. Incluso un par de suicidios, nunca falta algún depresivo que aprovecha la volteada y se da el gusto. Al otro día la ciudad se veía asustada, devastada y chamuscada.

 

Pasaron dos años y el tipo reapareció hace unos días. Anduvo dando vueltas por el barrio, que se alborotó un poquito. La gente le huye. Muchos no se animan a reconocer que todavía mantienen guardadas en los placares algunas pelotitas invisibles. Y nadie quiere mostrar las quemaduras causadas por las transparentes llamas de la segunda obra. Como si todo eso se hubiera ido volviendo inconfesable.

 

Ayer el tipo se me acercó en la calle y no pude escabullirme, sin saludarme me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí. Me preguntó si sabía en qué estaba trabajando ahora. Le dije que no. Me contó que estaba armando una inmensa instalación artística, que abarcaba toda la provincia. Le pregunté qué era una instalación artística, le dije que yo sabía de instalaciones eléctricas, de gas, de agua, pero no artísticas. Me respondió que era una obra que alguien montaba en diferentes lugares, y en la que la gente participaba de diversas maneras. La explicación era insuficiente, quedé regulando. Entonces el tipo siguió. Me dijo que su instalación consistía en una red de personas en toda la provincia, cada una de las cuales tendría un rol; la red empezaba a funcionar en cuanto él activaba a la primera de las personas, y después crecía con cada una que le agregaba. “Son como lucecitas que se van encendiendo y que cada vez iluminan más, entre todas se refuerzan e iluminan más”, dijo con una sonrisa. Lo importante era que cada uno tenía que creer en lo que le tocaba hacer en la obra (“ésa es la energía que se necesita”, subrayó “es lo que hace funcionar al conjunto”). Serían actividades muy similares a las que uno desarrollaba habitualmente. Le dije que yo no creía en esas cosas. Me miró a los ojos entusiasmado, y me dijo: “Ya está: tu primer rol en la Instalación entonces va a ser no creer en la Instalación. Necesitamos algunos así: descreídos, desconfiados, sino el sistema no funciona por falta de contrapesos. Gracias macho, nos vemos.”

 

Se fue sin darme tiempo a detenerlo y mucho menos a quejarme. Yo no quería participar ni siquiera como un escéptico, rol que en otros contextos suele entusiasmarme. Después pasé varias veces por el semáforo de siempre, incluso quedé un buen rato esperándolo, pensé que el tipo, como en los dos casos anteriores, quizá podría anticipar allí el contenido esencial de su nueva obra. Que, según él, ya estaba funcionando aunque eso no se percibiera. Se ve que tiene una especie de fijación con lo invisible, un invisible que opera de una manera más que concreta: bestial. Pero el tipo no apareció.

 

En realidad lo que me molesta es que ahora no estoy para nada seguro acerca de cuál es mi situación, ni cuántos vecinos del barrio ya estarán encendidos como supongo que lo estoy yo. Me cuesta mirarlos a los ojos, fíjense, es curioso, por momentos hasta siento que algunos me encandilan. Tampoco sé qué sucederá cuando el tipo consiga prender como lamparitas a toda la población, ésa parece ser su meta. No tengo un buen pálpito acerca de ése nuestro destino. Sobre todo si recuerdo la secuencia creciente de las dos obras anteriores, la segunda fue más potente y temible que la primera. Y me temo que ésta, la tercera, sea la peor.

 

Porque el nombre de esta Instalación, discúlpenme, olvidé mencionarlo (el tipo me lo dijo con otra sonrisa y en voz muy baja cuando ya se marchaba), es “Que el último apague las luces”. Yo ya sé que es una frase hecha. Pero ahora, y teniendo en cuenta los antecedentes, más que el título simpático de una inofensiva obra de arte me parece una amenaza muy real que se cierne sobre nosotros. Como si aludiera a una extinción programada o algo por el estilo. Lo que sí sabemos es de lo que este tipo es capaz. Ya lo demostró. Primero con las inocentes pelotitas que nos dejaron bastante confundidos, después con esos fuegos invisibles que se esparcieron por todos lados y liquidaron a varios. Y ahora probablemente nos vayamos encendiendo todos hasta que al final el último, que seguramente debe ser él, nos apague. Por ejemplo, con una especie de botonera. ¡Que nos apague! Toda una amenaza, ¿no?

 

Así que tengo la sensación de que ahora estamos completamente en sus manos. El arte moderno sí que había sido una maldición. Ya no le interesa hacernos la vida más bella, como antes con los cuadros barrocos o las sinfonías, prefiere sopapear a la gente, impresionarla, maltratarla. O sea, a nosotros, a este barrio, a la ciudad entera… Debimos darnos cuenta cuando el tipo empezó con las pelotitas invisibles, y no dejarlo avanzar. Quién lo hubiera dicho, un tipo chiquitito y solo en un semáforo, lanzando al aire unas pelotas que ni siquiera se veían. Yo tendría que hablar con alguien, qué se yo, intentar que organicemos alguna resistencia. Pero no sabemos contra qué, y ni siquiera sé si así no estaremos actuando según los designios de la Instalación. O quizá sea mejor no hacer nada, si solo nosotros somos los actores y ninguno hace nada no debería cambiar nada. O no. Porque en algún lado está él con su botonera… No sé, por eso el arte moderno es una porquería: se parece demasiado a la vida, uno nunca sabe bien para adónde rumbear.

 

Osvaldo Mazal vive en Posadas, Misiones. Actualmente es profesor de Teoría Literaria en la UNaM. Publicó “Mundos-Diálogos-Silencios”, 2° Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, “Darwin poeta”, 1° Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes y premio Municipal Ricardo Rojas de la ciudad de Buenos Aires, La novela “Andrés vuelve” fue premio Arandú de Posadas. Por su programa radial literario “De Cronopios” recibió cuatro premios Martín Fierro.

 

* Docente y escritora

 

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